¿Te parece -preguntó el Otro- que realmente haya algo diferente en decir o escribir en la violencia? ¿Dónde puede estar lo distintivo, si siempre que se escribe se trabaja con un instrumento elusivo, polisémico, por decir lo menos inestable? La escritura podrá ser privada, secreta, incluso clandestina. ¿Pero se podrá decir lo mismo a propósito de, por ejemplo, el periodismo, que debe estar más atento a la claridad y a la eficacia?

-Es cierto -dijo el Uno-. Pero la verdadera pregunta es la inversa: ¿es posible que la violencia, con su fuerza invasiva, no afecte al problema de la palabra pública? Peor aún, ¿podrían ignorarlo quienes están expuestos día por día a la amenaza de la censura o el silenciamiento violento? El que escribe bajo esas condiciones no puede escribir como sus opresores. No puede hablar como ellos. Necesita hallar otro lenguaje.

-Lo dices -comentó el Otro- como si no fuese una interrogación política, ni siquiera moral, sino un problema profesional.

-Claro -dijo el Uno-. ¿No es el periodismo una función de la democracia? Llámalo una condición, llámalo una excrecencia si prefieres.

-O sea que -se apuró el Otro- sería necesario que su lenguaje fuese democrático, o al menos que reflejase los valores, los modales, el talante, las condiciones de la conducta democrática. Un lenguaje antifascista o, para ser más amplios, antiautoritario.

-Y para eso lo primero -dijo el Uno, con una sonrisa- sería no creer que alguien, incluso uno mismo, es el dueño de toda la verdad. Nullius in verba, "de nadie en su palabra", recomendó Horacio, que pensaba en los filósofos pero hablaba a los periodistas.

-Supongo -se inquietó el Otro- que aquí no distinguimos ideologías.

-Desde luego -dijo el Uno, elevando el cuello como si fuese a enunciar un desafío-, e incluso con conciencia de que siempre hay residuos ideológicos en el lenguaje, así como toda ideología se construye sobre el lenguaje. La dialéctica entre lenguaje e ideología, regulada por el principio de la tolerancia, puede ser fecunda. No hablo de eso. Me sitúo mucho antes, en la contradicción esencial entre democracia y dominación, y la forma en que ella se materializa en el lenguaje.

-Ah, eso sí -se entusiasmó el Otro, con ganas de ser elocuente-. Los regímenes totalitarios siempre son más sensibles a este problema. Conocemos el control de hierro sobre el lenguaje escrito y audiovisual en los regímenes soviético y nazi, los remedos de prensa que han sido los boletines oficiales en Cuba y Corea del Norte, la penosa historia de la "revolución cultural" en la China de Mao, el aplastamiento de toda discrepancia en los medios bajo control islámico en Afganistán y así, ad nauseam, casos en que la represión de los medios fue siempre acompañada por la persecución de los artistas, los escritores y los intelectuales. Corrijamos al pastor Niemöller, ¿te acuerdas?: "Primero vinieron a buscar a los comunistas…". Digamos: "Primero vinieron a buscar a los periodistas…". Toda la historia de los experimentos antidemocráticos del siglo XX muestra la pertinacia de ese patrón, un largo repertorio de censura, manipulación y amenaza.

-Eso es -dijo el Uno-. Pero tu descripción queda incompleta si no agregas que en muchos de esos casos, si no en todos, el deterioro del lenguaje público precedió a la imposición dictatorial. La degradación de ese lenguaje, que es el de los medios de comunicación, ha sido con frecuencia el anticipo y el síntoma de la descomposición social.

El Uno se detuvo un momento, como si lo inundase una ola de recuerdos. Siguió:

-En Chile vivimos ese fenómeno. Primero con sorpresa, después con una curiosidad desaprensiva y más tarde con el dolor de las desgracias. En sólo un par de años pasamos del titular de un diario de izquierda que calificaba a los ministros de la Corte Suprema como "viejos de mierda" al titular de un diario de derecha que describía una masacre con una frase de escalofrío: "Miristas se matan como ratas". La prensa chilena de los 70 contribuyó a la tragedia nacional casi tanto como los grupos armados, los partidos, la policía y la justicia, aunque siempre se percibió a sí misma a la zaga de la convulsión política. Por desgracia, esta es una verdad ilusoria. Sin el idioma del incendio, la devastación y la intolerancia, el país no habría entendido, como lo hizo, que todo lo que estaba ocurriendo era normal y anodino; no habría continuado con el insensato rumbo al precipicio. Por lo menos, lo habría pensado algo más.

-El lenguaje del odio -pensó el Otro, en voz apenas audible-. Orwell identifica el poder político del odio cuando hace que los habitantes de Oceanía tengan esos inolvidables "dos minutos de odio" en 1984 . Pero nadie lo ha descrito mejor que el "Che" Guevara en su discurso ante la Asamblea Tricontinental de abril de 1967: "El odio convierte a un hombre en una máquina de matar". El quería eso; máquinas de matar para crear uno, dos, muchos Vietnam.

-No parece que esos deseos hayan sido compartidos por los chilenos -comentó el Uno-. Pero lo que ocurrió es que en este país decenas, quizás cientos de hombres corrientes fueron convertidos en "máquinas de matar" por la sola incitación al odio. "Hay que matar al odio", había advertido el cardenal Silva Henríquez, "antes de que el odio mate a Chile". Casi nadie entendió que se refería, sobre todo, al lenguaje, el lenguaje público.

-Es extraño -dijo el Otro-. Hasta finales de los 70, ese ambiente no había terminado de desaparecer de nuestros medios de comunicación, a pesar de que una parte de ellos había sido borrada de la escena por la fuerza.

-Bueno -recordó el Uno-, la revista Hoy no nació al margen de esa tragedia, sino con la voluntad de evitar su repetición. Yo no venía de la inocencia, sino de la posición de testigo y en ocasiones hasta participante. Conocí Vietnam a fines de los 60. Sabía lo que quería decir Vietnam.

-Así que los que estuvimos en esos días empezábamos a procesar la experiencia de comienzos de los 70. Y entonces, ¿habría algo así como un lenguaje antifascista, antitotalitario, antidominación? ¿Habría un lenguaje para la democracia?