El relato del escape de Isla Mocha: "Escuché gritos y corrí entre el ensordecedor ruido del mar"
Con mi amiga Rosario queríamos aprovechar los últimos días de vacaciones en esta aislada zona de la VIII Región. Habíamos acampado a unos 20 metros de la orilla, junto al faro viejo. Esa noche hacía frío, el temblor no me despertó al comienzo. De pronto se escuchó el estruendo de la recogida del agua. Tomé la cámara, una linterna y el GPS y corrimos. <br>
Muchos no tuvieron la suerte de nosotras la madrugada del sábado 27 de febrero. Ya no quedaban días para veranear y esa era la última oportunidad: tras un par de gestiones, subimos a una avioneta en Tirúa, rumbo a la isla Mocha. Queríamos recorrer los senderos de bosques de olivillos y arrayanes de más de 40 metros de altura y las playas donde los lugareños recolectan un alga verde oscura llamada luga. Decidimos recorrer a pie los 34 kilómetros que rodean la isla. Amigos que habían estado antes ahí nos recomendaron visitar el faro viejo, en el lado sur. Así lo hicimos y acampamos a unos 20 metros de la orilla.
Recuerdo que el viernes hizo frío, pero la noche se abrigó con las nubes y la luna llena pasó inadvertida en ese lado de la isla. Mi amiga Rosario tenía insomnio. Por suerte. Sintió dos temblores pequeños, trató de despertarme, pero tengo el sueño profundo. El tercer remezón la obligó a sacudirme para que reaccionara. "Oye, está temblando". Traté de levantarme, pero el movimiento horizontal del suelo me lo impedía. De rodillas, intenté recordar dónde había dejado la linterna frontal y me la puse. No paró sino hasta que las dos salimos de la carpa. Antes de correr, yo quería tomar algunas cosas, las billeteras, celulares, el GPS, la cámara y abrigo. Sabía de la universidad (estudio Geografía) que los tsunamis demoran unos 15 minutos. Pero la velocidad de éste era anormal. "Tengo náuseas, me quiero ir", dijo Rosario. "Ya, pero ponte bototos y toma una linterna", le contesté.
Aparecieron unos pescadores que habían acampado a los pies del faro. Los había despertado el estruendo de la cúpula de la torre que había caído junto a su carpa. Uno estaba herido: se había golpeado la rodilla al correr. "Chiquillas, está todo bien, tenemos comunicación por radio con Tirúa, no hay peligro", nos dijo el "Chamaco", uno de ellos. Nosotras ya habíamos decidido que lo mejor era salir de ahí. Agarré un poco de comida y la cocinilla. Estaba en eso cuando comenzó el ruido: era la ensordecedora recogida del mar y las piedras que arrastraba.
"¡Es el mar, vámonos!". Solté todo lo que tenía en las manos y nos largamos a correr. Atrás escuché gritos: "¡Se está saliendo el mar, arranquen chiquillas!". Corrimos tan rápido que perdimos a los pescadores. Llegamos a la casa más cercana, la de "Fel", un radioaficionado del lado sur de la isla. Estaba tratando de establecer comunicación con Tirúa. "Suban el cerro, salgan de acá", le dije tratando de no ser apocalíptica ni sembrar pánico. La neblina no dejaba ver mucho, así que con el GPS revisamos la distancia que teníamos de la costa y la altitud. Decidimos avanzar a un kilómetro de la costa y a 75 metros de altitud.
Nos detuvimos en un bosque de boldos bajos. Vimos grietas en la tierra y las réplicas me aclararon de inmediato que era un evento de los grandes. Pensamos en posibles deslizamientos en la ladera, pero ya no teníamos dónde huir. Días después comprobaríamos nuestro temor al ver tres remociones gigantescas en el lado norte. Con un saco de dormir y sentadas sobre nuestras mochilas, esperamos los primeros rayos de sol.
SILENCIO SISMICO
Especulábamos hasta dónde había llegado el tsunami, pero no teníamos idea de su magnitud real. Las casi cuantro horas que transcurrieron en el cerro se hicieron breves, entre réplicas cada 10 minutos casi tan fuertes como el terremoto. Tratábamos de imaginar qué había pasado con los demás, en si "Fel" y su señora e hijos habían corrido.
