¿Qué sucede cuando un grupo de curadores decide hacer una muestra de arte contemporáneo con obras producidas en los últimos 10 años? La mayoría de ellas puede que haya sobrevivido al paso del tiempo, pero siempre hay algunas que desaparecen. Es el caso de la Máquina Cóndor, la instalación que realizó Demian Schopf en Galería Gabriela Mistral en 2006, y que lo puso al frente de su generación con 31 años.

La obra consistía en un servidor de computador que generaba poemas a partir de otros, en forma aleatoria, y que además se intervenían con palabras buscadas al azar en diarios como The New York Times y The Economist. Las frases eran impresas en papel y proyectadas en 105 pantallas. Se trató de una conjunción de tecnología, filosofía y arte pocas veces vista en la escena local.

A ocho años de ser producida, Máquina Cóndor fue seleccionada por los expertos en arte y galeristas Sergio Parra, de Metales Pesados Visual; Ana María Yaconi del MAVI, y Pedro Montes, de Departamento 21, para integrarse a Grado cero, la muestra que abre hoy en el Centro de las Artes (CA) 660 y que reúne obras realizadas entre 2000 y 2010. El único problema es que la obra ya no existe.

"En ese momento no había un mercado del arte tan desarrollado como ahora ni galerías que se interesaran por la obra, asi que decidí reutilizarla para crear la Máquina de coser, que exhibí en 2009. Claro que me arrepiento, la verdad es que nunca me imaginé que esta obra fuese a trascender en la memoria del público, en ese momento lo único que me preocupaba era que ningún monitor se apagara", cuenta Demian Schopf.

A pesar de que ya no existe, la obra ha sido recuperada para la muestra con registros como fotos, planos y cientos de hojas impresas con los poemas creados por la máquina. "Fue un desafío reunir esas obras que quedaron en la memoria colectiva, en el imaginario del público y poder revivirlas es una oportunidad única", dice Sergio Parra, uno de los curadores.

Grado cero, que reúne 33 obras de artistas locales, fue organizada por el galerista Paul Birke y la curadora general del CA660, María Pies, quienes convocaron al comité de selección y al especialista italiano Jacopo Crivelli, radicado en Sao Paulo y curador de la Bienal de Cuenca, quien dio una mirada foránea al recorrido de obras. "Lo más interesante es cómo estos artistas se logran despegar del tema político de dictadura que primó en la generaciones anteriores y se internan en otros tipos de temas igual de políticos, sociales y cotidianos, aunque rescatando algunas técnicas ochenteras como la performance o la instalación. En varias obras se repite el concepto de la urgencia, la precariedad y la vivienda social", señala Jacopo Crivelli.

En esa línea se mueven obras como la de Voluspa Jarpa, una bandera chilena en la que plasmó la pintura de una mediagua en 2002, o el cartel publicitario que Andrés Durán instaló en varios comunas de Santiago en 2001, donde se exhibían las precarias casas que estaban justo debajo del cartel. También hay un universo doméstico reflejado en las obras de Magdalena Atria, quien trabaja en una técnica muy artesanal un gran y colorido mural hecho de plasticina, o en otro mucho más crudo, la pieza de Josefina Guilisasti, El caso de las cajitas de agua (2003), que evoca en siete fotografías el asesinato de un hombre en manos de su esposa, quien descuartizó su cuerpo en siete partes y lo ocultó.

Según el galerista Pedro Montes, Grado cero exhibe "la mejor colección de arte chileno de esa época", de autores nacidos entre 1965 y 1975. Entre ellos está Fernando Prats, con registro y pieza original de Big Sur, la obra con que representó a Chile en la Bienal de Venecia de 2011, y Sebastián Preece, quien al igual que Demian Schopf debió exhibir sólo el registro de su obra más emblemática, Fábrica, una intervención hecha en el Hospital del Salvador, en 2002: a través de una excavación bajo tierra acumuló las hojas desprendidas de una gran árbol que da sombra al lugar, creando un vínculo entre naturaleza y arquitectura.

La muestra también dio pie a reinstalaciones, como Bestia segura de Máximo Corvalán, una cama hecha en forma de laberinto donde once ratones siguen un circuito sin fin que es registrado por dentro con cámara de video y proyectado en una de las murallas de la sala. "La obra tiene muchas lecturas. Tiene que ver con los sistemas de vigilancia a los que estamos sometidos, somos como ratones condicionados a vivir bajo ciertas reglas, pero también hace guiños a las torturas de la dictadura y al sistema hospilatario. La obra la he mostrado en Shanghai, Alemania y Argentina, donde se perdió. Estoy contento de tener la oportunidad de rehacerla y volver a exhibirla", resume Corvalán.