Tenía 31 años y acababa de estrenar La Remolienda, pieza clave en la historia del teatro chileno. Tal fue su éxito, que tras su debut en el Teatro Antonio Varas el 8 de octubre de 1965, el montaje dirigido por su amigo y compañero de escena Víctor Jara, y protagonizado por su futura esposa, Bélgica Castro, giró tres años por Latinoamérica y Estados Unidos. Así y todo, el actor y dramaturgo Alejandro Sieveking, su autor, vivía obsesionado con la idea del fracaso. Le temía a ser incompetente, a la pobreza. Al olvido en un medio ingrato.

Atormentado y dándose cabezazos contra la pared, Sieveking  aprovechó sus escasos ratos libres para escribir su próxima obra. Sin embargo, reconoce, jamás pensó que volvería a producir otra pieza que superara su propio éxito. Los años lo harían cambiar de parecer.

"La empecé a escribir el mismo 65, para no estar haciendo siempre la misma cosa", recuerda a sus 80 años, en su departamento frente al cerro Santa Lucía. "La primera versión se llamaba Despídete al entrar, y era muy Harold Pinter. La leyeron en el Instituto del Teatro de la Universidad de Chile -actual Teatro Nacional Chileno-, y dijeron que efectivamente lo era, y pensé: 'Qué barbaridad, ¿cuál ha sido el error?' (ríe). La revisé un año entero hasta que desapareció todo rastro de su influencia. Recién ahí la entregué".

Finalmente la tituló Tres tristes tigres, y se convertiría en otro clásico. La historia transcurre en un departamento en el centro de Santiago a mediados de los 60, y tiene a tres personajes enlazados por la miseria: Rudi, un hombre aparentemente elegante, y quien procura zafarse de sus deudas; Tito, su empleado, cuyo único objetivo es que su jefe lo ascienda; y Amanda, hermana de Tito, una bailarina de club nocturno y prostituta ya mayor para el oficio, quien intenta seducirlo para quedarse allí y pedirle dinero.

"Es como una pirámide", dice Sieveking. "En la cúspide está la dueña del departamento, Alicia, el cuarto personaje que agregué para reforzar la estratificación. Amanda, en cambio, está en la parte inferior", agrega.

Previo al debut en Santiago en junio de 1967, bajo la dirección de Nelson Villagra, se presentó en el Teatro Municipal de Puerto Montt, donde desató el escándalo por el lenguaje audaz y su crítica a tajo abierto a la sociedad chilena. Hasta allí llegaría un joven puertomontino de 26 años, estudiante de derecho y futuro cineasta: Raúl Ruiz. El texto lo obsesionó tanto, que al año siguiente lo llevó al cine con el mismo título. Fue su primer largometraje, y a pesar de la escasa repercusión comercial, obtuvo buenas críticas en todo el mundo. Décadas más tarde, la academia lo rescataría como uno de sus mejores trabajos en Chile, y en 1969 ganó el Leopardo de Oro en el Festival de Cine de Locarno en Suiza.

"Me gustó, pues es una gran película, pero Raúl Ruiz tenía ese afán y porfía de manosear los textos. De una u otra forma, sentí que contradijo lo que yo quería decir como autor", afirma Sieveking. "La primera parte era muy Ruiz: muestra a Amanda y a otro personaje deambulando por bares y calles de Santiago, y en la obra el encierro claustrofóbico simboliza la nula capacidad de avance. Además, hay una pelea a combos entre Rudi y Tito que nunca encajó con el texto, pero nunca lo conversamos".

"Ruiz usó la obra de Alejandro Sieveking para hacer una película de Raúl Ruiz, igual que como hizo con Palomita blanca. Eso era algo muy de él. Aún así el texto es profético", dice el actor y director Willy Semler, sentado justo en frente. "Dice que este es el único país que se salva de una guerra atómica, y Amanda, como varios chilenos, vive pendiente del horóscopo. Dice algo así como, 'si usted da felicidad, recibirá felicidad'. Eso es muy Pilar Sordo, muy de El secreto, como una pildorita".

Semler tomó el texto hace dos años y hace una semana la mostró en el Teatro Municipal de Maipú, con Remigio Remedy, Patricia López, Erto Pantoja y Kiki Rojo en el elenco. El martes llegará al CA 660 y luego itinerará por Santiago y regiones.

"Es una obra que no se puede intervenir, sino solo interpretar", dice Semler. "No le movimos ni una coma y la ambientamos en los 60 para acentuar el efecto de que Chile no ha cambiado en 50 años, las apariencias sí. Hoy uno no distingue ricos de pobres, pues la ropa usada camufló todo, pero el espíritu es el mismo: nos hicimos llamar los ingleses o jaguares de América Latina, pero ese es solo un afán aspiracional y arribista".