Recordé las cátedras de un profesor experto en tsunamis, el geógrafo Marcelo Lagos. Se me vinieron a la mente sus advertencias acerca de la "calma sísmica" que se sitúa entre Concepción y Constitución (35°-37° latitud sur), debido a que desde 1835 no había registros telúricos en la zona. Recordé la serie de documentales de la National Geographic que sembraron el pánico y la ira de autoridades en la V Región.
Amaneció. Caminamos hacia la casa de Richard Rojas, un isleño que vive de su propia cosecha. Nos invitó a desayunar. Los lugareños se habían organizado de manera increíblemente eficaz con un campamento, luz de generador a diésel y comunicación radial con el otro lado de la isla.
La mañana transcurrió y el cielo se abrió. La casa de "Fel" estaba a salvo, también la iglesia pentecostal, casi todo en orden. Las cercas de cada predio estaban en el suelo.
Nos reencontramos con los pescadores. Estaban bien y querían bajar a buscar su bote para navegar a Tirúa, algo que no lográbamos comprender. Decidimos acompañarlos para revisar nuestras cosas. Al llegar a nuestro campamento, dimensionamos la fuerza del mar. El agua se había internado más de 130 metros y unos cinco de altura por el terreno. Encontramos unas poleras, pañuelos y muchos pescados, que no dudé en recoger para comer más tarde.
La carpa estaba destruida. Había quedado enganchada en una alambrada y en su interior había un saco y una colchoneta. "Se salvaron", grité. Nunca imaginamos que recuperaríamos parte del equipo. No podíamos parar de imaginar un final alternativo: nosotras ahogándonos dentro de la carpa.
Volvimos al campamento y por la radio entendimos que el evento era un desastre a nivel nacional. No sabíamos de qué grado ni si habría más tsunamis ni las ciudades afectadas. Hubo tensión, disputas de poder entre lugareños y una misa pentecostal en la que los niños entraron en pánico al escuchar frases como: "El Señor quiere esto para nosotros (...) estaremos de pie en los últimos días, en el juicio del Señor".
Pasaron dos días interminables. En un lodge no recibimos ayuda, pese a que había dos avionetas. Tras mucho caminar llegamos al aeródromo: estaba repleto. Se escuchaba el rumor de que una patrullera de la Armada llegaría a la isla para constatar los daños. El recorrido al muelle nos mostró la devastación del lado norte de la isla.
Allí las casas se situaban más cerca de la costa y el tsunami había entrado con mucho más fuerza. Había botes sobres los techos, carretas deshechas. La gente escarbaba entre los restos de un muelle sin inaugurar y que quedó destruido: buscaban clavos para reconstruir sus casas. La nave de la Armada llegó y su capitán dio un discurso conmovedor: lo había perdido todo, menos a su familia. Advirtió del peligro que significaba viajar a Talcahuano. Finalmente, hubo 30 personas evacuadas. Nosotras éramos dos de ellas.
EL REGRESO
Lo que nos esperaba en Talcahuano era de otra dimensión: buques de miles de toneladas sobre los muelles, astillas de lo que alguna vez fueron oficinas, bodegas y casas. "Desde aquí, no se pueden tomar fotos", nos dijo el capitán Segundo Raúl Ceballos, un marino que no paró de ayudarnos en nuestro viaje de regreso. Entre el ruido de tiroteos, comprendimos que debíamos dejar Talcahuano lo antes posible.
Sin necesidad de abandonar la base naval, el capitán del patrullero "La Concepción" nos dio la noticia de que un barco saldría rumbo a Valparaíso, el "Aquiles", destinado exclusivamente a evacuar a 500 personas, integrantes de la "familia naval". Un infante de Marina, cuyo nombre no vamos a revelar, nos incluyó en la lista. Logramos subir a la nave y tras un día y medio embarcadas llegamos a Valparaíso.
La semana terminaba para nosotras, pero la realidad distaba de ser esa para los damnificados y las familias de las víctimas en el centro-sur del país.
En la isla, muy cerca de donde nosotras estuvimos, desaparecieron dos jóvenes que acampaban en la playa de la hermosa isla Mocha. El cuerpo de él apareció en las costas. De ella aún no hay rastro.
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