El resultado de la primera vuelta de las elecciones presidenciales provocó un gran malentendido analítico que sólo el apabullante triunfo de Sebastián Piñera ha logrado despejar con la brutalidad propia de un sismo electoral.
Se sacaron cuentas alegres en buena parte de la coalición gobernante y del gobierno. Se consideró que al final los derrotados de las elecciones parlamentarias eran sobre todo aquellos nombres más ligados al proceso de transición democrática, que no merecían que se derramara ni siquiera una lágrima.
Salía reforzado el espíritu refundacional, la marcha a paso forzado y desprolijo inspirada por una misión histórica que había corrido las cercas velozmente y sin arrugarse, casi indiferente al apoyo que la gente le brindaba, total la historia los absolvería.
Sumando de manera contable los votos de los candidatos de la Democracia Cristiana y las diversas izquierdas, las cifras parecían alcanzar para una segunda vuelta competitiva, incluso ganadora.
En vez de desazón, esa noche hubo alguna satisfacción, que se convirtió en los días posteriores en un activo optimismo.
A la luz del resultado final queda claro que la contabilidad y la política son cosas diferentes. ¿Cómo se explica que un mes después, un país cuyas cifras se inclinaban por la izquierda haya evolucionado dramáticamente hacia la derecha?
Para entender lo que sucede hay que dejar de lado sumas y restas de aquello que no se puede ni restar ni sumar, porque no son posiciones constantes en el tiempo, al menos en la política actual.
En nuestros días la política se desarrolla en la sociedad de la información, en la cual muchos electores carecen de lealtad hacia un partido o sector como suelen llamarse las coaliciones, y deciden su voto sobre la percepción del momento, apoyan a una persona, cualquiera sea su color político y sus identificaciones, sus opciones tienden a ser transitorias, volubles, volátiles, basadas más bien sobre la empatía que sobre la razón, y por identificaciones que pueden ser de corta duración.
Para un gran número de personas lo fundamental son sus valores y emociones más que sus propios intereses de grupo y convicciones programáticas, que son escasas y las más de las veces sólo las conocen como un eco lejano.
En Chile, a finales de los años 90 sólo un 15% se declaraba fuera del esquema izquierda-centro-derecha, hoy esa cifra llega con facilidad al 40 %.
Resulta absurdo entonces hablar de un país de izquierda o derecha, ni siquiera de centro, porque una gran parte de los electores no quiere ser considerado en ninguna categoría.
Una buena, parte de la centroizquierda y el Frente Amplio tiene, además, un diagnóstico ideologizado de la sociedad chilena y de su evolución en los últimos decenios, al menos en el sentido en que Marx utilizaba el término de ideología "como falsa conciencia de la realidad".
Ese diagnóstico pone el acento en los límites y carencias de la transición democrática chilena, particularmente subraya los aspectos de persistencia de desigualdades, discriminaciones y abusos, pero deja de lado los avances en disminución de la pobreza, en libertades y en solidez democrática, y también en el acortamiento pequeño pero real de la desigualdad.
Quedan en la sombra "como si tal cosa" un cambio radical en la calidad de vida de una mayoría que vivía casi sin esperanzas de movilidad social, el crecimiento de la cobertura en educación y en salud, el acceso a la información y la comunicación, y la creciente capacidad de individualización y de participación en la modernidad normativa que van mucho más allá del puro individualismo y la modernización.
Identificar la evolución de la sociedad chilena como la mera continuidad de un modelo neoliberal es una simplificación reductiva, zafia y hasta grotesca, que no da cuenta del incremento de la acción del ámbito público, de la mejoría permanente de los indicadores sociales y de las capacidades dirigidas a morigerar la desigualdad que tienen muchas políticas públicas.
No es extraño, sin embargo, que una generación nacida en democracia, hijos de la enorme expansión de la cobertura educacional, haya experimentado una radicalización corporativa en sus inicios y después política conducida por dirigentes talentosos y con habilidad organizativa que dieron vida a una estructura política eficiente, virginal y de pensamiento aproximativo profundamente crítico de los límites de los avances y obsesionados por una suerte de utopía dispendiosa.
Lo que resulta extraño es que un sector decisivo de la coalición y el gobierno de la centroizquierda hayan sintonizado su oído sólo en la voz de la calle y no hayan prestado ninguna atención al silencio de las casas y de los sitios de trabajo, convirtiendo el seguidismo a los eslóganes radicales en un estilo de gobierno.
Al final, no conquistaron a quienes estaban en la calle que los miran con "fría indiferencia" y al mismo tiempo se enajenaron el apoyo de posiciones progresistas moderadas que suelen quedarse en sus casas y en sus labores diarias.
El resultado de tanto despropósito es que renació una derecha que estaba a maltraer y ganó el gobierno con audacia política, logrando el respaldo de quienes sin ser de derecha no quieren poner en peligro el modo de vida al que han tenido acceso, aun cuando desean hacerlo más justo y protegido.
Lo que ha vivido la actual coalición de gobierno es una derrota electoral y política a la vez; pensar que existe un triunfo hegemónico político-cultural pese a la derrota suena como una interpretación gramsciana en versión del tony Caluga.
Entre la reforzada derecha y la izquierda radical quedó un reformismo disecado y venido a menos, dividido y con una irrefrenable vocación suicida.
Ese espacio reformador tiene hoy enormes problemas, una derrota electoral contundente y un legado incómodo donde hay bienes, pero también muchas deudas recientes.
¿Cómo salir del embrollo?
No será fácil ni rápido, se requerirá una claridad y un orgullo por lo realizado que no se divisa por ahora, una convicción que permita recorrer un camino ríspido y pedregoso alejado del alero estatal y sin privilegios de ningún tipo. La única manera de lograrlo es desde abajo, movidos por una fuerte ambición de reforma intelectual y moral, como lo señalaban Gobetti y Gramsci.
Debe ser realizado sin complejos respecto de la herencia de la reconstrucción democrática que impulsaron la izquierda socialdemócrata y el socialcristianismo, pero con los ojos puestos en los desafíos del futuro.
Se debe estar dispuestos a colaborar puntualmente tanto con la izquierda radical como con la derecha liberal embrionaria en torno a objetivos nacionales compartidos, pero a partir de una identidad propia, moderna, igualitaria, libre y democrática.
Nunca existirá un espacio reformador de centroizquierda sólido en Chile si no define sus rasgos básicos, si no une a todos sus afluentes, si no impulsa el relevo generacional, si no abandona una actitud complaciente frente a la tentación populista y plantea su propia concepción sobre el futuro de Chile.