Hasta la irrupción de Lula da Silva en la presidencia, hace 11 años, Brasil era un gigante durmiente inmerso en la pobreza. Su llegada espoleó y catapultó al país, que pasó de ese estado basal a transformarse en un agente internacional activo y protagonista. Hoy día, con la presidenta, Dilma Rousseff, al mando es la sexta potencia económica del planeta. Una nación poderosa, puntera en biotecnología y rica en materias primas como minerales, soja y carne. Sin embargo, Brasil es un ente muy contradictorio. De forma paralela a su crecimiento se ha desarrollado el descontento generalizado en la sociedad, hastiada de la corrupción, la inseguridad y el aumento disparatado de la inflación. Frente al nacimiento de una nueva clase media con mayor capacidad adquisitiva, inquieta y protestona, más exigente, late todavía una pobreza resumida en los casi dos millones de personas que viven tiradas en las calles. Considera ese nuevo estrato social que se vive bien y que el país ha evolucionado, pero que se podría vivir todavía mucho mejor.
La mecha prendió hace casi un año, cuando se incrementó en 20 centavos (0,07 euros) el precio del transporte público en São Paulo. Hasta 1,2 millones de personas tomaron la Avenida Paulista, la arteria principal, para protestar.
Su expresión se acentuó en torno a la Copa Confederaciones de fútbol y desde entonces envuelve a la Copa del Mundo que arrancará el próximo 12 de junio en la capital paulista. Brasil, un país que adora la pelota, rechaza ahora un Mundial. "Amamos el fútbol. ¿Cómo no vamos a querer que la Copa se celebre aquí? El problema es el dinero que se ha invertido. ¿Qué sentido tienen las 12 sedes? ¿Y la de Manaos? Después del torneo, allí no va a jugar nadie", denuncia Eduardo, torcedor del Santos, bajo un sol de justicia en los aledaños del estadio Pacaembu.
Las obras de construcción o reforma de los recintos que albergarán los partidos del Mundial, cifradas al principio en 800 millones de euros, superan ya los 2.700. Una inversión total superior a la que efectuaron Alemania 2006 y Sudáfrica 2010 juntas.
A pesar de que el Gobierno intente camuflarlo, el malestar es evidente. Está ahora mismo soterrado, pero basta con recorrer alguna ciudad para encontrar mensajes contrarios a la cita. "Não vai ter Copa" [No habrá Copa], reza un cartel instalado en los bajos del edificio Martinelli, en el corazón financiero de São Paulo. La indignación también se manifiesta en la conversación de cualquier boteco (taberna). "Es la Copa de la élite, de los ricos, de la FIFA. Existen otras prioridades", dice Jô, vendedor del colorido mercado municipal. El presupuesto para el torneo asciende a unos 10.000 millones de euros. El mayor desembolso en la historia de estos eventos. Un 10% más de lo estipulado en un inicio. Sin embargo, persisten los problemas de infraestructura en todo el país. Los proyectos de movilidad urbana, indispensables en un estado en el que el tráfico en un problema endémico, casi no han avanzado. Los aeropuertos están inacabados y se colapsan con facilidad. El precio de los servicios se encareció en 2013 en un 8,75% y el dispendio del dinero público enerva a los habitantes, que reclaman más recursos para la educación y la sanidad.
Este año, las movilizaciones no se han detenido. Eso sí, la afluencia de los participantes se ha reducido de forma considerable. A finales de enero, unas 2.500 personas tomaron parte en la jornada de protestas de São Paulo. Un joven resultó herido de bala por la policía y se produjeron 128 arrestos (de los 143 detenidos en Brasil). La semana pasada, el balance fue de 1.000 manifestantes y 54 detenidos. La causa de la disminución de los participantes no es otra que la violencia. Durante los actos en la Copa Confederaciones 2013, el grupo Black Bloc se infiltró entre los manifestantes e impuso su discurso anarquista con la quema de símbolos, ataques a entidades bancarias y enfrentamientos directos con las fuerzas del orden.
La mayoría del pueblo quiere desmarcarse. "El sentimiento de que vamos a tener una gran fiesta comienza a predominar", arguye la vicealcaldesa de la ciudad, Nádia Campeão. "Defenderemos las manifestaciones pacíficas y actuaremos contra las violentas. En Europa y Rusia hay guerras civiles. ¿Cómo no va a haber problemas aquí? Somos un país pacífico y tolerante, pero existe una desigualdad importante. Brasil tiene 16.000 kilómetros de fronteras, pero no libramos ninguna guerra con nadie", defiende el ministro de Deportes, Aldo Rebelo, ante un grupo de periodistas invitados a Brasil.
La seguridad es uno de los puntos que más inquieta al Gobierno brasileño. Por ello ha diseñado un complejo entramado que integra a las 12 ciudades que acogerán el Mundial y en el que participarán 180.000 agentes, un número récord. La célula principal está fijada en Brasilia. Se activará el 23 de mayo y permanecerá hasta el 18 de julio, cinco días después de la Copa. Trabajará 24 horas al día y su coste es de 260 millones de euros. Junto a Río y Salvador, que recibirán la mayor cantidad de visitantes, preocupa sobremanera el foco de Belo Horizonte. Allí instalará su cuartel general Argentina (Messi ya ha alquilado una lujosa villa para sus familiares por valor de 55.000 euros, en el lujoso complejo de Lagoa Santa, donde vive Ronaldinho) y hasta ahí se desplazarán alrededor de 600 barras bravas, con un amplio historial delictivo, liderados por el jefe de la de Independiente.
El gran conflicto, el quiste, subyace sin embargo en casa. Con las elecciones presidenciales del 5 de octubre y los Juegos de Río 2016 en el horizonte, la popularidad de Rousseff ha caído en picado. El Mundial y la cita olímpica requerirán un gasto total de unos 19.000 millones de euros. En contraposición, el impacto económico será limitado, según un informe de la agencia Moody's. De los 600.000 turistas que se esperan, la expectativa ha disminuido a la mitad. Solo la hostelería, el comercio y la alimentación, por un periodo breve, sacarán tajada.
"La FIFA sí que está haciendo negocio. Hasta ahora, sus ingresos se estiman en unos 1.000 millones de euros. Una encuesta reciente efectuada por el instituto Datafolha revela que el 55% de los brasileños cree que el Mundial traerá consigo más perjuicios que beneficios. Solo un 36% se muestra optimista. "Nací en 1958. ¡Claro que quiero que el Mundial se celebre aquí! Todos sabemos que el país no está del todo preparado, pero es nuestra oportunidad de demostrar al mundo cómo somos. Aunque hayamos dejado todo para el final, como casi siempre, organizaremos una Copa del Mundo espectacular", señala João, vendedor de helados en el parque de Ibirapuera.
Son las dos caras de Brasil, un coloso paradójico. Aquel país que venera el fútbol y ese otro que ahora reclama más atenciones. Las brasas siguen incandescentes. Al menos hasta que ruede el balón y salte al césped su ejército más reconocible. El futbolero, la todopoderosa Canarinha.