Imaginen esta situación: un niño le pregunta a su padre por qué en la carrera que acaba de terminar, todos festejan al que se quedó tercero y no al ganador. El hombre, confunfido, no sabe bien cómo explicar la paradoja que en la televisión se transmite en directo desde Londres. Le cuenta que el moreno más alto, el que hizo morisquetas desde que se paró en el rekortán, pelea por ser el mejor deportista de todos los tiempos, que es el dueño de los récords en los 100 y 200 metros y que, desde que corrió en los JJOO de Beijing en 2008, ha ganado todo, incluso en los relevos junto a sus compañeros jamaicanos.
¿Y el ganador no es importante? insistiría el pequeño. No es que no sea importante, pero es bastante odiado. Ha sido tramposo, incluso en dos ocasiones lo descubrieron haciendo cosas indebidas. A los tramposos nadie los quiere, le aseguraría el papá. ¿Por qué el ganador le hizo una reverencia al de amarillo? Consultaría el muchacho, tratando de entender un poco más de la escena. Porque es su verdugo, porque fue quien siempre lo derrotó y justo ahora, en el momento en que el de amarillo decide no correr más, fue derrotado por el de azul.
Así, más o menos, pudo ser la discusión que ayer muchos adultos sostuvieron con sus niños. No se puede explicar de otra forma la manera en que Usain Bolt se retiró del atletismo, pensando en su último oro, pero mordiendo el bronce porque dos rivales le arrebataron el metal más preciado. Uno clásico como Justin Gatlin, que se quedó con el oro; otro que recién está descollando, como Christian Coleman, que se quedó con la plata. Una historia, por así decirlo, de héroes y villanos, porque es evidente que para muchos fanáticos, Usain Bolt representa los nuevos valores del atletismo, del juego limpio y los egos grandes. Justin Gatlin, en cambio, por sus sanciones de dopaje ha sido siempre cuestionado y resistido por muchos.
Y ayer, en el ocaso de la alta competencia del astro que revitalizó el atletismo en el mundo, ese villano se quedó con el oro en una carrera que comenzó desde atrás. Bolt, en cambio, fue relegado al tercer puesto quizás por confiado, quizás porque simplemente sus lesiones ya no le dieron para más. Un bronce amargo e impensado para quien estuvo acostumbrado siempre a imponerse cómo donde fuese, desafiando la lógica en los momentos más complejos, como en los Juegos de Río pasado, donde llegó mermado por dolencias físicas, pero igual brilló sin problemas. Ayer, se volvió a ver a Bolt corriendo desesperado.
Puede que la preparación para este último sprint no haya sido la mejor. Basta con mirar que los tiempos con los que Bolt llegó (era el quinto más veloz del año hasta antes del Mundial) evidenciaban ciertas dudas con lo que podría mostrar. De hecho, el jamaicano recién ayer logró imponer su mejor marca en el año, el 9"95 con que fue tercero. Quizás, prefirió olvidar que sus rivales también corren.
Y en los tacos, de los que se quejó desde el comienzo y que siempre han sido su debilidad, Bolt fue el segundo más lento en despegar. Error que es parte de su norma, pero que ahora, por primera vez, le pasó factura.
Parecía, de hecho, que sería Coleman quien dominaría. El rookie de la velocidad controló desde los 20 metros en adelante a pura potencia, llevando un ritmo durísimo que, al final, su antónimo, el veterano Gatlin, logró superar. El campeón se hizo de su corona recién en el segundo 9, corrió a pasos largos, aprovechó su poderosa musculatura y se llevó hasta la meta colándose por la puerta trasera, sorprendiendo a todos. 9"92 fue su marca, una no muy brillante en realidad, pero suficiente para aprovecharse de los errores de Bolt y la inexperiencia de Coleman.
¿Ganan los villanos? Claro que sí, muchas veces. Ayer, Gatlin se colgó el oro de Londres, pero Bolt se llevó algo más preciado: la admiración de todos.