Cat Stevens advierte que los teclados y la guitarra que abren el clásico Wild world han entrado en tiempos distintos -en una apreciación casi milimétrica, apenas evidente para tímpanos avezados-, por lo que prefiere dejar de cantar, interrumpir el tema y especificar: "Ahí hubo un error".

"¿Qué tipo de error?", contrapregunta Alun Davies, su guitarrista desde 1970 y el músico que más tiempo acumula en su conjunto de seis integrantes con los que ayer ensayó por última vez antes del espectáculo que esta noche abrirá el final de Viña 2015. El cantautor -de look de fin de semana, con camisa, pantalón negro y zapatillas-, le responde rápidamente que guitarras y teclados deben ir más de la mano y, de paso, muestra su perfil como jefe de grupo: lo dice de modo afable, sin un mando autoritario, casi como un maestro que reparte enseñanzas con sabiduría, muy en el tono de su barba y pelo cano.

A diferencia de leyendas que convirtieron los estudios de grabación en campos donde podían desplegar su tiranía, como Roger Waters o Billy Corgan, el inglés opta por el manejo más apacible, donde la conversación le gane al enfrentamiento. Así al menos se le vio en la Sala Master de la radio Universidad de Chile, situada en Providencia y hasta donde llegó ayer a la hora de almuerzo junto a su equipo.

De hecho, en esa misma línea distendida, el músico optó por almorzar en el recinto antes de ponerse manos a la obra, comiendo pizza del restaurante Tiramisú. Luego, y como parte de su credo musulmán, sacó la alfombra de oración y cumplió con uno de los cinco rezos diarios que exige el Islam.

Por unos minutos, el artista se convirtió en la personificación más absoluta de Yusuf Islam, el nombre con el que se rebautizó en 1976 y que cambió para siempre su carrera, entrando en una reclusión que duró 30 años. Como manifiesto de ambas vidas, el cantante hoy también es anunciado como Yusuf en los carteles y promociones del Festival. Pero cuando retorna a su mitad más secular y reconocida, cuando se cruza la guitarra para volver a ser Cat Stevens, el británico demuestra que no ha olvidado el espíritu de sus días de barba oscura y pelo enrulado de los 70.

Wild world, escala obligada de ese repertorio, suena clara, bajo resolución perfecta, con la voz de Stevens sin baches ni desgaste alguno. Canta casi sin esforzarse, dejando fluir la interpretación con una naturalidad rotunda. Puede haber una teoría que explica el estándar de su garganta: haber estado casi la mitad de sus 66 años de vida sin grabar ni hacer shows benefició su adultez interpretativa.

Por la sala caminan un par de asistentes locales, quienes conectan pedales de efectos y afinan instrumentos, mientras un voluminoso set de guitarras ubicado en un rincón delata que aquí hay hombres trabajando. De hecho, Stevens y sus músicos ahora tocan (Remember the days of the) old schoolyard, hit de 1977 que lo despojó de la sensibilidad acústica y lo llevó a incorporar teclados y texturas electrónicas incluso antes que el pop sintetizado explotara en manos de Depeche Mode o The Human League. De paso, es la canción que musicalizó la serie Los años maravillosos.

Aquí el protagonismo recae en su tecladista, quien aporta un inusitado vigor a uno de los últimos himnos de su carrera, reinterpretado de un modo más lento, sin la urgencia original. Eso sí, aquí de nuevo el jefe detiene todo y alza la voz: "Me gustaría que dejaran de hacer esos quiebres en la canción. Que todo fuera un poco más redondo", ordena por un segundo, sentencia que acompaña con un golpe de puño en su otra mano, para reforzar la idea. Sus aliados acatan y sigue el festín de clásicos. Saben que la pausa ha sido algo prolongada -no tienen un show desde diciembre- y, por tanto, deben ponerse a tono para un evento que luce al viejo Cat como la única figura anglo.

El lo sabe y ahora interrumpe la rutina no para dictaminar alguna instrucción, sino que para saludar a una cámara de CHV y decir que este viernes estará listo para subirse a un Festival que, de seguro, apenas conoce. Pero no importa. Lo hace en su estilo: cálido, afable y con la tranquilidad de saberse una leyenda.