EL PROYECTO de ley ingresado por el Gobierno y mediante el cual busca regular a las plataformas tecnológicas que ofrecen servicios de transporte tales como Uber o Cabify, comienza reconociendo que estos servicios son "bien valorados en términos de seguridad, disponibilidad y transparencia en los mecanismos de cobro y calidad de servicio". Sin embargo, olvidándose de aquello, el articulado impone impuestos y regula excesivamente un servicio que ha introducido competencia en un mercado que presenta demasiadas distorsiones, favoreciendo a un grupo de interés a costa de miles de usuarios.

El texto presentado en el Congreso, exhibe varias falencias que debieran ser corregidas durante la discusión legislativa. Por de pronto, la propuesta considera un sistema de control centralizado donde expertos designados por el Ministerio de Transporte definirán las tarifas, horas de alta y baja demanda, las características de los vehículos que pueden ser utilizados, así como cuántos kilómetros máximos podrá recorrer cada empresa. Todo lo anterior hace recordar los problemas de diseño y de financiamiento que presenta el Transantiago, en donde se confía en las capacidades de un regulador central por sobre las miles de decisiones que toman quienes necesitan transportarse y quienes están dispuestos a prestar ese servicio. Asimismo, requerirá de un sistema de fiscalización costoso y complejo -distinguir entre vehículos particulares y los que presten servicios a las plataformas no será sencillo- aun cuando la ley contempla un registro.

Asimismo, establece prohibiciones que son difíciles de justificar y que van en contra de lo que el mismo proyecto busca. Por un lado, se impide pagar en efectivo aludiendo a razones de seguridad que justificarían dicha medida. Si ello fuera cierto, no existen motivos para que ello no sea también exigido a los taxis tradicionales. Por otra parte, se impide que las plataformas ofrezcan servicios de taxis colectivos, modalidad que actualmente existe en otros países, y que tiene el beneficio de dar un uso más eficiente a los vehículos generando menores externalidades negativas en forma de congestión y emisiones. Nuevamente, esta medida no se comprende sino por el esfuerzo de evitar incomodar a otro grupo de interés como es el gremio de los colectiveros.

La inclusión de un impuesto es igualmente controversial, con visos de inconstitucionalidad al definir a priori qué usos se le darán a los recursos recaudados, para mantener a flote una industria que está enfrentando significativos cambios tecnológicos financiando aspectos que evidentemente debieran ser cubiertos por los mismos taxistas como seguridad, tecnología y renovación de los vehículos. De esta manera, se introduce injustamente una carga a los usuarios de empresas que están entregando un servicio que, tal como indica el proyecto de ley, ha sido valorado.

El gobierno, en lugar de abrir espacio a la innovación, impone trabas que terminarán por impedir el desarrollo en Chile de una industria que de todos modos será incontenible -además de las plataformas tecnológicas, comenzarán a irrumpir taxis autónomos, tal como los que ya circulan a modo de prueba en las calles de Singapur-, buscando no incomodar a quienes hoy gozan de los privilegios de un oligopolio que, gracias a los cambios tecnológicos, se justifica cada vez menos.