"¿No se les ocurrió amarrarle la mandíbula con una corbata?", pregunta el hombre alto mientras le abre y cierra la boca, mostrando el error. El silencio en la sala de estar de un antiguo departamento sólo se interrumpe por el llanto ahogado de la hija de Sergio Núñez, la persona que murió.
"Pásame La Gotita para pegarlo", apunta a su compañero.
El trabajador pequeño camina a una caja de herramientas.
"No le haga eso, por favor", dice la mujer que llora.
La muerte no espera. Mientras más horas pasan, más difícil es trabajar un cadáver. El cuerpo se deshidrata, pierde temperatura, los músculos se endurecen. Es el rigor mortis o rigidez de la muerte.
Cuando el cuerpo se enfría, pocos se atreven a tocarlo, o mirarlo. Se pone feo. Se contraen los músculos, la mandíbula se suelta y cae, no hay forma de volver a cerrarla a menos que se haga inmediatamente. Los colores cambian, desaparece el rosado de la sangre que circula y emerge un tono verde, que con las horas se vuelve morado. El cuerpo se hincha. Alcanza a estar tibio una hora, aproximadamente lo que la funeraria se demora en llegar con la urna, la que luego se sella, se encera y se suelda, para que los sufrientes que quedan entiendan que no hay vuelta atrás.
Conocer la muerte
Óscar Paredes les enseña a sus hijas a decirles "fallecidos" porque hay que tener respeto: "Muerto suena informal, muy frío. En cambio el fallecido es una persona fallecida", dice, bajando la vista.
Hasta noviembre de 2016 trabajaba como jefe de logística en bodegaje cuando lo despidieron, a días de la Navidad y la compra de regalos para sus dos hijas. Leyó en el diario que una empresa necesitaba choferes instaladores y pensó que no era muy distinto de lo que hacía en las bodegas. Así llegó, a los 25 años, a la Funeraria In Memoriam.
Hasta su primer día de trabajo, nunca había estado frente a un muerto. Sus compañeros le adelantaron que la peor experiencia era el Servicio Médico Legal. "Teníamos que ir a buscar a un caballero que se había suicidado y llevaba siete días allá, era un cuerpo rígido".
¿Qué fue lo más difícil?
El Servicio Médico Legal es muy fuerte. Uno entra con el olor a descomposición. No recordaba nada tan asqueroso. Se me vino a la cabeza: muerte, muerte.
Se acercaban a la sala de conservación de cadáveres y el olor se intensificaba y se pegaba a la ropa. Óscar miró a su compañero y le dijo que tenía miedo, creía que no iba a ser capaz de terminar su primera tarea. Él lo tranquilizó: "Fuerza, aquí vas a aprender muchas cosas, esto lo hacen pocas personas". Se pusieron mascarillas, guantes y comenzaron a masajear el cuerpo helado del hombre para descontracturarlo y ponerlo en el cajón. Sus dedos se marcaban en la piel deshidratada. "Estaba muy helado, era un frío inexplicable, no se parece a nada, ni siquiera al frío de la nevera", recuerda.
Negociar la muerte
Cuarenta y cinco segundos se demoran en responder telefónicamente una solicitud por internet en una reconocida funeraria. Menos de un minuto desde que en la web aparecen los planes con urnas más pequeñas para niños, con servicio de catering, avisos de prensa, arreglos florales y autos para trasladar a los acompañantes. "Tenemos todas las opciones para hacer menos doloroso el momento", adelantan con un tono de pesar al otro lado del teléfono.
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Óscar Paredes.[/caption]
Katherine Alvarado trabajó durante un año atendiendo el área de ventas. Renunció porque se cansó de los horarios. Conoció cada detalle de las promociones que ofrecen. El servicio más básico, que incluye urna de madera enchapada, carroza fúnebre y un auto para los familiares cuesta alrededor de 600 mil pesos. Por otro lado, el servicio premium con cajón de madera noble, coro, cafetería, arreglos florales, avisos en el diario, una carroza para las flores y otra para el ataúd y tarjetas de agradecimiento tiene un costo de seis millones de pesos.
Katherine trabajaba, sin horarios, explicando las características de los cajones y los beneficios económicos y emocionales de adelantarse. "A la gente no le gusta hablar de la muerte porque cree que la llama", dice y agrega: "La gente no sabe que uno se puede morir de un día para otro".
Recuerda el caso de una persona que le encontraron un cáncer al estómago a las 11 de la mañana y a las cinco de la tarde se había muerto.
Alcanzar las metas de venta no siempre era la prioridad para Katherine. "Es una contradicción ganar comisión por cumplir ciertos techos, yo empatizaba. A veces decidía no vender los paquetes más caros porque veía que era gente que no tenía plata" confiesa.
Vender es lo más difícil para Óscar. Si bien su trabajo en un comienzo consistía en movilizar cuerpos a iglesias o cementerios, en el camino también debió aprender del negocio. Recuerda una venta donde había otra funeraria ofreciendo el servicio. El familiar del fallecido iba con una y con otra, preguntando precios y condiciones. No sabía a quién elegir hasta que reventó en llanto. "Me eligió a mí, por la forma de atención que tengo. No llego con tristeza ni con alegría, llego totalmente neutro".
¿Piensas más en tu muerte ahora?
Siempre tengo presente que cualquier día me puedo morir. Trato de ser más cuidadoso, manejar a velocidades correspondientes, antes era más alocado. Me gustaría que mi muerte fuera rápida, un balazo o un infarto.
