Cristina Kirchner está en campaña para las elecciones legislativas de este año en la Argentina con un nuevo partido y pretensiones de hacerles la vida difícil a Mauricio Macri, al peronismo, a los jueces y fiscales que se ocupan de su horizonte penal y a los intelectuales y periodistas argentinos que atacan su populismo. No está claro si su sentido de lo posible incluye la ambición de ser candidata presidencial en 2019, pero todo sugiere que será, tras el lanzamiento de su nuevo partido y el mitin multitudinario con que lo presentó en sociedad, un factor perturbador de la política argentina.

No lo había sido tanto en el último año y medio, bajo el gobierno de Macri, porque estaba atrapada en la telaraña de su situación judicial, la pugna con otras corrientes del peronismo y la desmoralización anticlimática de su salida del poder. Pero ahora ha roto con el Partido Justicialista para montar tienda aparte (la ha bautizado Frente Unidad Ciudadana). Ha entendido que no irá a la cárcel aunque la sigan citando a declarar y eventualmente la condenen por algo, y que no existe una oposición organizada, por lo que se le abre, de cara a las legislativas de octubre, la posibilidad de una resurrección política.

Resurrección política no quiere decir ganar las elecciones, algo que no está entre sus opciones realistas, sino establecer una presencia, hacerse líder de oposición, tener una bancada propia en el Congreso y convertirse en el polo de referencia de los enemistados con el gobierno.

Lo primero que ha hecho la señora K es inteligente: poner todos los huevos en la canasta del conurbano bonaerense, específicamente en el sur y el suroeste de esa zona electoralmente importante que rodea la capital del país. Allí está la gente más pobre, brutalmente golpeada por la herencia del kirchnerismo pero políticamente leal a ella, para la cual este año y medio ha significado un agravamiento por los aumentos de tarifas que decretó el gobierno (precisamente para tratar de corregir esa herencia) y la inflación de precios, que sólo en el último mes se ha desacelerado pero que hasta hace pocas semanas seguía a un ritmo elevado.

El envite de Cristina se ha hecho pensando en matar dos pájaros de un tiro: al peronismo, es decir a su propia familia política, y a Macri, el gran enemigo. Estaba claro, desde que salió del gobierno, que ella no lograría hacerse fuerte dentro del peronismo, muy reacio a seguir mostrándole lealtad dada su impopularidad a escala nacional y la funesta herencia económica y política, que será para ella un lastre muy difícil de dejar atrás por muchos años. Su principal rival, en esa agrupación que es una suma de facciones enfrentadas, es Florencio Randazzo, ex ministro del kirchnerismo, que aspira a ser candidato en las presidenciales de 2019. Como no podía derrotarlos internamente ni a él ni a los otros aspirantes, Cristina rompió con el peronismo oficial y pasó a ser su competidora directa.

La gran batalla, como suele ocurrir en la Argentina, se dará en la provincia de Buenos Aires, donde fue dominante el peronismo desde los años 80 hasta 2015, cuando María Eugenia Vidal, de la agrupación de Macri, ganó las elecciones para la gobernación. En la provincia Vidal es todavía muy popular (lo es también en el resto del país, por cierto), pero en las zonas pobres de conurbano bonaerense Cristina tiene su bastión. En las legislativas de este año, en las que se renovará un tercio del Senado y cerca de la mitad de la Cámara de Diputados, la gran atención estará puesta en la provincia de Buenos Aires, que contiene al conurbano y que representa casi el 40% del voto nacional. Si la lista del partido nuevo de Cristina hace un buen papel, logrará opacar al peronismo (primer objetivo), obtener una bancada leal a ella (segundo objetivo) y fijar los términos de la política argentina (tercer objetivo) como una confrontación entre dos personas y dos modelos: Macri y el salvaje, desalmado liberalismo, de un lado; del otro ella, la "candidata de los pobres".

Para situarse como líder de oposición tiene como obstáculo, además del peronismo oficial, es decir el Partido Justicialista, a otra corriente peronista a la que necesita opacar: la que lidera Sergio Massa, el disidente que la desafió cuando era Presidenta y que, a pesar de haber apoyado (con reservas y algo de ambigüedad) a Macri, está a la espera de un espacio que le permita proyectarse como figura presidenciable para 2019. Su Frente Renovador también será un blanco para Cristina en las legislativas porque, si obtiene en ellas un buen resultado, le habrán servido para dejar a atrás a este otro estorbo.

Todo ello, por supuesto, configura un escenario ideal para la ex presidenta. Pero Cristina enfrenta varios problemas para que ese cuento de hadas se materialice. El primero es que la división del peronismo en tres corrientes (el Partido Justicialista, el Frente Renovador y su Frente Unidad Ciudadana) juega a favor de Macri y el oficialismo, agrupado en Cambiemos, que reúne al Pro, el partido del Presidente, a la histórica Unión Cívica Radical y a otros grupos e individualidades de cierto perfil. A menos que Cristina logre que el peronismo oficial se pliegue a ella en el último momento, algo muy improbable, esta división tiene visos de agravarse, pues la competencia por el liderazgo de la oposición se va a intensificar en la campaña.

