Hubo una época en que el verano en las playas parecía invierno. La costa estaba vacía. No había niños jugando en la arena, ni personas caminando. De gente bañándose, ni hablar. En la Edad Media, la playa, pero sobre todo el mar, representaba más defectos que virtudes: se le temía y repudiaba. Habían quedado muy atrás las prácticas típicas de los romanos, quienes usaron las zonas costeras como lugar de sanación, de ejercicio, disfrute y sensualidad.
Lena Lencek, profesora de Humanidades del Reed College, en Oregon (EE.UU.), y coautora del libro La playa: una historia del paraíso en la Tierra, cuenta a Tendencias que cuando se desintegró la cultura romana del hedonismo y se reemplazó por la cultura ascética de la cristiandad, se hizo más fuerte la idea de que los placeres del cuerpo había que aplacarlos. Y, precisamente, por el mismo legado de los romanos, durante siglos la costa se consideró un lugar que promovía la promiscuidad y el mal.
De hecho, durante el siglo XVI si a los estudiantes de la U. de Cambridge (Inglaterra) se los sorprendía bañándose en el mar, la primera vez se los azotaba y a la segunda eran expulsados. "Se pensaba que un estudiante no podía tener distracciones hedonistas. Eran consideradas inmorales y propias de las clases incultas", dice Eduardo Téllez, profesor de la U. de Chile y director del Centro de Estudios Históricos de la U. Bernardo O'Higgins.
¿Cómo fue entonces que la playa se convirtió en el destino favorito en vacaciones? La ciencia aportó su grano de arena. Todo partió alrededor del siglo XVIII, cuando se popularizó y extendió la tesis de que el mar tenía más virtudes que defectos: era beneficioso para la salud y la cura contra muchos males.
REMEDIO MARINO
"Cada tratamiento (para las enfermedades de las glándulas) debe terminar con un baño frío de mar... Esto conduce de gran manera a una cura perfecta", escribió en 1750 el doctor inglés Richard Russell, uno de los médicos que instaló la idea de los beneficios del baño marino. Tuberculosis, problemas en las glándulas, tumores, inflamaciones, artritis, catarros, dolor corporal, problemas respiratorios, gota, depresión, sífilis, lepra. Incluso la melancolía y la histeria se podían tratar con el agua de mar.
En el siglo XVIII, la idea de prescribir el mar como cura de cualquier enfermedad se masificó. Fue tanto que, según la investigación de Téllez, el libro de Russell se agotó en un año, algo peculiar para la época. Y lo mismo pasó con su segunda, tercera y cuarta edición.
Claro, la hipótesis había partido a mediados del siglo anterior en Gran Bretaña. Lencek explica que todo comenzó con la idea de algunos físicos y médicos que creían que los minerales del agua marina podían ser tan beneficiosos como las aguas minerales ricas en azufre y hierro. Russell alababa el mar porque contenía elementos como yodo, cloruro de sodio o sulfato de magnesio. Se creía que el choque con el agua, su salinidad y la baja temperatura curarían todos los males.
Debido a estas creencias, los primeros que se acercaron a la playa eran personas enfermas. Para Lencek, los médicos y físicos del siglo XVIII fueron "apóstoles de la playa", porque dieron la confianza a los pacientes de la aristocracia de usar el mar, a pesar de todos sus prejuicios.
La prescripción llegó en el momento preciso para la elite. Tenían un problema de salud generalizado, tics nerviosos, problemas digestivos, males que les hacían temer que nadie podría heredar sus títulos y privilegios.
Téllez explica que Robert Burton, médico que fue de los primeros en el siglo XVII en masificar la idea de asistir a la costa con fines terapéuticos, escribió en 1621 en su obra Anatomía de la melancolía, que el mar podía combatir el mal que afectaba a los nobles: la melancolía o spleen (el tedio a la vida, la depresión). En el siglo XVIII los aristócratas llegaron a creer que la Revolución Industrial los había enfermado, porque la ciudad tenía más gente, contaminación y enfermedades.
