El ministro, su mujer y la vida nueva
Una esposa a punto de morir y un pulmón ajeno que prácticamente la resucita. Esa es la historia de Jaime Mañalich y María Cristina Raffo, quien hace un año y cuatro meses recibió un trasplante. Aquí cuentan cómo eso les cambió sus vidas y los obligó a nuevas rutinas para aprovechar la que consideran una segunda oportunidad. Es el flanco más emocional de un ministro de Salud que ve la donación de órganos como su lucha personal.
Jaime Mañalich toca el timbre de su departamento en el barrio El Golf. Puede venir del Ministerio de Salud, de un hospital o de la calle, y el ritual que antecede su ingreso al auto camino a casa pareciera ser el mismo que sigue un médico antes de entrar a pabellón: lavarse las manos hasta los codos, desinfectarse, cambiarse el delantal o la chaqueta. En momentos de brotes epidémicos, el ritual se complementa con una dosis de antibióticos que se automedica y una mascarilla que no se saca.
Sabe que no puede enfermarse ni acarrear virus sobre la ropa.
El timbre suena a la hora de la cena y la puerta la abre María Cristina Raffo, su esposa desde hace 35 años, y que hace uno y cuatro meses fue trasplantada del pulmón. Ella debe extremar las precauciones, pues una simple tos puede revivir el episodio más difícil de su vida como pareja: cuando estuvo a punto de morir por una fibrosis quística idiopática, enfermedad que dificulta el paso del oxígeno a la sangre y que en poco más de un año le destruyó ambos pulmones. Hoy vive gracias a un pulmón ajeno.
Las reglas en el mundo privado del ministro no las pone él, sino los cuidados de higiene y limpieza que se requieren para la estabilidad de su esposa. Y eso él lo sabe. Los poco más de 300 m2 de su departamento se aspiran y desinfectan a diario. En el suelo no hay alfombras y un purificador de aire funciona las 24 horas. Recién una planta pudo entrar al living. Estuvieron 16 meses prohibidas.
Este verano, Mañalich volvió a tener vacaciones con su mujer. Se fueron en auto al sur y se turnaron para manejar. Raffo está feliz y levemente bronceada. Después de tres años, pudo volver al lago Villarrica. Se sumergió sólo hasta las rodillas.
Jaime Mañalich siempre dibuja. Antes de empezar a hablar, toma páginas blancas y un lápiz Bic. Lo primero que raya son dos líneas horizontales paralelas; entre éstas, un punto, y una flecha que lo apunta. Las líneas representan una calle limeña; el punto es Jaime Mañalich a los ocho años, cruzando una avenida en busca de una pelota, y la flecha, el auto que lo atropelló. Recibió un golpe por el costado izquierdo que le reventó un riñón y el bazo. Pasó un mes hospitalizado en Perú, donde vivía con su familia por el trabajo del padre. Nunca se sintió vulnerable por vivir con dos órganos menos. Hasta octubre de 2002.
Ese mes se contagió por neumococo. Cuenta que la ausencia de bazo -que protege ante las infecciones- y no haberse vacunado contra el virus hicieron que "me diera una septicemia severísima, para morirse". Pasó semanas hospitalizado, conectado a respirador mecánico. Su esposa recuerda: "Yo estaba asustada. Fueron momentos difíciles para mí y los niños".
Siete años después, los roles se invirtieron.
El 8 de diciembre de 2009, Jaime Mañalich y su mujer fueron a un paseo a Yerba Loca, camino a Farellones. El plan era subir un sendero con dos matrimonios amigos, llegar a una cima, tirar un mantel y hacer un picnic. Pero María Cristina no pudo con la pendiente.
Hacía meses que a Raffo le costaba subir escaleras, y la jornada de trabajo como subdirectora en el Colegio Sagrados Corazones de Providencia le resultaba agotadora. Su marido y ella pensaron que era por mal estado físico. Por eso, aunque se cansara, todos los días se obligaba para andar un poco más.
"Esto no es normal", le dijo a Mañalich uno de los amigos médicos que estaba en el paseo. María Cristina jadeaba. Su marido le tomó el pulso y contó una taquicardia de 190 pulsaciones por minuto. Volvieron a casa con la obligación de pedir hora al médico. Ninguno de los dos se pidió libre el día siguiente ni los que siguieron. A la cita con el doctor Rodrigo Gil fueron juntos, a principios de enero de 2010. Entonces comenzaron los primeros exámenes. Y las malas noticias.
"El escáner pulmonar fue nefasto -cuenta el ministro-. María Cristina tenía los pulmones destruidos". Funcionaban al 30% de su capacidad. Gil fue claro: "La enfermedad no tiene cura, existen tratamientos paliativos, pero la única solución es el trasplante". Raffo lo sintió lejano. Y Mañalich no pidió información a los médicos ni bajó investigaciones por internet. "Los dos pasamos a ser pacientes", dice, hablando como marido.
