Masný, Nehoda, Ondrus y Jurkemik habían convertido sus lanzamientos para Checoslovaquia, mientras Bonhof, Flohe y Bongartz habían hecho lo propio en las filas del bando alemán; pero el cuarto disparo teutón, el de Hoeneß, acababa de perderse por encima del arco custodiado por Ivo Viktor. Era noche cerrada en Belgrado cuando Antonín Panenka, desconocido centrocampista del Bohemians 1905, situó la pelota sobre el punto fatídico y sintió sobre sus hombros todo el peso del mundo.
Retrocedió entonces unos cuantos metros hasta situarse fuera del área, aguardó la confirmación del italiano Sergio Gonella y, tras tomar una larga carrera hizo, sencillamente, algo que nadie había hecho antes, que ningún futbolista se había atrevido a intentar jamás. Amagó con definir a la derecha, y cuando el legendario arquero Sepp Maier se venció hacia su lado izquierdo, introdujo simplemente la punta de su bota bajo la pelota, picándola con sutileza y dirigiéndola hacia el mismísimo centro de la portería. Y el balón, en vuelo lento, eterno, se introdujo a media altura en el pórtico alemán. Fue entonces, apenas una fracción de segundo antes de que la pelota volviese a tomar tierra, cuando Panenka levantó sus dos brazos al cielo en señal de triunfo. Y el Pequeño Maracaná, que había enmudecido durante el temerario ejercicio de sencillez del espigado volante, pudo rendirse ante su nuevo monarca.
La modesta Checoslovaquia de Vaclav Jezek acababa de lograr una gesta incomparable; doblegar a la poderosa República Federal Alemana de Helmut Schön, que ostentaba a esas alturas el cetro continental y planetario, y proclamarse campeona de Europa por primera y hasta hoy única vez en su historia.
Aquella noche del 20 de junio de 1976, durante la final de la Eurocopa de Yugoslavia, Panenka logró algo que muy pocos jugadores han sido capaces de lograr; desafiar los convencionalismos, redefinir los límites del fútbol y conseguir implantar un nuevo estilo: el suyo. Porque 40 años después de aquel recordado encuentro, patear un penal del modo en que lo hizo el anónimo centrocampista en el Stadion Crvena Zvezda de Belgrado, sigue siendo patear un penal en su nombre.
Nacido el 2 de diciembre de 1948 en Praga, nada hacía presagiar que Antonín Panenka, surgido de las categorías inferiores del Bohemians y diplomado en hostelería, terminaría convirtiéndose en el héroe de aquella final. La inclusión del volante en la nómina de una selección integrada, en su mayoría, por futbolistas de ascendencia eslovaca, no había generado siquiera demasiado ruido. Pero esa iba a ser una de sus principales fortalezas. "Yo entrenaba de forma regular los penales al final de los entrenamientos con nuestro arquero Zdenek Hruska, en Bohemians. Y apostábamos pequeñas cantidades de dinero, una cerveza o una tableta de chocolate en cada penal. Zdenek solía detener mis tiros, pero se tiraba sistemáticamente a la derecha o a la izquierda, así que descubrí que si le engañaba y tiraba suavemente al centro, no tenía ninguna posibilidad de atajarlo", llegó a desvelar, tiempo después, el inventor de aquel golpeo.
El desarrollo de su técnica, cultivada desde 1975, había sido el resultado de un meticuloso trabajo de entrenamiento gestado a orillas del río Moldava, al este de ese telón de acero que en aquel controvertido contexto histórico de los años 70, separaba a la Europa occidental y capitalista -que a su modo encarnaba, precisamente, la RFA- de la que se encontraba todavía bajo la influencia y el yugo soviético, y a la que pertenecía la entonces República Socialista de Checoslovaquia.
Lo más curioso de todo es que el talentoso volante del bigote chevron ya había anotado un gol prácticamente idéntico en un duelo clasificatorio para el certamen, disputado ante Francia, ganándose de paso el apelativo del Poeta del Fútbol dentro del circuito de la prensa gala. Pero eran muy pocos en occidente quienes habían oído hablar de él alguna vez, quienes podían, por tanto, imaginar siquiera una definición de aquella naturaleza en una instancia tan importante.
A la final del 20 de junio, Checoslovaquia había llegado reforzada tras superar a la Naranja Mecánica de Johann Cruyff en el alargue del duelo de semifinales. Pero en el partido de definición aguardaba nada menos que la Alemania de Franz Beckenbauer, consagrada campeona europea en Bélgica 72 y mundial, dos años más tarde, en su propia cita planetaria.
Los tantos de Svehlik y Dobias, rubricados en los minutos 8 y 25, asfaltaron el camino del combinado checoslovaco, pero el descuento de Dieter Muller, en el 28, y el agónico empate de Holzelbein, en el 89, terminaron por conducir el partido a la prórroga. Fue en la tanda de penales, ante 30.790 espectadores, donde emergió la figura de Panenka. "Un penal así sólo puede ser obra de un genio o de un loco", llegó a afirmar, a propósito de aquel particular lanzamiento, el mismísimo Pelé. Y puede que el checo fuera ambas cosas.
En 1979, en partido clasificatorio para la Eurocopa de 1980, Panenka batió desde los doce pasos al cancerbero francés Dominique Dropsy. Y lo hizo a lo panenka. Pero en el Mundial de España de 1982, el centrocampista anotó dos tantos de penal, contraviniendo en ambos su patentado estilo.
Hoy, el hombre que erró tan solo una pena máxima de las 30 que llegó a ejecutar a lo largo de su larga carrera deportiva; el inmortal 7 al que jamás le tembló el pulso en la ruleta rusa; y el que ingresó en la historia por la osadía, la extravagancia y la innegable belleza plástica de su lanzamiento penal, tiene 67 años y es el presidente honorario de su club de formación. "Mucha gente me pregunta si lo hice para hacerme famoso, pero no es el caso. Lo vi como la forma más fácil de marcar el gol decisivo. No esperaba entrar en la historia del fútbol", reconoció, con modestia, esta misma semana el ex jugador, cuya particular técnica desde los doce pasos no es sólo la más famosa y revolucionaria de todos los tiempos, sino también la más imitada.
A medio camino entre la excentricidad y la excelencia, el sutil engaño, el maravilloso truco final perpetrado por Antonín Panenka en Belgrado, cumple hoy 40 años. 40 años de tributos, de homenajes felices y fallidos, de riesgo y de belleza.