UN LIDER mapuche entrevistado tiempo atrás, contestaba a la acusación de flojera que muchas veces se les hace a los miembros de ese pueblo, y decía: "Nosotros los mapuche no somos flojos, somos e-co-lo-gis-tas". Esta respuesta, formulada en serio, a una pregunta hecha también en serio, revela parte del equívoco en la relación entre los mapuches y el resto de los chilenos. Porque para gran parte de nuestros compatriotas es cierto eso que un esforzado agricultor de la zona afirmaba con prístina sinceridad en una entrevista: "El indio no ha trabajado nunca".

El mapuche es existencialmente un desafío para la racionalidad dominante. Lo que para unos, especialmente si son industriosos inmigrantes, es simple flojera y tozudez, para el mapuche es integración primigenia con el mundo humano y natural. Y lo que unos ven como admirable diligencia, esfuerzo y capacidad de dominar la naturaleza para hacerla productiva, el mapuche lo mira desconcertado como la introducción de un desequilibrio fatal.

No es que todos los mapuches se distingan de la mentalidad racionalista, no es que no los haya también empresarios o diligentes trabajadores cumplidores de horarios, así como les gustan a los jefes de oficinas santiaguinas. Pero en ellos, especialmente en los que viven en sus tierras de origen, está también la otra visión, la primitiva, la de rucas y olor a humo en los inmensos bosques encantados del sur.

Tan distinta es esa visión a la comprensión del mundo occidental, tecnológica y racionalizada, que el Estado no supo qué hacer con ella y optó por rechazarla en bloque: imponerse sobre los "indios" y entregarles sus tierras a extranjeros o chilenos con capacidad de someterlas a reglas, de imprimirles el orden y la técnica de cuño occidental.

Esa cosmovisión mapuche, esa actitud fundamental, es el verdadero "problema mapuche". Por eso Aucán Huilcamán no es propiamente ya uno de ellos, sobre aceradas camionetas, hablando a través de aparatos tecnológicos y expresándose en una jerga de activista profesional. Por eso tampoco sirven las políticas públicas planificadas por ministros que han organizado sus vidas según ese racionalismo de los horarios, el orden pulcro y la economía, tan propios de la capital.

Quizás ahí esté también la oportunidad. El mapuche es una puesta en cuestión del racionalismo, a veces asfixiante, al que estamos sometiendo nuestras vidas. ¿No es la mirada fija del "indio" en medio de su campo improductivo, un desafío a esos cientos de miles que nos apretamos unos a otros para subir productivamente a un carro del Metro? ¿O a nuestros planificados horarios y rutinas? ¿O a los tacos, la contaminación, la prisa y los trámites de nuestras existencias?

El mapuche es una llamada de alerta a la capital racionalista y tecnificada: la obliga a dejar de mirarse a sí misma, a abrirse a eso otro     -radicalmente otro- que es una cultura originaria. Recién entonces, cuando dejemos de ver en el "indio" un flojo improductivo, recién ahí será posible de verdad un diálogo, un encuentro de las culturas.

Probablemente, ese encuentro no conduzca a "avances" lineales medibles para los ingenieros comerciales capitalinos. Pero habrá ocurrido algo mucho más importante: habrá nacido o renacido una nación.