Embellecer la muerte
Nelly Salas tiene 83 años y sabe que la muerte puede sorprenderla en cualquier minuto. No le importa estar acompañada solamente de sus gatas Princesa y Romina, porque dice que está preparada. Le encargó a su nuera un maquillaje clásico para ese día: cejas perfiladas en color café claro, una sombra suave que no endurezca sus facciones, rubor, lápiz labial rosado oscuro y brillante y ojos delineados en negro. "Tengo hijos, nietos y bisnietos, éstas son unas vacaciones que Dios me está regalando", confiesa.
Lleva un traje de dos piezas color berenjena impecable. Combina con una elegante blusa que apenas se asoma por su cuello y unas botas vaqueras negras. Para Nelly no es un día cualquiera, está decidida a encontrar nuevos alumnos que quieran aprender su oficio: maquillar difuntos. Su curso tiene ocho clases y cuesta 600 mil pesos, aunque Nelly aclara que todo puede variar dependiendo de las habilidades del alumno. Enseña a hacer la manicure, a poner uñas postizas, limpieza de pelo, restauración en caso de accidente, pestañas postizas y el maquillaje final.
No recuerda cuantos años tenía cuando vio el rostro pálido de su madre muerta y se propuso que su partida sería diferente; la de ella y la de los muertos que pasaran por sus manos. "Desde muy joven tenía ganas de hacer un curso de maquillaje para muertitos pero acá no había gente que lo hiciera. Hablé con el doctor Pedro Barquín, dermatólogo cubano que dictaba un taller de cosmetología en Miami. Después de una clase me acerqué a él y le dije que tenía la inquietud. Él se sorprendió y me dijo: pero usted, ¡una mujer y chilena!", recuerda. Nelly no aceptó esa respuesta y se propuso demostrar que, mujer y chilena, ella era capaz de embellecer la muerte.
Era 1980 cuando, terminado el curso de cosmetología, el doctor Barquín accedió a enseñarle a restaurar difuntos. Su primera clase fue en un hospital de leprosos. El doctor Barquín le pidió a una enferma que se descubriera la espalda. Nelly observó las llagas en sus glúteos. "Me dominé mucho, fui muy fría ¡para qué te digo el perfume!", explica. Ahí se dio cuenta de que el doctor había quedado impresionado con su coraje. Pero las pruebas no se acabaron y al día siguiente la pasó a buscar al hotel donde se alojaba en Miami Beach, la llevó a un barrio afroamericano, la dejó en una casa y se fue. "Todos lloraban. Abro una cortina y me muestran un difunto con un balazo en la cara. Lo veo con los ojos abiertos, ensangrentado y más encima el cochino no estaba afeitado". Tibio aún, le cortó la barba, le cerró los ojos, le restauró la cara con cera y lo maquilló. "Quedó más bonito que cuando estaba vivo".
Desde ese día Nelly no volvió a ser la misma, apagó su lado más sensible y se enfrió. "Los hijos de mi ex marido no entendían que yo no llorara cuando murió, que me guardara lo que me pasaba. Al final todos vamos al mismo lugar, así que no podía llorar, falleció nomás" dice.
En diciembre del año pasado fue el turno de su hija Eugenia que sufrió un derrame cerebral fulminante a los 38 años. "Fue muy fuerte, se hizo todo lo posible para salvarla", recuerda Nelly, mientras su vista se pierde por algunos segundos.
"¿Si estamos preparados todos para la muerte? Todos no, yo sí, porque soy muy fría" confiesa, masajeándose la rodilla adolorida por la artrosis.
Contar la muerte
Óscar Paredes viste un terno negro impecable, camisa blanca y corbata verde como el pasto. Óscar aún siente cuando habla de la muerte: sus ojos se achican y desvía la mirada hacia sus manos. Dice orgulloso que con el pasar de los meses ha encontrado las palabras para consolar. Cuando la contratación la hace una persona enferma -que sabe que va a morir pronto-, él los anima recordándoles que todavía les queda tiempo. Óscar también ha aprendido a adelantarse. Sabe que cuando sus padres mueran, por ejemplo, quiere ser él el que los naturalice: peinarlos y ponerles algo de color en el rostro, para que se vean más naturales cuando se acerquen a mirarlos.
En la Funeraria In Memoriam, donde trabaja hace once meses, el blanco brilla en las paredes y cansa la vista. Frente a la puerta de entrada, un sofá sostiene un féretro forrado con falla. Justo arriba cuelga la foto antigua del empleado destacado de febrero. En invierno es cuando más servicios se contratan. Según las cifras de In Memoriam, junio lleva la delantera del año con 51 contrataciones.
En 2016, la Funeraria Hogar de Cristo registró 660 servicios en julio, el 83 por ciento de ellos en la Región Metropolitana. Es, para esta funeraria, el mes con más cantidad de fallecidos. Febrero fue el mes con menos defunciones: 438 servicios.
Los números de la muerte se procesan lento. El Instituto Nacional de Estadísticas es el encargado de desmenuzar las defunciones, de separarlas por región, edad, mes y causa. En el Anuario de Estadísticas Vitales del 2015 se registran 103 mil muertes, más de la mitad de ellas después de los 75 años. Según estimaciones de la Funeraria Hogar de Cristo, más personas mueren en invierno a causa del clima. Lo de pasar agosto es una realidad.
Sergio Núñez no alcanzó a atravesar el invierno. Murió a los 90 años. Uno de los asistentes de carroza, que intentaban cerrar su boca con pegamento antes de meterlo al ataúd, dijo: "La mandíbula se sujeta seguido del último aliento, sin esperar".