Si bien el baño de mar prometía la cura, el tratamiento no era nada placentero. Por el contrario, los británicos inventaron una terapia de inmersión y casi ahogamiento. Era aconsejable hacerlo en la mañana, antes que el sol saliera y lo ideal era el agua semicongelada de invierno. Lencek comenta que a las 6.00 a.m., la gente de la aristocracia daba sus nombres a una recepcionista y se le asignaba una persona que supervisaba su inmersión.
El tiempo que pasaban desnudos en el agua dependía de la enfermedad y el tratamiento. Luego, los mismos ayudantes frotaban a las personas para darles calor y permitir que recuperaran el aliento. Ese shock que provocaba el agua en el sistema nervioso era visto como un factor que revitalizaba el organismo y ayudaba a restaurar la armonía entre cuerpo y alma. "Los baños helados causan una sensación de frío y eso, con el terror y la sorpresa, hace contraer las membranas nerviosas. (...) Todas nuestras acciones y razonamientos se ven revitalizados por la compresión externa del aire frío", escribió el inglés Sir John Florey, quien recetaba baños de menos de 10 °C. Eso sí, en la tarde, había espacio para el relajo, las caminatas y cabalgatas.
Para que el tratamiento fuera efectivo, el consejo no era sólo bañarse, sino también tomarla. Una combinación de baños diarios y el consumo de "media pinta de agua de mar" (284 ml) en las mañanas y otra después del baño, era la prescripción de Russell.
La moda llegó a tanto que el agua de mar se embotelló para quienes no podían viajar a la costa y los diarios publicaban, según cuenta Lencek, dónde comprarlas en la ciudad. Debido a que los baños de mar se masificaron en la clase alta, surgieron los spas y hospitales en la costa. Además, a las propiedades del agua de mar se sumaron las del aire de la playa: según estudios de la época el aire marino era más puro y saturado de oxígeno que el de montaña. Todo este cúmulo de prácticas y creencias se masificó rápidamente en la aristocracia de otros países europeos y pronto cruzó el Atlántico.
LA CURA EN CHILE
A Chile estas ideas llegaron en el siglo XVIII, pero el primer antecedente registrado de su práctica a nivel local data de 1830, cuando un anuncio publicitario en un diario invitaba a "baños de mar" en plena bahía de Valparaíso. Así lo explica la tesis "Bañistas, turistas y veraneantes en Chile: de las higiénicas aproximaciones al mar a la casa de veraneo moderna (1870-1948)" de Rodrigo Booth, profesor del Departamento de Arquitectura de la Universidad de Chile.
Para disfrutar de esta oferta había dos alternativas: playas o baños de mar, que eran construcciones de madera que flotaban en bocas de mar. En el libro Andanzas de un alemán en Atacama. 1852-1858, Paul Treutler describe los baños de Valparaíso y recalca la falta de pudor de los bañistas locales. "(…) me admiré de cómo las damas podían elegir para su paseo este lugar donde se bañaban cerca de 100 hombres, que se desvestían y vestían sin pudor a la orilla del camino. Pero luego debía aumentar mi extrañeza, pues un poco más allá, por el mismo sendero, me encontré con un gran número de mujeres y muchachas, que se bañaban algunas vestidas sólo con una camisa, otras, con nada más que una toalla alrededor de las caderas, o que, sentadas a orillas del camino se vestían y desvestían sin ninguna vergüenza (…)", contaba Treutler.
En esos años no había vacaciones ni fines de semanas, por lo que los únicos que podían disfrutar de los baños eran los mismos habitantes de Valparaíso o la elite que podía darse el lujo de dejar de trabajar.
Eso sí, había un "plan B". La mejor forma de acceder a esta terapia era pedir lo que hoy serían licencias médicas. Hay registros de permisos laborales entregados para períodos de descanso en la costa. Curiosamente, muchos se presentaban en verano. "Hacia 1870 se consolida la idea de bañarse", dice Booth.
