Un hombre llamado Andrés Manuel López Obrador, conocido por la sigla AMLO, postula a la Presidencia de México para las elecciones del próximo año. Y va ganando. Su posible victoria se fortaleció a fines del año pasado, cuando un poco más al norte, en Estados Unidos, fue elegido Donald Trump, con el firme propósito de humillar a México. Frente a un populista pendenciero, otro populista estridente.

Hace unos días, AMLO publicó su programa, como es usual en México, a través de un libro, titulado 2018. La salida. Decadencia y renacimiento de México. El escritor Héctor Aguilar Camín ha dicho que es "de una simpleza que desarma", pero que, al mismo tiempo, "la mezcla del relato indignado y de la promesa utópica toca parte de las ganas de creer que hay en el fondo de la incredulidad mexicana".

AMLO, que dice inspirarse en Fidel Castro, Salvador Allende y el general mexicano Francisco J. Múgica, promete acabar con la corrupción mediante la "simple moralidad", hacer que los empresarios privados inviertan 16 pesos por cada uno que gaste el Estado y construir "una república amorosa para promover el bien y lograr la felicidad".

Todo esto suena bastante estúpido –y lo es-, pero cae en el seno fértil de una sociedad hostigada por la corrupción, el crimen, el narco, la depreciación, el desempleo, la agresión, las migraciones, el ninguneo, el fraude, en fin: el abatimiento. Aguilar Camín lo resume de la siguiente terrorífica manera: "Ahí donde todos dicen ya no creer en nada, debe haber unas ganas enormes de creer en algo que rompa con todo".

En honor a esas ganas angustiosas, los mexicanos lo van a elegir. Se van a equivocar. El espectáculo de un pueblo que se equivoca en forma democrática causa desazón; es psicológicamente desestabilizante, como el de un padre que golpea a un niño. Subvierte el orden de las cosas, altera su lógica: ¿No es que la democracia siempre tiene razón? Es el mismo tipo de perturbación con el que hace unos días Javiera Parada se preguntaba si ser de izquierda no es ser demócrata. No: por la mayor parte del siglo XX, la izquierda abjuró de la democracia. Y sí: las democracias pueden cometer errores. La política –y la historia- son más complejas de lo que parecen.

Por eso costó tanto comprender lo que ocurría en la Italia de mayoría fascista, en la Alemania de mayoría nazi, en la Francia colaboracionista; o lo que estuvo a seis puntos de ocurrir en el Chile de 1988. Algunos todavía se confunden con el espectáculo del chavismo en Venezuela y de su degeneración con Nicolás Maduro, que se propone ganar otra elección (esta vez tendrá que ser fraudulenta) para seguir parapetado en el Palacio de Miraflores.

Maduro es la excrecencia del chavismo, que a su turno era la excrecencia de un sistema político reventado por la corrupción. Sin el dinero que tuvo Chávez, Maduro es también la demostración de que el simplismo es una garantía de desgobierno, y a veces de algo peor. Quien ofrece soluciones simples a problemas sociales complejos suele ofrecer catástrofes, solapadas o abiertas, o cosas peores, como el saqueo o el bandolerismo.

El simplismo político suele aparecer con más fuerza cuando las cosas están más complicadas, cuando hay más confusión en el ambiente y cuando el repertorio de ofertas presenta grandes brechas de significado. ¿Qué es lo que está ocurriendo? ¿Quién puede explicar el estado de la sociedad?

El simplismo siempre se refugia en una retórica con significados imprecisos. Los términos que hoy tienen protagonismo son "desigualdad" y "neoliberalismo". Se trata de objetivos que quieren combatir, con igual fuerza, simplistas de izquierda y de derecha. AMLO, por ejemplo, quiere extirpar de México el neoliberalismo, a pesar de que sería muy difícil sostener que, con el monstruoso Estado clientelar que tiene, ese país haya vivido alguna vez bajo un régimen "neoliberal". El kirchnerismo se propone eliminar de raíz todo vestigio de desigualdad en Argentina, aunque no dice qué entiende realmente por desigualdad, explicación que se hace imperiosa desde que en sus 14 años de gestión la pobreza se expandió más allá de todo lo conocido en ese país.

A veces el simplismo es el costo temporal de la entrada de nuevos actores en un sistema político ya muy trajinado, como parece ser el caso chileno. Estos nuevos actores necesitan tener opinión sobre todo, y la alimentan de información rápida, que suele ser la de peor calidad. La llamada "posverdad" tiene en ellos a sus clientes más entusiastas. Un estudio reciente del Centro de Estudios de Conflicto y Cohesión Social (integrado por cuatro universidades) identifica nada menos que ocho rasgos de los conflictos sociales que han sido malinterpretados una y otra vez, porfiadamente, induciendo a conclusiones erróneas y distorsionadas. Por ejemplo, que los estudiantes son los que tienen más poder de movilización; que la desigualdad genera conflictos; o que las protestas públicas son más relevantes en Santiago.

En más de un sentido, el gobierno actual ha sido víctima y perpetrador de muchos de estos equívocos, y esa es la principal explicación de su alto nivel de desaprobación. Su deterioro no comenzó, como se ha dicho, con el caso Caval, sino antes, a mediados del primer año de gestión, momento en el que una mayoría empezó a sentir que el gobierno no estaba interpretando correctamente las aspiraciones ciudadanas (¿qué otra cosa es la desaprobación?). Después de ese momento clave, nunca más volvió a recuperar el respaldo con que fue elegido, entre otras cosas, porque los autores de los errores suelen tener la virtud de la pertinacia.