Pero vuelve a su papel de médico: "No pensé al principio que su deterioro fuera muy rápido. Comenzó a tratarse con inmunosupresores y corticoides que la mantuvieron estable el 2010. Trabajaba en el colegio, fuimos juntos a la mina San José por 12 días. Pero el tratamiento no fue suficiente. Allí se nos planteó el trasplante de pulmón como única salida. Pero como aún no era dependiente de oxígeno, tenía una vida relativamente normal".
"Pero uno es ingenuo", dice, y dibuja un pulmón lleno de puntos con un par de rayas hasta la mitad. "Porque la reserva funcional de los órganos tiene una curva muy empinada al final. O sea, en la medida que te acercas al fin de la función del órgano, es muy rápido el desgaste. Ella se comió su reserva".
En enero de 2011, el cansancio de María Cristina fue cada vez mayor. Se ahogaba. Jadeaba al caminar. En mayo, cuando volvió a la consulta del doctor Gil, supo que la enfermedad había avanzado y que la única solución era el trasplante. Le dieron una semana para decidir si aceptaba ser receptora.
Esa noche, como todos los días, cenó con su marido. Después del postre, el ministro se enteró de lo que se les venía encima. Se cubrió la cara con las manos. "Esto es muy duro", dijo.
Al día siguiente, ambos partieron a trabajar. María Cristina no estaba convencida: que su recuperación dependiera de que otra persona muriera le parecía terrible. Lo habló con las religiosas del colegio. Ellas la tranquilizaron. Le dijeron que un trasplante es vida.
A la semana ingresó al lugar nueve de la lista de espera de pulmón. Un mes después se resfrió, tomó licencia y nunca más volvió al colegio. En dos meses pasó al sexto lugar de la lista; y en cinco, al tercero.
María Cristina le pidió a Dios que la ayudara, pero jamás rezó por que apareciera un donante. "Yo creo que la espera fue más dura para Jaime que para mí -dice-. Yo estaba con todas mis fuerzas luchando por sobrevivir, nunca sentí que me quedara poco. Jaime, en cambio, veía cómo me apagaba".
No era la primera vez que Mañalich se encontraba de cara a un trasplante de órganos. Mientras trabajaba en la Unidad de Diálisis del Hospital José Joaquín Aguirre, hace tres décadas, se dio cuenta de que muchos de sus pacientes se iban deteriorando y que la única solución era el trasplante de riñón. En 1985 montó la "Unidad de trasplante desde cadáver" y comenzó a vivir experiencias fuertes. Recuerda cuando se acercó a una pareja cuya hija única acababa de fallecer de muerte cerebral.
"Conversé con ellos. Porque cuando una familia se enfrenta a la muerte de un ser querido, no es como que prenda un interruptor y diga: '¡Ah, mi hija está muerta!'. Lo primero que uno tiene que hacerles entender a las personas es eso: que su hija está irremediablemente muerta. Y, desde esa convicción, armar una segunda conversación sobre la posibilidad de donar", dice. La voz se le quiebra al ministro. Luego continúa: "Oh, es algo horroroso. Estuvimos tres horas hablando. Lloramos ellos y yo". Al final, la pareja donó los riñones de su hija.
En nueve años, desde 1985 a 1994, Mañalich les pidió a 35 familias que donaran los órganos de sus seres queridos. Como nefrólogo, él siempre se enfrentó al trasplante de riñón, que ocupa más del 80% de los postulantes a órganos en la lista de espera. Sin embargo, mientras esperan (en promedio nueve meses), pueden vivir bien con la diálisis. Con otros órganos es distinto. Hoy hay 16 personas que esperan pulmón, y seis un corazón. No hay tratamiento médico que los reemplace. En promedio, no esperan más de tres meses.
En voz de ministro, Mañalich dice que "es muy difícil que en Chile alguien muera esperando un corazón o un pulmón". Cree en el sistema que lidera. Pero al rato agrega: "No se puede ser tan soberbio. Hay casos terribles, como el de Trinidad Gelfenstein o Felipe Cruzat, que recuerdan que en el trasplante siempre hay un poco de milagro".
El año en que su esposa fue trasplantada había 1.647 personas esperando órganos y sólo hubo 87 donantes. Jaime Mañalich, que era un creyente olvidadizo, volvió a rezar todos los días. Dos veces al mes va a la iglesia.