En la Guía de baños de mar y preceptos hijiénicos para las familias i paseantes (1882), escrita por el higienista J. A. García Quintana, se recomendaban los baños de mar para "(…) los que se hallen extenuados por el estudio o por otros excesos (…) En las neurosis; en las palpitaciones nerviosas; en los resfríos crónicos o propensiones a cojer resfriados (…) a los afectados por abuso del tabaco. I en fin, a los individuos glotones, que son víctimas de su incontinencia (…) a los afectados de ophtalmías; de otorreas i pérdidas diversas; a los enfermos de caries poco difusas en los huesos (…) a los convalecientes de fiebre tifoidea; a las personas cuya constitución haya experimentado debilitamiento i desórdenes funcionales de la matriz, los baños de mar son un remedio sui generis".
Además de Valparaíso, los bañistas del siglo XIX contaban con la primera playa moderna del país, Miramar (1870), y también con Viña del Mar (1874). En la segunda mitad del siglo XIX también surgieron Concón (descrita por la revista El Turista como un "paraíso anti-bubónico [que] ofrece la impunidad contra todo flajelo que nos azote"), Zapallar, Constitución, Cartagena y Quintero.
"El resultado de todas estas teorías médicas fue la instalación de hospitales que utilizaban el baño de mar en sus tratamientos", explica Booth. En Chile hubo dos: los sanatorios marítimos de Cartagena (1906) y Viña del Mar (1929), dice el investigador.
DE LA MEDICINA AL OCIO
Mientras Chile descubría los poderes curativos, en el hemisferio norte, la playa adquiría otro rol. El doctor Robert Ritchie, investigador californiano que está escribiendo un libro sobre la historia de los resorts y balnearios, explica a Tendencias que a medida que los poderes curativos del mar se masificaron, los complejos turísticos tuvieron que desarrollar entretención para mantener a las elites ahí. Así, el ocio a la orilla del mar comenzó a ser bien visto. Y empezó a atraer, no sólo a los enfermos, sino que también a los sanos. "En el siglo XIX los resorts pasaron a estar más orientados a la recreación en lugar de enfocarse en la terapia de enfermedades", dice.
Por otro lado, Kevin Brown, historiador inglés y autor del libro La historia de la enfermedad y la salud en el mar, explica a Tendencias que ya a mediados del siglo XIX los baños de mar se popularizaron en las clases medias. "De esa forma, los centros turísticos costeros se fueron convirtiendo en lugares de placer y relajación", afirma.
Esta masificación surgió, en parte, porque las compañías de trenes construyeron balnearios y hoteles al final de las líneas del ferrocarril. Pero hubo pequeños cambios que marcaron la evolución hacia el ocio. Ritchie dice que los trajes de baño y medidas de seguridad como el oficio de salvavidas, hicieron que la diversión en el agua fuera más común.
En el siglo siguiente y en Chile, más precisamente en 1912, Miguel Pérez se convirtió en uno de los pocos salvavidas del país. El oficio nace en los centros recreativos por la escasa pericia de los nadadores (en 1909, sólo 25% de los varones sabía nadar) y como una medida destinada a asegurar esa diversión que la elite buscaba. Un grupo que, ya a fines del siglo XIX, veraneaba en la playa no con excusas médicas, sino que para disfrutar del ocio y ostentar su capacidad económica.
Booth comenta que la playa como destino preferido de la familia chilena, no sólo de la elite, se expande a partir de la década de 1930, cuando las vacaciones empiezan a ser pagadas para los empleados públicos (beneficio que llega a los empleados privados a partir de los 40). "Recién en los 50 y 60 vemos el balneario como algo masivo, con veraneantes que van a Viña o el litoral central", concluye el experto de la U. de Chile. Después de todo, las vacaciones de la playa en familia son una tradición más moderna de lo que creíamos.