Las llamas se veían de noche con la impotencia de quien observa un espectáculo apocalíptico que, sabe, no se puede combatir. El río Grey fluía con violencia. Como tratando de competir con el viento que, decían los militares, corría constante a 70 km/h, pero que se sentía más fuerte. Porque zumbaba filoso en las orejas, porque acarreaba cenizas que volaban hasta chocar contra los ojos y porque ese viento, además, lograba desplazar a las personas. No sólo de sus puestos inmóviles -desde donde se veía el fuego acercarse demasiado al Hotel Lago Grey-, sino que, como aprenderíamos más tarde, también del curso de sus vidas.

Aunque entonces no sabíamos nada de eso.

Entonces sólo sabíamos lo que sabía todo el mundo: que en algún minuto de la tarde del martes 27 de diciembre, probablemente cerca de las 18.00, una chispa no autorizada en el sector Olguín del Parque Nacional Torres del Paine se descontroló. Que esa chispa, ayudada por el viento, se convirtió en llamas que rodearon el lago Pehoé y que esas llamas pronto se transformaron en el incendio más rebelde que ha sufrido el lugar en sus 53 años de vida. Que por eso mismo, desde las 4 de la mañana siguiente empezaron a llegar brigadistas de Conaf y del Ejército para prevenir que ese espectáculo que ahora estaba frente a nosotros se expandiera. Pero parecía difícil. O imposible. Porque ya en ese minuto, a las 12.30 am del martes 3 de enero, el número de hectáreas incendiadas llegaba a 13.306,8. Y en eso los esfuerzos de los 703 hombres que hasta ese día habían llegado a combatir no eran tan determinantes como sí lo eran el viento y sus brisas jodidas, que revivían las llamas cuando a los brigadistas ya les parecían muertas.

Por eso se escuchaban lamentos como el de un tipo que estaba a sólo unos metros del río, mirando las llamas en la otra orilla que se movían como lenguas anaranjadas, que le recitaba a su compañero confesiones impotentes como esta:

-No lo entiendo. De verdad que no. Yo tenía este fuego controlado en la tarde, te lo juro que sí. Y mira cómo está ahora.

Más a la derecha, dos bomberos de Conaf mojaban los árboles con una manguera enorme para prevenir que prendieran con facilidad en caso de que el fuego, que avanzaba a la endiablada velocidad de 100 metros por minuto, cruzara el río y los convirtiera en carbón para siempre.

Porque eso, mojar y cruzar los dedos para que las llamas no saltaran, era lo único que podían hacer.

***

El general Luis Felipe Zegpi tenía una teoría.

-Pensar que todo esto partió por un papel cagado.

Cuando Zegpi decía "todo esto", se refería a los cerros negros que pasaban por las ventanas de la camioneta. A las lomas donde antes habitaban huemules, y que ahora sólo tenían pradera estéril y tierra de ceniza, porque en la secuencia que él se había formado, un papel higiénico lleno de mierda fue mal apagado.

Para Zegpi, el orden de los hechos podría haber sido así: Rotem Singer, el turista israelí de 23 años sindicado como presunto autor del incendio, quería un baño. Probablemente, al no tener uno disponible, hizo sus necesidades en alguna parte del bosque, y luego, por un asunto de sanidad, le habría prendido fuego al papel que usó. Y en ese papel sucio en llamas, en la tesis del general, estaría la génesis de por qué Byron Romo, Francisco de la Fuente y Jairo Carrasco estaban ahora bajo el sol, con la cara negra, cavando unas zanjas para prevenir que el incendio se expanda. Lo que aquí llaman un cortafuegos.

Byron, Francisco y Jairo tienen 18 años. Son conscriptos que hacen su servicio militar en la Cuarta Brigada Acorazada "Chorrillos" de Punta Arenas. Y en eso estaban el sábado 31, de guardia, cuando les dijeron que tenían que salir con dirección al parque. Empacaron tres mudas de ropa en sus mochilas y partieron en un camión militar a un destino que no conocían y que les prevendría de cualquier contacto telefónico con sus familias en la noche de Año Nuevo.

Ninguno de ellos conocía las Torres del Paine. Ni siquiera en fotos. Lo que para varios cientos de miles de extranjeros es el destino final del turismo outdoors en Chile, para ellos era un lugar tan lejano de su mundo y presupuesto, que hace un mes alguien podría haberles puesto una foto de las torres frente a sus ojos y no las habrían reconocido. Pero ahí estaban, porque son de las Brigadas de Incendios Forestales del Ejército (Brife), un rango que lograron después de aprobar hace unos meses una capacitación exprés de dos días de duración, a cargo de Conaf.

Las Brife, para que se entienda, son una unidad que enfrenta el incendio en una segunda línea. Es decir, después que el personal de Conaf lo controla y logra reducir las llamas de la superficie, las Brifes entran para, como lo describen ellos mismos, aniquilar el fuego.

Pero eso, diría el general Zegpi, es la parte más difícil.

-Porque una vez que lo apagas en la superficie, el fuego sigue por dentro de la tierra. Va alimentándose de los troncos, de raíces secas que hay ahí. Y va avanzando. Mira, si el fuego es como una onda expansiva: el calor que quema las raíces llega antes que las llamas.

