La última vez que Enrique Vila-Matas puso un pie en el Hotel Formentor, en Mallorca, tenía 16 años. Esa tarde de agosto de 1964 paseaba junto a sus padres y hermanas, cuando se topó con las escalinatas donde, años antes, Jorge Luis Borges, Samuel Beckett y Witold Gombrowicz -tres de sus referentes irrenunciables- subieron a recibir el premio Formentor de las Letras creado por Seix Barral e impulsado por Carlos Barral y Camilo José Cela en 1961.
"Había una atmósfera literaria muy particular allí", recuerda hoy, a sus 66 años. "Curiosamente, nunca olvidé esos peldaños que terminan justo frente al mar. Incluso años después, la imagen seguía rondándome y me preguntaba cuándo volvería allí, aunque naturalmente no tenía idea", dice.
Lo hizo exactamente 50 años después. El 31 de agosto pasado, frente a 300 personas, subió las mismas escalinatas para recibir el Formentor, "por renovar los horizontes de la novela", según anunció el jurado sobre su obra, reposada en una treintena de títulos publicados desde 1973, cuando el autor de El viaje vertical y El mal de Montano debutó en las grandes ligas de la narrativa española.
Desde entonces, fue considerado una rara estirpe entre sus pares, seducidos por el realismo. Con Vila-Matas, en cambio, nunca se sabe con certeza cuáles anécdotas de las que él mismo cuenta con soltura son reales y cuáles no.
Lo cierto es que hasta hoy el autor catalán estuvo en Santiago, invitado a participar en la Feria Internacional de Literatura de Buenos Aires. Tras pasar por Montevideo y la capital transandina, aterrizó el sábado en Chile, donde ya había estado dos veces antes. La primera fue en 2000, donde compartió junto a Roberto Brodsky y el crítico Rodrigo Pinto, quien además lo entrevistaba ayer en la Biblioteca Nicanor Parra. La segunda, menos memorable, según cuenta, lo trajo a la Feria Internacional del Libro de Santiago. "Casi no tuve oportunidad de pasear e infiltrarme por las calles, algo que me gusta hacer mucho. Solo a mí se me ocurre venir con la comitiva española", ironiza.
Su último gran paseo -o andanzas, como prefiere llamarlos él- lo animó a escribir su más reciente novela, Kassel no invita a la lógica. La historia es también un recuerdo: un escritor es invitado a participar en la feria de arte contemporáneo Documenta, que se realiza cada cinco años en la ciudad alemana. Fue el propio Vila-Matas quien en 2012 aceptó asistir al evento, atraído por la idea de convertirse en una instalación artística viviente al pasar durante cinco días escribiendo en un restaurant chino, en las afueras de Karlsaue.
¿Se sintió una obra de arte?
No escribiendo, al menos. Mi acción de arte fue dormir una siesta sobre un sillón del restaurant.
¿Cuánto hay de ficción en este libro?
No hay porcentajes exactos. Comparto cómo los norteamericanos llaman a esto: semificción, le dicen. Este libro es sino eso.
En sus obras, insiste en derribar la frontera entre lo real y ficticio. ¿Se siente más novelista o un coleccionista de recuerdos?
Soy un escritor, primero. Nada es tan consciente en esto: escribo como hablo, y hablo sobre lo que vivo y recuerdo. Así como los biombos chinos dividen el espacio en dos, se habla de lo real y lo ficticio, pero saben que al final es una sola habitación. Yo he hecho invisible esa frontera.