Un edificio con una puerta de ingreso de varios metros, un par de conserjes derrotados por el tedio y una fachada idéntica a la de cualquier inmueble capitalino repartido en el sector céntrico: así es la construcción que hoy se alza en el lugar antes ocupado por la discoteca Laberinto, uno de los mayores epicentros de la música chilena en los 90, situado en Vicuña Mackenna casi esquina Coquimbo y que en poco más de una década albergó presentaciones de La Ley, Lucybell, Javiera y Los Imposibles, Venus, Fun People y Zucchero, aparte de lanzamientos de programas de televisión.

Un teléfono que suena descolgado y otro que marca llamando, pero sin que jamás alguien conteste del otro lado. Esa era la respuesta que recibe cualquiera que telefoneara los números de contacto que aparecen en la web del Club Chocolate, situado en el barrio Bellavista, antes conocido bajo los históricos nombres de Tomm Pub y Rockola, y que desde marzo está clausurado por la Municipalidad de Recoleta, aunque tramita su reapertura para las próximas semanas.

De algún modo, la desaparición de la discoteca Laberinto y el cierre temporal del Club Chocolate ilustran el complejo presente de los sitios más insignes de la escena musical chilena en los últimos 20 años: muchos se esfumaron para siempre, otros resisten entre las quejas de los vecinos y la mirada municipal, y el resto ha debido reformular su oferta ante la fuga de público y la rápida proliferación en los últimos años de reductos con mejores condiciones, como el centro cultural Amanda o el GAM, en un panorama muy distinto al de mediados de los 90 (como excepción asoma la discoteca Blondie, aún con una cartelera actual y dinámica).

Otro de los espacios que mejor representa ese trance es, quizás, el más reconocido de todos: La Batuta, situado en plena Plaza Ñuñoa y que a principios de septiembre celebró sus 24 años, aunque lejos de la trascendencia de sus mejores días. Inaugurado en 1989, durante poco más de una década fue el mayor -y en un principio el único- referente a la hora de hablar de música en vivo en la noche santiaguina, con un escenario por donde pasaron nombres como La Ley, Los Tres, Criminal, Joe Vasconcellos, Los Bunkers o Charly García.

Con el dominio de otros recintos más grandes, en el último decenio ha enfrentado una encrucijada: seguir siendo rentable y atractivo sin tener la capacidad de fichar a los créditos más sobresalientes de la escena local. "Entonces, ahí vimos que una opción era traer bandas tributo", cuenta su socio fundador, José Manuel Iribarren, en torno a la especialidad de la casa: de un promedio de 20 espectáculos que se hacen al mes, su tercera parte se remite a bandas que replican un cancionero ajeno.

Según Iribarren, el lugar tiene un modelo de negocio donde reparte las ganancias con el artista -70% para el músico y 30% para ellos-, por lo que necesita números que aseguren venta de entradas. "Los grupos más conocidos se han ido a sitios donde pueden meter casi mil personas, nosotros sólo tenemos capacidad para 300. Entonces, en vez de presentaciones de bandas nuevas en que muchas veces cuesta que la gente llegue, traer tributos nos asegura más público", dice.

Aunque La Batuta resiste bajo un presente con altibajos, la discoteca Laberinto, que nació en 1995, desapareció bajo la indiferencia y cierto sino trágico. Con tres escenarios y una capacidad para 2500 asistentes, el lugar vivió su declive a partir de 2003, cuando su dueño y fundador, Rodrigo Fuenzalida, sufrió la muerte de su hermano y su madre. En medio de ese luto, la propiedad culminó su contrato de arriendo, por lo que, sin aviso, los dueños se la vendieron a una empresa inmobiliaria y le dieron un plazo de tres meses para abandonarla. "Y a las seis de la mañana de un día de ese mismo año la demolieron. Me dio mucha pena, porque no sólo fue un lugar que le dio espacio a toda clase de conjuntos, sino que también reunía a todo tipo de gente", opina Fuenzalida, hoy director ejecutivo de una productora de eventos.

La discoteca Oz del barrio Bellavista también funcionó como una suerte de rompecabezas de estilos: "Era súper vanguardista, tenía lo último en iluminación y tecnología y convocaba gente que no tenía cabida en otros lados y expresiones como el teatro, la danza, el diseño", puntualiza Jacqueline Taulos, su dueña, en torno al lugar ubicado en Chucre Manzur, hoy rebautizado como Centro de Eventos Bellavista y que, por razones que también apuntan a lo financiero, se ha diversificado como espacio para grabar comerciales o levantar fiestas centradas en los 90. Casi un guiño involuntario a la época donde estos sitios emblemáticos reinaban sin contrapesos.