El balón surca volando el área de Universidad de Chile. El cronómetro marca el minuto 94 de juego y el marcador refleja un resultado de 1-0. Hay 17 grados centígrados en Ñuñoa y 46.703 personas tratando de empujar con la mirada esa pelota lejos del arco de Herrera. El milagro se produce. El esférico se pierde por la línea de fondo. El esfuerzo colectivo ha merecido la pena. Eduardo Gamboa se lleva entonces el silbato a la boca y un hombre se derrumba sobre la cancha. Mientras todos levantan las manos al cielo en señal de victoria, él se arrodilla sobre el césped y lo besa. Le murmura algo al pasto. Es Guillermo Hoyos, el técnico de Universidad de Chile, el nuevo monarca del fútbol chileno.
El reducto ñuñoíno estalla entonces en un solo grito de triunfo, de redención, de liberación, y mientras los futbolistas se abrazan sobre el campo de batalla, el técnico enfila el camino hacia los camarines. Felipe Mora, el autor del gol de la decimoctava estrella azul, se levanta de un salto de la banca de suplentes. Sus lágrimas, que 20 minutos antes denotaban preocupación por su maltrecha rodilla derecha, son ahora el vivo reflejo del júbilo. Johnny Herrera camina con paso sobrio hacia el centro de la cancha. Es el jugador de la U más ganador de todos los tiempos. Carlos Heller, el presidente de Azul Azul, lo felicita cordialmente a la altura del círculo central, enterrando el hacha de guerra. Benegas grita. Lorenzetti es levantado en hombros. Jara gimotea y Pizarro y Ubilla se abrazan tendidos sobre el césped del Nacional. Es un festejo emotivo, profundo, cargado de rabia contenida, la del campeón que ha sufrido más de la cuenta para llegar a ser campeón. La del monarca herido todavía en su orgullo al recordar que hasta hace poco dudaban de su jerarquía.
Embriagados por una atmósfera de euforia colectiva, pocos reparan en que Hoyos no se encuentra junto al resto del grupo. Está en el camarín, orando. Transcurren 15 minutos hasta que un funcionario de Azul Azul consigue llevarlo de vuelta a la cancha. Allí, todos hablan de él. "Hoyos nos rescató", sentencia Matías Rodríguez, en conversación con los medios.
En la tribuna, los cánticos se suceden. Y van ahora dirigidos a Colo Colo, el archirrival que ganó en el norte, pero se quedó sin corona. "Me parece que el Indio no sale campeón. Sale el Bulla, sale el Bulla, sí señor", vocifera la fanaticada. "Todos tienen un estadio, unos de cemento, otros de tablón, pero no me importa nada, no tienen la hinchada que tiene el León", prosiguen.
Los familiares más cercanos de los artífices del título ingresan al césped del estadio. David Pizarro, visiblemente emocionado, y Gonzalo Jara, ven el título como un acto de reivindicación.
Cuando Arturo Salah (recibido con algunas pifias en el Nacional por los hinchas más puristas del club), entrega el trofeo del Clausura 2017 a Johnny Herrera, el estadio explota definitivamente. Dos años y medio después de su última corona, el plantel de la U vuelve a bailar al son del "Dale, campeón".
Tras la vuelta olímpica, el festejo prosigue en los camarines. Los futbolistas bailan alrededor del trofeo, situado en el centro del habitáculo, mientras afuera la hinchada estudiantil continúa tiñendo de azul la tarde santiaguina. Marcos Kaplún, director del club, entrega a La Tercera el presunto secreto del éxito: "Todos los rabinos son de la U", asegura. La fe judía de Kaplún y la cristiana de Hoyos parecen revestir de cierta confesionalidad el milagro obrado por el conjunto laico. Pero poco parece importar ahora, en el interminable festejo de la U, la corriente religiosa de cada uno. El equipo, a fin de cuentas, cree. Ha vuelto a creer en sí mismo.