Y ese fuego subterráneo del que se hacen cargo las Brife, cavando cortafuegos y golpeando la tierra con palas cada vez que en alguna parte se asoma una columna de humo, es difícil también, porque para hacerlo dependen de fuerzas que no están en su control. De factores externos como que llueva o que el viento les juegue a favor. Que no despierte y se mantenga calmo. Que por esta vez coopere. Que no reanime las brasas.

El general Zegpi, paseando su cuerpo de 53 años por los cerros quemados, lo tenía todo claro.

-Mira, ven acá. ¿Ves esta lenga?

Zegpi apuntó a un árbol vencido, completamente negro, donde parecía que el fuego ya había pasado. Aunque dentro de su tronco aún quedaba un poco de humo.

-Mírala bien.

Entonces bajó una brisa violenta que convirtió al humo en una llamarada rebelde que obligó a los brigadistas del Ejército a tomar sus palas para tapar el fuego, una vez más, con arena, y que le permitió a Zegpi lanzar su última lección en el Paine:

-El fuego con viento es caprichoso. Hace lo que uno menos espera.

***

Un incendio aleja a las personas de sus vidas. Como el cabo Boris Cea, que tuvo que partir cuando su hijo apenas había cumplido dos semanas, o el teniente Gabriel Urzúa, que estuvo aquí mismo durante 25 días para el incendio de 2005, y que le tocó regresar ahora, porque estando acuartelado en Punta Arenas, no tenía más opciones. Sólo que el teniente, incluso cuando tuvo que pasar el Año Nuevo arreglando la pana que su vehículo militar tuvo en los alrededores de Cerro Castillo, que es lo mismo que decir en medio de la nada, siempre tenía en mente que debía regresar para el 6 de enero. Porque en esa fecha le había prometido a su familia que partirían de vacaciones a Isla de Pascua. Y ahora, mientras ordena que sus soldados instalen sus carpas en el Punto Cero, que no es más que la sede administrativa de Conaf que mira al lago Toro -desde donde se coordina el combate al incendio-, el teniente admite que le cuesta contenerse un poco.

-Igual es difícil no llorar un poco después de hablar con mi mujer.

Eso pasaba porque había una promesa y un plazo que las brasas que seguían humeando no respetaban. Ardían ahí, a lo lejos, en una imagen que los ojos irritados y sucios del teniente observaban, donde el paisaje natural de las Torres del Paine era invadido por el sonido de algunos de los cinco helicópteros que dejaban caer su carga de agua desde el cielo.

El combustible que les permitía a los brigadistas levantarse todos los días a las 5 de la mañana, trabajar durante 10 horas apagando un incendio subterráneo e interminable, para luego volver arriba de camiones militares con las caras negras y el cuerpo agotado, y dormir más tarde en carpas que todas las noches se sacudían con el viento que en los días malos llegaba a los 120 km/h, era justamente ese: el compromiso de regresar pronto a las personas que querían y que habían tenido que dejar por culpa del fuego.

Un fuego que cedió un poco el miércoles 4, cuando ya quedaban  dos focos de los seis que llegó a tener. Ese miércoles, mientras en la zona de Olguín y Estancia El Lazo los brigadistas continuaban combatiendo las llamas, un primer grupo de turistas fue recibido en las puertas del parque por el ministro de Economía, Pablo Longueira. Ello, porque después de que el viernes 30 se decretara el cierre por un mes del lugar, las presiones de los operadores turísticos llevaron a revaluar la medida y permitir el acceso al 42% del parque.

Un día antes de eso, entre los hombres de la Bridef, sin embargo, se seguían escuchando historias de nostalgia. El teniente Luis Nova, del Regimiento Caupolicán de Porvenir, por ejemplo, no se aburría de hablar de Andrea, su flaca. Más allá, sus brigadistas rompían la tierra, golpeando sus rastrillos y picotas contra una pradera que ahora se había convertido en duna y que no volverá a estar verde en varios años.

-Es frustrante estar aquí, lejos de ella, apagando este incendio que uno lo apaga en la tarde y a la noche se vuelve a prender. Pero lo trato de hacer bien, primero, porque mi país lo necesita. También, porque quiero volver a estar con ella.

Mientras Luis hablaba, uno de sus conscriptos le preguntaba a otro si sabía cuándo daban los resultados de la PSU.

-Parece que hoy -le respondió su compañero.

-Ah, puta. Voy a tener que pedir el teléfono para llamar a mi mamá y ver cómo me fue.

-¿Y qué querís estudiar?

-No sé. Asistente social. Con 500 puntos se puede estudiar eso, ¿no?

El compañero del conscripto no supo qué contestarle. En ese grupo había unos 20 brigadistas que ante la pregunta de qué pedirían si pudieran pedir cualquier cosa en este minuto, casi todos respondieron: cigarros. Aunque hubo uno que tuvo otra idea.

-Yo pediría cinco minutos con el israelí -dijo con una mirada inquietantemente seria-. Con cinco minutos me bastaría.