María Cristina Raffo esperó casi seis meses por un pulmón. Jaime Mañalich así cuenta esos días: "La primera vez que la llamaron (agosto) para decirle que había un posible donante, ella estaba bien, sólo con oxígeno en la noche. La segunda (octubre) estaba con oxígeno todo el día, no salía de la casa. La tercera, en noviembre, ya no podía hablar, estaba en cama. Los días que precedieron al último llamado, el que resultó, la cosa se puso muy cuesta arriba".
Los Mañalich Raffo tienen tres hijos: Juan Pablo (33, abogado), Felipe (32, publicista) y Francisco (29, músico docto). A mediados de octubre del 2011, cuando el trasplante aún era incierto, el menor viajó desde París -donde reside- a Santiago y le preguntó a su padre:
-¿Cuánto crees que le quede a la mamá?
-¿Cómo que cuánto le queda?- dijo el padre.
-Papá, la mamá como está no llega a Navidad.
Esa frase le provocó un terremoto interno a Jaime Mañalich. Hasta entonces, no se había dado cuenta de que su mujer podía morir. "Pancho me convenció de que la situación es catastrófica. A eso llega la ceguera de uno. Ser médico no te da más lucidez", dice.
Entonces, el ministro hace un mea culpa:
-Fui absolutamente torpe... porque los signos, mirados retrospectivamente, eran evidentes. Había una insuficiencia respiratoria severa...
- ¿Hay algo que no se perdone?
- Que empezamos tarde. Ya no había nada más que hacer.
El día en que el Presidente Piñera le ofreció el Ministerio de Salud, Mañalich, su mujer y sus hijos almorzaron juntos. Los padres plantearon que el desafío lo asumirían como pareja. María Cristina seguía trabajando, y aunque ya le habían diagnosticado la enfermedad, el tratamiento paliativo la mantenía estable. Salvo ir al médico una vez al mes, la pareja tenía una vida normal, unida, sin estrés.
Hoy, para cumplir con el compromiso de asumir la cartera de Salud unidos, el ministro va todos los días a comer a su casa. Trabaja desde su escritorio y a veces, por las noches, traslada las reuniones de gabinete a su comedor. "Yo lo acompaño desde la casa ahora", dice su esposa.
María Cristina Raffo tiene 58 años. El pelo castaño claro, los ojos verdes, estatura media. Pareciera que siempre sonríe. Cree en Dios y lee el Nuevo Testamento. Dice que está tranquila: "Quizás, Jaime me ha manifestado interiormente una culpa por no haberse dado cuenta...Yo creo que si me lo hubiesen descubierto antes o después, todo habría sucedido exactamente igual".
Raffo cuenta que, para cuidarse, no puede saludar de beso. Que se acostumbró a hacerlo como japonesita, inclinando la cabeza levemente hacia abajo. Tiene una carraspera que no se le quita. Cuando se siente cansada, va por el saturómetro y mide su capacidad respiratoria. Hace poco, uno de los exámenes no dio buenos resultados. Su marido sintió pánico, porque en cualquier momento el organismo de su señora podría rechazar el trasplante. Pero la biopsia salió buena. Raffo nunca ha preguntado cuál es la sobrevida de una persona trasplantada de pulmón, pero quiso que el trasplante fuera unipulmonar, porque así, en caso de que falle, puede optar a otro trasplante.
Hoy, los Mañalich Raffo hacen casi toda su vida privada dentro de la casa. Allí pasan el tiempo libre y los fines de semana. María Cristina toma unas 10 pastillas al día y, como todo trasplantado, está inmunodeprimida, lo que significa que sus defensas son tan bajas que no pueden defenderla. Por eso, el matrimonio evita los lugares públicos, las aglomeraciones, el humo, el transporte público. Cuando quieren ir al cine, compran entradas para la matiné. Si van a un restorán, eligen un lugar conocido a la hora en que escasean comensales. Cuando viajan en avión, ella usa una mascarilla que encuentra ridícula y le cubre la mitad del rostro. Si invitan a comer, nunca son más de dos personas.
De eso no se salvan ni los cumpleaños. El 7 de junio, Mañalich cumplió 58. A diferencia de años anteriores, en que por la noche hacía una gran fiesta, ahora fueron dos reuniones pequeñas. Una con la familia, otra con los amigos. Y a la hora de once.
Cuando a María Cristina le preguntan qué es lo que más extraña de su otra vida, dice que "el contacto físico con la gente, poder abrazar, tocar la piel, hacer cariño. A mis hijos y a Jaime los abrazo con moderación, siempre pienso que debo cuidarme".
Pero Jaime Mañalich no guarda distancias.
Durante el tiempo que su mujer estuvo a la espera del trasplante y también ahora, siempre han compartido la misma cama. Allí, acostado a su lado, vio cómo su mujer se iba deteriorando, adelgazaba, los labios se le ponían negros y no podía hablar.
