Francisco Torrealba: "Yo sobreviví a una avalancha"
"Era el año 97. En esa época yo estaba en el colegio y hacía andinismo. Un fin de semana largo de fines de mayo fui con un grupo al Cajón del Maipo a subir el cerro Mirador del Morado. Yo, con 16 años, era el más chico de ocho en el que el mayor debe haber tenido 60, todos del Club Andino Wechupun.
En el acceso al monumento natural El Morado hay un refugio de la Conaf, a donde llegamos el sábado en la mañana, nos registramos y comenzamos a caminar bajo el cielo despejado. A medida que avanzábamos se cubrió de nubes y empezó a nevar, algo suave. Tras unas cuatro horas andando llegamos al campamento base. Mientras levantábamos las carpas el tiempo se fue empeorando, pero todo eso nos parecía entretenido. La idea era ver cómo seguía al día siguiente y definir si podíamos subir.
Como a las tres de la mañana alguien me despertó. Había más de un metro de nieve, muchísimo. 'Parece que están empezando a caer avalanchas', dijo uno. Nos quedamos callados y sentimos que algo se rajaba y después quedaba en silencio. La conclusión general fue que era mejor esperar y bajar apenas aclarara.
Cuando nos levantamos había cerca de dos metros de nieve. Y no paraba. Durante la tarde habían llegado unas cuatro personas más, entre ellas, una niñita, como de 13 años, con su papá, a acampar y los había pillado desprevenidos la tormenta. Los sumamos a nuestro grupo.
Quedarse ahí era una bomba de tiempo. Eventualmente iba a agarrarnos una avalancha por lo que teníamos que volver al refugio de la Conaf, que en esas condiciones estaba infinitamente lejos. No veíamos dos metros adelante, había poca luz y viento blanco. Desarmamos las carpas rápido y en silencio. Empezamos a avanzar en fila, encordados, salvo el primero que iba libre para poder ir haciendo una huella, como excavadora, un trabajo súper cansador, por lo que hay que ir rotándose. A esas alturas todos estábamos aterrados. Cada vez que sentíamos un ruido yo pensaba, 'ya, esto es. Aquí viene'.
A las cuatro o cinco horas todavía nos quedaba más de la mitad de camino. Iba adelante cuando, de pronto, sentí un ruido y un viento fuerte que levantó la nieve a mi lado. En centésimas de segundo vino el combo, desde el talón a la pera. La avalancha. Es como si te revolcara una ola, pero de nieve. No me dolió, o no me enteré de eso. Di vueltas y vueltas, hasta que paró.
Abrí los ojos. Oscuridad absoluta, silencio absoluto. Sepulcral. Ahí me di cuenta de que estaba enterrado vivo y me puse a gritar. 'Se me va acabar el oxígeno y me voy a morir', pensé. Me tranquilicé. Traté de mover los pies, cero movilidad; la mano izquierda, cero movilidad. Era como estar atrapado en un bloque de concreto. Escupí, y como la saliva se fue hacia mi cabeza me di cuenta de que estaba dado vuelta. Mi conclusión fue, 'no estoy amarrado con nadie. Si alguno sobrevivió, no va a tener cómo ubicarme'. Con angustia infinita pensé en mis papás y hermanos, en mi vida, en todo lo que me quedaba por realizar. Que te degüellen debe ser horrible, pero al menos es más rápido que morir lento, enterrado. Cada cierto rato volvía a gritar desesperado. Después me resignaba.
No sé cuánto tiempo pasó. ¿Cinco, veinte minutos? En algún momento oí algo. Pasos. Escuché atento y cuando los sentí más cerca, grité con todas mis fuerzas. Y empezaron a escarbar.
¿Qué había pasado mientras? La avalancha nos había agarrado a todos, pero dos quedaron semienterrados, lo que les permitió salir y seguir la cuerda. El único pendiente era yo. No fueron mis gritos, sino algo mío que encontraron por ahí, mi mochila, no lo sé. Estaba tres metros bajo la nieve.
No me acuerdo qué sentí al momento de salir, pero si fue felicidad duró poco. Había gente que estaba en shock, seguía nevando, seguíamos viendo casi nada, seguía faltándonos la mitad del camino, y se seguía escuchando el tremor de avalanchas en todas las direcciones. Alguien sacó unos higos secos y los comimos callados, con la convicción de que estábamos fritos. Íbamos a seguir bajando, nos iba a agarrar otra avalancha y esta vez no perdonaría.
Avanzamos paso a paso con una pequeña luz de esperanza. Después de lo que pareció años, llegamos al refugio de la Conaf. Nos abrazamos, lloramos, gritamos, descansamos. Luego nos subimos a los autos para volver a Santiago. Como yo vivía en Colina, me dejaron en el Metro. Me acuerdo de ir en el carro, entero mojado, mirando caer las gotitas de agua mientras la gente iba hablando del partido de fútbol, del supermercado. Yo los miraba y pensaba cuán absurdo sonaba todo.
No he vuelto al Morado, ni seguí viendo a los del grupo. Pero un par de años después me encontré con uno de ellos en la calle. Me abrazó y me preguntó cómo había cambiado mi vida. Me contó que él se había separado, que tenía otra religión. Con el tiempo supe que no fue el único, que varios habían dado vuelcos completos en sus vidas.
No fue mi caso. Yo era cabro chico, tenía 16 años. Sí creo que influyó en que dejara de ser creyente: no me lo tomé como un milagro, sentí que sólo había tenido suerte. Mi reacción más evidente es que dejé el andinismo. Vendí mi equipo y durante 10 años no pisé la nieve. Hace algunos años volví a esquiar pero todavía le tengo enorme respeto a la nieve. De hecho, mientras estudiaba en Stanford hice un curso de avalancha.
No pienso en este episodio seguido, pero sí me cambió para siempre. Sé lo que se siente un poquito antes de partir, y he adquirido el hábito de tratar de que cada día sea distinto y único; evitar la monotonía como que fuera el diablo".
*Francisco Torrealba tiene 35 años y es uno de los socios fundadores de Valhalla, empresa dedicada a proveer energía solar más barata que el carbón.
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