El necesario silencio de los periodistas
Escribo el jueves en la tarde, antes del primer debate con todos los candidatos presidenciales. Como la mayoría de los chilenos, espero con anticipación el intercambio de ideas entre los postulantes a la Primera Magistratura. Quiero saber qué piensan sobre los problemas más importantes del país, sobre los desafíos de la nación. ¿Cómo enfrentarán la nueva revolución tecnológica y sus efectos sobre el empleo y la competitividad? Le comento el tema a un amigo, quien me mira con escepticismo. Luego me dice: "No te hagas ilusiones". Agrega que es poco lo que podrán decir. Le encuentro razón, y apuntó que habiendo tantos candidatos es muy difícil que se produzca una conversación a fondo.
A mi amigo le da un ataque de risa. "No", me dice, "el problema no es que sean muchos. El problema es que los periodistas no los dejarán hablar. Las preguntas serán extremadamente largas y alambicadas. Y cuando el candidato o la candidata quiera contestarla, serán interrumpidos en forma agresiva, casi soez, por los encargados de guiar el debate".
Le digo que no exagere. Pero la verdad es que me deja pensativo, y decido mirar en internet los debates anteriores; también entrevistas, con y sin participación del público. Como en otras ocasiones, mi amigo tiene razón. Más que debates o entrevistas, muchos de esos certámenes parecen ataques furibundos de parte de periodistas agresivos. Ha sido así con todos los candidatos y candidatas.
Entonces recordé lo que dijo hace unos días Mónica González, en Buenos Aires: es fundamental que los periodistas se desprendan del ego para hacer su labor, que entiendan que lo importante es la noticia o el entrevistado y no ellos mismos.
De todas las entrevistas que he visto en mi vida, en televisión, en radio y en documentales, la más impresionante, la que quedó indeleblemente grabada en mi memoria, es la que se le hizo a Robert McNamara, el secretario de Defensa de los Estados Unidos durante la guerra de Vietnam. Es un documental extraordinario, titulado Las nieblas de la guerra (The fog of war). El único personaje de este filme es McNamara. Esto es tan cierto, que nadie recuerda quién o quiénes fueron las personas encargados de elaborar las preguntas.
Un "bad hombre"
Para mucha gente de mi generación, Robert McNamara fue el prototipo del "hombre malo". En 1960 fue nombrado secretario de Defensa por el Presidente John Kennedy. Como tal estuvo a cargo de la escalada de la guerra de Vietnam. Fue bajo su mandato que el número de tropas estadounidenses aumentó enormemente -de tan sólo 900 asesores, a más de 16.000 tropas de combate-, y fue él quien dio las órdenes de bombardear en forma generalizada los territorios del norte, incluyendo aldeas y pueblos, para doblegar el espíritu de los vietnamitas.
Antes de llegar al gobierno, McNamara había sido un alto ejecutivo -incluso gerente general- de la Ford Motor Company. En ese puesto demostró todo su talento de gestión. Sistematizó el control de costos, introdujo procesos bien definidos y logró aumentar fuertemente la productividad de la compañía. Pero hizo todo esto con un alto costo para la convivencia dentro de la empresa. Entre otras cosas, con sus exigencias y su preocupación a ultranza por la eficiencia, se ganó un fuerte rechazo de parte de los sindicatos.
Hay un momento para cada cosa, hay espacios e instancias para la investigación y el periodismo de denuncia, y hay otras instancias donde lo que corresponde es la modestia, el silencio relativo, la mesura; dejar que sean los candidatos quienes hablen y sean los protagonistas ante las cámaras y los micrófonos.
Aun antes de eso, durante la Segunda Guerra Mundial, McNamara trabajó en el comando estratégico de la Fuerza Aérea con el grado de teniente coronel. Ahí utilizó todos sus conocimientos de ingeniería y de modelos de optimización para mejorar la eficiencia de los bombardeos de los Estados Unidos en Alemania, y especialmente en Japón.