Esta mañana de sábado, Jaime Mañalich se le acerca y se toman las manos. Ambos llevan una pulsera con la leyenda "Donar órganos es donar vida". La usan desde septiembre de 2012, mes en que plantaron un árbol en el "Bosque de los donantes", en Cerro Blanco. Cavaron la tierra en memoria de Maritza Pavez Piña: una karateca y madre de 50 años, que el 13 de noviembre de 2011 recibió un garrotazo en la cabeza de parte de su ex pareja. Falleció de muerte cerebral al día siguiente.
A las 16.30 de ese mismo 14 de noviembre, dos días antes de su cumpleaños, María Cristina Raffo recibió un llamado. Estaba tercera en la lista de espera de pulmón y el órgano de Maritza había resultado incompatible con quienes la antecedían. Raffo tenía una oportunidad y su mejor regalo de cumpleaños.
Cuatro meses antes de eso, los tres hijos habían sido duros con su padre. Le plantearon que se saliera del ministerio. "Nos enfrentaron muy duro, nos dijeron: 'Ustedes como pareja tomaron una decisión cuando el papá asumió como ministro... y éstas no son las condiciones en que hablamos eso'", dice Raffo. Ella se negó a que Mañalich renunciara.
Por mientras, el ministro se abstenía de participar de la tramitación de la nueva ley de órganos. "De manera consciente o inconsciente, uno puede contaminar la discusión", señala. Como sea, durante su gestión la donación de órganos aumentó un 56% en dos años. Enero de 2013 fue un mes emblemático: en sólo 24 horas se realizaron cuatro trasplantes.
Raffo tomó la maleta que tenía lista hace meses para partir a la Clínica Las Condes. Llevaba ropa, maquillaje, desodorante y un perfume. Dice que la preparación se parece a las tres veces que partió a la maternidad. Esta vez, eso sí, era ella la que iba a nacer de nuevo.
"Nos vemos a la vuelta", le dijo Mañalich a su mujer la madrugada del 15 de noviembre, antes de que entrara a pabellón. En la mañana, ella se despertó y volvió a sentir aromas. El día siguiente pasó su cumpleaños en la UCI con su marido y sus tres hijos.
Esa semana, Mañalich volvió a trabajar. Las horas críticas en que el organismo podía rechazar el órgano ya habían pasado. En dos semanas más, María Cristina volvería a casa.
Pero algo salió mal.
El lunes 21 de noviembre, Mañalich convocó a una reunión de gabinete a las 9 am. Sonó su celular. El doctor Sergio Valdés le dijo una frase que hasta hoy el ministro no puede recordar sin quebrarse: "Jaime, vente inmediatamente, la Cristina se nos va". Esa mañana, Raffo tuvo una embolia pulmonar y se fue a negro. Hoy, ella se recuerda tendida en el catre clínico sin poder moverse. Los médicos le gritaban para que volviera y le pidieron que hiciera una señal. María Cristina levantó el meñique.
Jaime Mañalich recuerda esta parte de la historia sentado en su oficina de ministro. Se cubre los ojos con las manos y rompe en llanto. "Fue un momento durísimo, pensé que llegaba a la clínica y encontraba a la Cristina muerta. Me fui en mi auto, manejando solo, muy rápido. No podía ver por las lágrimas".
Cuando María Cristina despertó, vio a su marido al lado.
-¿Cómo estás, flaca?- le preguntó él.
María Cristina Raffo dice que si contar su historia ayuda a que una persona se convierta en donante, para ella es suficiente. Mañalich, en cambio, sueña alto: que Chile se convierta en el líder latinoamericano en trasplantes. No descarta dedicarse a esto cuando deje su cargo. "En el futuro, vamos a tener más candidatos a trasplantes. Vamos por buen camino y en poco tiempo hemos logrado un cambio sustantivo en una política de salud pública. Pero esta cosa es de nunca acabar". La nueva Ley de Donación de Organos sigue aún en el Congreso.
El primer sábado de marzo, Mañalich entra a su casa con zapatillas y sombrero. Se acerca a su esposa. A cada rato le hace un cariño brusco tomándola de los hombros. Le da palmazos suaves en la espalda. La trata de usted, la mira con ternura, le sonríe siempre. Con la alegría del que vive una segunda oportunidad.
-¿Esta historia tuvo entonces un final feliz, ministro? ¿Se acabó el susto?
Mañalich piensa un rato. Y dice:
-La situación de la Cristina es esencialmente inestable... podría cambiar en forma relativamente brusca. Nosotros vivimos esto como una ventana, un regalo, esperando que dure lo más posible... Pero también con la claridad de que esta cosa tiene incertidumbres.
Toma a su mujer de la mano y bajan juntos por el ascensor. Luego, pasean abrazados por la calle Gertrudis Echeñique.
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