Un segundo factor que juega en contra de Cristina es su enorme impopularidad fuera del sur y el suroeste del conurbano. La corrupción, la herencia económica y el contraste razonable que marca con ese legado la gestión de Macri -a pesar de la lentitud de la recuperación- suponen un callejón sin salida para su proyecto. Esto no implica que ella no pueda hacer un papel decoroso en la provincia bonaerense por las razones mencionadas y, por tanto, que gane puntos contra las otras dos corrientes peronistas. Pero sí significa que el mediano y largo plazo, salvo una gran impopularidad de Macri en el tramo final de su gobierno que no parece probable, no ofrecerán demasiado espacio para que su discurso radical y populista conquiste a una masa crítica.

Macri tiene todavía alrededor del 50% de aprobación (algunas encuestas le dan incluso más), cifra que en la América Latina de hoy es alto. Todo apunta a que en las legislativas logrará ampliar modestamente su representación parlamentaria actual, con lo cual no dejará de ser minoría en el Congreso pero podrá lograr apoyos suficientes para sus proyectos. ¿Por qué? Por una razón que pertenece al mundo de la psicología antes que al de la política: el peronismo se pliega al ganador aunque sea un antiperonista si encuentra cómo hacerlo. En algunos casos esto tiene que ver con necesidades presupuestarias de las provincias e intendencias, en otros por la necesidad de desmarcarse de una herencia electoralmente nefasta y en ciertos casos sencillamente porque hay afinidad con el gobierno.

Varios gobernadores peronistas -por ejemplo en Salta, Córdoba y Tucumán- tienen hoy buena relación con el gobierno de Macri. Si el oficialismo logra una victoria en las legislativas y amplía, aunque sea por poco, su bancada actual, es previsible que tanto fuera como dentro del Congreso se produzca un efecto centrípeta por el cual el presidente atraiga hacia él a algunos líderes y dirigentes del peronismo enfrentados o recelosos de Cristina a la que vez que necesitados de tener vasos comunicantes con el gobierno federal.

La intuición le dice a Cristina que para evitar esto debe desgastar a Macri aprovechando la lentitud de la recuperación económica. El tiempo, sin embargo, juega contra ella porque, después de un año y medio muy complicado, hay síntomas de mejoría significativos. El crecimiento del PIB, este año, será de entre 2,5 y 3%; en ciertas áreas, como las actividades relacionadas con el agro y la energía, el ritmo es bastante más veloz. El consumo sigue frenado, lo que es inevitable dado que el gobierno tuvo que aumentar las tarifas para sincerar los precios, y la inversión privada no ha tenido todavía el dinamismo que se esperaba. Pero ahora que la inflación por fin empieza a amainar (ha caído de 30% a un 20% en términos anualizados, lo que es alto pero indica una clara tendencia declinante por primera vez en mucho tiempo) y que Macri parece encaminarse hacia una victoria, podría venir un periodo de mayor inversión.

Los agentes económicos no esperan que Macri logre tener una mayoría en el Congreso porque en la actualidad sólo controla un tercio de ambas Cámaras. Pero sí quieren señales claras de gobernabilidad y de que Macri tiene una base suficiente para mandar. Con una victoria que amplíe modestamente su bancada será suficiente para que Macri tenga despejado el camino político de aquí a 2019, cuando tratará de ser reelecto (algo que la Constitución ya permite).

Es esto lo que Cristina quiere a toda costa tratar de detener porque sabe que el éxito, o incluso la supervivencia cómoda, de Macri es también su tumba política. El grupo del que está rodeada, en gran medida proveniente de La Cámpora, la facción peronista radicalizada y quintaesencialmente populista, tiene la misión de devolverle al kirchnerismo un espacio desde el cual ponerle todos los palos en la rueda posibles a Macri. Por ello veremos, durante la campaña, el retorno del discurso populista más extravagante en una Argentina donde a pesar de la dificultad del gobierno para hacer reformas de fondo ha habido en el último año y medio una moderación del debate público tanto en la forma como en el fondo.

Quizá no sea una mala cosa para la Argentina. Dicen algunos -por ejemplo, el analista Joaquín Morales Solá, de La Nación- que Macri siente que sólo cuando derrote a Cristina directamente será presidente de su país. Yo ampliaría la observación: sólo cuando Macri derrote directamente al populismo en su versión más extrema, que es la de Cristina, se habrá terminado el ciclo populista en la Argentina. Las legislativas de este año, en las que se enfrentarán dos visiones de país muy distintas, serán una buena ocasión para demostrar que la inmensa mayoría de los argentinos ha escarmentado tras tantos años de envilecimiento político y descalabro económico. El retorno de Cristina a la arena política a la cabeza del Frente Unidad Ciudadana es una perfecta oportunidad para reducir a su expresión más modesta a una corriente ideológica que ha sido la tragedia de los argentinos desde los años 40. De eso se deberían encargar Macri y María Eugenia Vidal, pero también los otros peruanismos: el del disidente Massa, cuya figura ha declinado por sus ambigüedades indescifrables, y el oficialista, que sólo podrá revivir si se aparta del todo y para siempre de la herencia K.