"Se va el Santiago antiguo", decía Joaquín Edwards Bello en 1928. La voz literaria de la tradicional clase alta chilena fue testigo de las transformaciones de la ciudad a fines del siglo 19. Entonces las casas de adobe y calles de tierra comenzaban a ser reemplazadas por las lujosas mansiones de las familias ricas.
Se les llamó palacios, aunque eran más pequeños que sus referentes europeos y allí no vivía nadie de sangre azul. Pero su principal atributo era el lujo. La historia de estas mansiones, hoy desaparecidas o en mal estado, se relata en Palacios al norte de la Alameda. El sueño del París Americano, de Fernando Imas Brügmann y Mario Rojas Torrejón. Recién editado por la Corporación del Patrimonio Cultural y financiado por el Banco Bice, busca "contar la historia de Santiago a través de sus edificios", dice Soledad Rodríguez-Cano, directora de la publicación, en la que participan también el arquitecto Sebastián Gray, la historiadora Isabel Cruz y el escritor Roberto Merino. Es el relato de la ascensión social de nuevas familias, enriquecidas gracias a la banca, la minería y el comercio.
Uno de los primeros palacios fue el de Francisco Ignacio Ossa, dueño de las minas de plata de Chañarcillo. En 1860 mandó a construir una réplica de La Alhambra de España y envió al arquitecto Manuel Aldunate a Granada. El edificio de calle Compañía, hoy sede de la Sociedad Nacional de Bellas Artes y pronto a ser restaurado, tuvo su peor momento en 1891: la casa del partidario de Balmaceda fue saqueada y sus obras de arte destruidas.
La clase alta tenía los ojos puestos en Europa: hablaba francés, compraba en París. El centro debía parecerse también a la capital francesa, y esa fue la inspiración del Plan de Transformación de 1872. Los nuevos palacios también debían lucir europeos. Se instalaron cerca de la Plaza de Armas, el Congreso o la Alameda.
La construcción del Palacio Pereira (1872), a seis cuadras de la Plaza de Armas, le atrajo críticas a la familia. Su dueño fue vilipendiado por obligar a las visitas a trasladarse en coche. "No se entendía la elección de construir su palacio sobre un viñedo, hoy calle San Martín con Huérfanos", explica el autor Mario Rojas. Con el tiempo llegaron otros y "por años la calle San Martín fue la avenida de los palacios".
Hoy no quedan rastros del más impactante, el Concha-Cazotte (1876), entre Av. Brasil y el Liceo de Aplicación. Algunos lo llamaron "una pesadilla turco-siamesa": tenía cúpulas doradas y escalinatas de mármol y un parque con palmeras. Allí se realizó la fiesta del siglo: el baile de fantasía, al que no faltó Edwards Bello. Pero la familia de Enrique Concha y Toro no sobrevivió a los despilfarros, los malos negocios y la muerte de una hija por intoxicación de erizos. El edificio fue demolido en 1935, se loteó su parque y dio paso a un conjunto residencial que hoy es el barrio Concha y Toro.
Los palacios aún en pie (entre ellos el Edwards, sede de la Academia Diplomática) son testimonio de un estilo de vida que no sobrevivió al siglo 20. Las clases adineradas después se trasladaron al oriente y adoptaron un estilo de vida americano.