A principios de 1968, durante la administración de Lyndon Johnson, renunció a su puesto en el Departamento de Defensa. Johnson lo nombró presidente del Banco Mundial, lo que fue extremadamente controvertido entre los opositores de la guerra de Vietnam. Para ellos era una gran paradoja que el arquitecto de ese absurdo conflicto estuviera ahora a cargo de las políticas multilaterales para terminar con la pobreza y promover el desarrollo económico.
Lo más sorprendente del documental Las nieblas de la guerra, lo que lo hace increíblemente efectivo, es que las preguntas que se le hacen a McNamara nunca aparecen en forma explícita; no las escuchamos, ni aparecen escritas en la pantalla. Es un documental repleto de respuestas, pero sin preguntas.
El hombre, ya anciano, está sentado en una silla de respaldo recto, contra un fondo de color blanco. Tiene las manos sobre las rodillas y la mirada fija en la cámara. Habla. Está contestando una pregunta, pero nosotros, el público, no sabemos cuál es la pregunta, no la hemos escuchado. Pero en la medida en que la respuesta avanza, nos damos cuenta de cuál es el tema y podemos concentrarnos completamente en lo que McNamara tiene que decir.
Cuando termina de hablar sobre ese tema, se produce una pausa en la grabación. Un corte, un momento donde se muestra tan sólo el color blanco de la pared de fondo. Luego el entrevistado -pero no así el entrevistador- aborda un nuevo tema. Fuera de cámara el periodista le ha hecho una nueva pregunta, y McNamara empieza a responder nuevamente.
Lo que hace que este documental sea inolvidable es la combinación del silencio de los periodistas y de las respuestas que da McNamara. Algunas respuestas son breves, otras más largas y aún otras son extensas, ya que el ex secretario de Defensa quiere explicar por qué en cierto momento actuó de una determinada manera.
El hecho de que los periodistas no aparezcan en el documental, ni que sepamos sus preguntas, no le hacen la vida fácil a McNamara. Al contrario, al final el público sale de la sala convencido de que su actuación pública fue reñida con la moral, fue oscura y les hizo mucho daño a su país y al mundo.
Quizás el momento más impresionante es cuando habla de la Segunda Guerra Mundial, del rol que él y su unidad analítica jugaron en la planificación de los bombardeos a Tokio. Dice, con su voz de barítono, y en una forma pausada que denota cansancio, que los ganadores de una guerra son los que deciden a quién juzgar y qué actos considerar criminales. Agrega que si Estados Unidos hubiera perdido esa guerra, sin ningún lugar a dudas, él y sus colaboradores hubieran sido declarados criminales de guerra y juzgados como tales. El bombardeo de Tokio con bombas incendiarias fue un crimen contra la humanidad. Es un momento escalofriante, y cuando termina de decirlo, McNamara se queda en silencio. El periodista también.
El calor del silencio
Se dirá que el rol de los periodistas es hacer preguntas difíciles, investigar, sacar a la luz pública los pecadillos de quienes aspiran a conducir un país o a tener importantes puestos públicos.
Desde luego, eso es verdad.
Sin embargo, hay un momento para cada cosa, hay espacios e instancias para la investigación y el periodismo de denuncia, y hay otras instancias donde lo que corresponde es la modestia, el silencio relativo, la mesura; dejar que sean los candidatos quienes hablen y sean los protagonistas ante las cámaras y los micrófonos. Ese es el objetivo de los debates políticos. Es informar a los ciudadanos sobre las ideas en pugna. Dejar que los candidatos, reunidos en un mismo escenario, hablen y traten de seducir a los ciudadanos. Los debates políticos no son para que los periodistas se roben el foco de luz. Recordemos que fue, justamente, Mónica González, una de las más grandes periodistas investigadoras de este país, quien recientemente habló sobre la necesidad de que los periodistas controlen su ego y su afán de figuración. Hay momentos para hablar y momentos para el silencio.
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