Cuando en cien años más los libros de historia deban consagrar alguna de sus páginas al movimiento cultural más decisivo del siglo XX -el rock-, de seguro la alusión a los festivales como esos festines donde mejor fluía la química comunitaria y democrática propia de la era prodigiosa del género se remitirá a Woodstock o Monterrey en los 60.
Desert Trip, el megaevento que se hizo este fin de semana en California y que se repite a partir de este viernes, aparecerá como el capítulo final de esa épica, 50 años después, ilustrando con elocuencia el reciclaje del rock como un bien de consumo masivo, rentable y mermado de peligro, aunque aún con capacidad para despachar experiencias que ninguna otra variante cultural ha podido alcanzar. Este es el legado que el llamado festival del siglo no sólo dejará a los arqueólogos del futuro sino que, en lo concreto, a la manera de ver la música y, por sobre todo, el negocio en las próximas temporadas.
* Respeta a los menores
Los dos mejores espectáculos del festival, o al menos los más intensos y que lograron que el campo de polo de Indio rasguñara una agitación casi telúrica, fueron Neil Young y The Who. Curiosamente, algo así como hermanos menores en sus respectivos géneros, casi siempre doblegados por la popularidad de otros (la cantautoría estadounidense en uno, la invasión británica en el segundo), aunque con destreza histórica para resumir su potencial en las presentaciones en vivo más que en la postal estática que implican los discos. Solo en ese casillero, los Who, por ejemplo, no tenían rival alguno, ni Beatles ni Stones.
En lo concreto, Neil Young tomó por sorpresa incluso a muchos estadounidenses que jamás lo habían visto sobre un escenario, ahora testigos de una entrega visceral y que se macera de modo progresivo, desde la imagen de un hombre camuflado por piano y armónica en el emotivo inicio con After the gold rush, hasta la ruidosa arremetida eléctrica de su notable banda, Promise of The Real, sobre el cierre de la velada.
The Who es un grupo que, si no fuera por los fallecimientos de dos integrantes claves (el baterista Keith Moon y el bajista John Entwistle), no ha variado un ápice. Siguen siendo bestias de escenario, una máquina donde la técnica de un virtuosismo aún intacto (increíble la destreza de Pete Townshend en guitarra) convive con la magia de revivir bajo canas y aspecto sexagenario esos trucos salvajes de antaño, como arrojar el micrófono por los aires, o girar y girar el brazo para embestir las seis cuerdas. Hora además de mirarse el ombligo: de los seis invitados en el desierto, son los únicos (con Young) que aún no pasan por Chile.
* El hombre del piano
Bob Dylan fue el comensal que más descolocó a la audiencia, sobre todo porque se trataba del número de apertura, el encargado de empezar a bajar los nervios y satisfacer expectativas. ¿Pero cómo es posible que un artista que apenas habla, de mutismo crónico y que incluso guarda en el sótano sus mayores himnos -no cantó Like a rolling stone ni Blowin' in the wind- sea el responsable de inaugurar la fiesta?
La pregunta con acento de queja se repitió en los pastos de Indio, sobre todo en los asistentes de la zona general que apenas podían divisar la silueta del estadounidense. Pero las críticas configuran el legado de un artista radical en su carácter austero, con la música como único lenguaje posible y con un show que sirve de balance para la aventura visual de verdaderos estrategas de la opulencia, como Waters y los Stones.
* Señores políticos
Si Desert Trip intentó congelar por un fin de semana los mejores años del rock, la oferta debía entregar un aspecto fundamental: la pólvora que durante décadas lo hizo peligroso. De hecho, si se traza un relato lineal de principio a fin, algo de esa intención subyace: Dylan partió con Rainy day women 12&35, canción llena de guiños a las drogas y prohibida en los 60 por algunas emisoras a ambos lados del Atlántico, mientras que Waters dejó para el final una colección de insultos que en esas pantallas kilométricas dejaron en claro su aversión por Trump: "eres un cerdo" y "fascista, racista y mentiroso" fueron algunos de sus apelativos.
Pero incluso frente a tanto anzuelo para disparar contra el enemigo y en plena campaña electoral en EE.UU., los artistas en general guardaron silencio y no ejercitaron a momentos un necesario proselitismo. Sólo Waters marcó la diferencia, aunque con esa misma distopía orwelliana con la que viene insistiendo hace décadas y que mira a la sociedad como un entramado de cerdos y ovejas, donde campean la paranoia y la estandarización del pensamiento. Sabe un pelín obsoleta, aunque precisa ante una campaña de Trump que ha hecho de los muros su mayor credo.
También se extrañaron mayores colaboraciones entre los músicos, con Young y Macca como la única postal de camaradería eterna.
* No a la variedad
Desert Trip pulverizó la visión más reciente de los festivales y que los mira como una gran vitrina donde se puede disfrutar de todo, desde hip hop a música de Marruecos, de electrónica a cumbia de ética punk. Aquí, solo gobernaba el rock clásico. La música que antecedía a los shows o la de los carritos que trasladaban a los asistentes por el reducto solo se remitía a hits previos a 1980. Un modelo de espectáculo que, en años venideros, podría hacerse cargo de otros sonidos y, por qué no, levantar un Desert Trip consagrado al metal, el punk o la new wave. Uniformidad antes que diversidad.
Con casi 60 mil personas por noche, la fórmula dio resultados, además gracias a otro elemento: una porción importante de los espectadores apenas había visto a dos o tres de los números del cartel, por lo que el evento funcionó como esos paquetes turísticos que comprimen en un par de días visitas por ciudades o atractivos turísticos de mil años. Un todo en uno para decir que ya lo viste todo, un viaje que sintetiza en 72 horas a los héroes artísticos de la era en que viviste.
Eso sí, el juego es de doble filo. Salvo en Young, McCartney y The Who, la audiencia se mostró algo apática y fría, quizás condicionada, paradójicamente, por los 39 grados que cada día azotaron la pradera californiana.
* Clics poco modernos
En el resumen, todos los artistas invitados justificaron con holgura su inclusión en un festival que pretendía tener a lo más grande del siglo pasado, además de demostrar que viven presentes dignos e inquietos. McCartney es quizás el que más se ha sabido reinventar, aunque cree que la procesión es personal: "Cuando canto temas de los Beatles, veo mil pantallitas de celulares iluminándome. Pero cuando hago una nueva, sólo veo un hoyo negro. Bueno, aquí les va un hoyo negro", dijo antes de presentar uno de sus singles más recientes, Queenie eye.
Waters despunta la contraparte como el único cuya vida en solitario parece paralizada y que no estrena un nuevo álbum hace casi 25 años. Desde ahora, el futuro dirá si estas leyendas quieren continuar en la búsqueda creativa que precisamente los convirtió en esenciales. Desde ahora, comienza el primer día del resto de sus vidas.