Hace casi dos años decidí aceptar que jamás tendría hijos. Tenía 37 años y acababa de saber que mi fertilización in vitro había fallado. Nuestra batalla por ocho años contra la infertilidad incluyó seis inseminaciones artificiales, una cirugía, remedios, inyecciones de hormonas e innumerables (y a veces costosos) procedimientos. Cada nuevo test o tratamiento traía consigo la esperanza de que, esta vez, sí funcionaría. De todo aquello, lo que me quedó para mostrar es una foto de tres tristes grupitos de células -los embriones que no se implantaron- y ninguna explicación real de por qué no logré embarazarme.
Toda mujer que enfrenta la infertilidad debe decidir cuándo ha sido suficiente, cuándo ha llegado a su límite ético, emocional y/o financiero. A mí, mi sentido de la eficiencia me decía que si investigaba todas las opciones, buscaba ayuda en los mejores profesionales y seguía sus instrucciones, yo obtendría lo que quería. Hice todo ello hasta la obsesión, pero nuestras opciones se iban agotando. ¿Otra fertilización in vitro? ¿Donantes de óvulos? ¿Madre sustituta? No podíamos financiar otro tratamiento más y comenzábamos a sentirnos mareados con los riesgos asociados a los medicamentos y tecnologías involucradas. Sin embargo, mi principal razón para decir basta fue que ya estaba cansada de sentirme frustrada y desesperada. Necesitaba dejar de intentarlo para poder volver a vivir.
Desde entonces, he reflexionado sobre mi trayectoria en la búsqueda de un hijo y sus repercusiones. La infertilidad -definida como la incapacidad de concebir tras al menos un año de relaciones sexuales sin protección- no es una discapacidad, porque técnicamente no se necesita tener hijos para llevar una vida saludable. Para mí, es más bien un leve síndrome biopsicológico de por vida. Mi incapacidad física para producir niños tiene consecuencias emocionales y sociales con las que lucho cada día. Estas son algunas de sus manifestaciones.
Carencia de familia: siempre pensé que un niño nos transformaría de una pareja feliz en una orgullosa familia con una casa llena de amor. Esto era importante para mí, porque desafortunadamente no vengo de un hogar armonioso. Y el hecho es que la familia sigue siendo el único y mayor principio organizador de una vida establecida. Basta una caminata por mi barrio para dar cuenta de ello. Las parejas jóvenes conversan en el pasto después del trabajo, mientras sus hijos andan en bicicleta y dibujan con tizas de colores en las veredas. Mi marido y yo, a un costado, terminamos por sentirnos desentonando. La infertilidad es un tipo único de soledad.
Identidad de género: la maternidad sigue siendo central en el ser mujer, esa mágica cosa que hacen los cuerpos femeninos. También es algo socialmente premiado y una suerte de respaldo a la feminidad. En momentos de sinceridad, las madres confidencian que les gustó estar embarazadas por toda la atención que tuvieron. Como mujer infértil, me siento raramente asexuada, especialmente cuando miro a alguien que espera guagua. Si no puedo hacer eso (estar embarazada), ¿sigo realmente siendo una mujer?
Dilema en la amistad: es desafiante tener amigos que tienen hijos. Naturalmente, las personas que dedican sus vidas a criar hijos quieren hablar sobre ellos -la búsqueda de un buen jardín infantil, dónde ir de vacaciones familiares, cómo instalar una silla de niño para auto. Yo no tengo relación con esos temas y no tengo nada que agregar. A veces esas exhaustivas conversaciones sobre los hijos de otros me dejan tan alienada que siento la necesidad de levantarme e irme de donde esté.
Buscando un sentido: yo pensaba que un hijo me inculcaría en la vida un nuevo sentido de foco y propósitos. Pero la infertilidad me creó un vacío de significado. Y encendió en mí una renovada obligación por desenterrar mis pasiones y trabajar hacia mis objetivos. A menudo las madres describen el dar a luz como la más increíble experiencia que hayan vivido; el tomar por primera vez a su hijo como trascendente, y la crianza de éstos como "el más duro de los trabajos que amarás". Yo siento la necesidad de crear proyectos en marcha y experiencias tan sublimes como esas. Es una presión por embarcarse en una vida bien vivida, aun cuando nunca criaré niños.
"Por qué no adoptas simplemente?" es algo que escucho frecuentemente cuando les cuento de mi infertilidad a otros. Lo más interesante es que esas mismas personas suelen tener hijos biológicos y jamás han pensado por un minuto en adoptar. Después de tanto tiempo sin niños, todavía me siento ambivalente sobre la adopción. Admiro a quienes lo han hecho, pero no es para mí.
En vano he buscado por las habitaciones repletas de feministas furibundas que hablan sobre las maravillas que han logrado con todo el dinero, creatividad y energía que se han ahorrado al no tener niños. Pero tristemente descubro que no existe una guía para crearse una vida plena sin hijos. Es una situación que se resuelve en el camino.
A ratos es tentador definirme a mí misma como opositora a la paternidad. He pensado en dejar mi barrio que está orientado a las familias e irme a vivir al centro con alguna comunidad. También debo controlarme de no ostentar de mi tiempo libre y extravagantes indulgencias conmigo misma frente a mis amigos necesitados de sueño que son padres. Todavía no he logrado incorporar a mi vida a los niños de otras personas (algo que me dijeron es bueno hacer).
Mientras escribo esto, reconozco por primera vez mi fuerza y coraje de vivir con la infertilidad y con la decisión de no tener niños. Envalentonada, les pido a quienes han sido bendecidos con sus propios hijos que consideren lo siguiente: su familia es su fortuna, pero no todos tienen esa suerte. Sea cuidadoso sobre cuándo, cómo, a quién y, sobre todo, cuánto habla sobre sus niños. Así como no está bien mostrarse abiertamente resentida sobre la infertilidad, tampoco lo es alardear como padre orgulloso.
Si me preguntas si tengo hijos y te cuento que no puedo, un simple "lo siento" bastará. No hay necesidad de continuar con preguntas o salir con consejos o bromas. Por favor, tampoco palidezcas o actúes como si hubiese dicho algo inapropiado. Con la cantidad de información íntima compartida gratuitamente por estos días, no es necesario establecer un estigma a la infertilidad.
Para los otros que están experimentando vívidamente la angustia de la infertilidad, la buena noticia es que mejora. Desde el día en que tomé la decisión de dejar de intentarlo, nunca he mirado atrás. Mi marido y yo hemos sobrevivido a lo que probablemente sea uno de los desafíos más grandes que jamás enfrentaremos como pareja, hemos creado un vínculo y una intimidad que francamente no hubiesen sido posibles si tuviéramos que criar un niño. Y cada día presenta nuevas oportunidades de tener una feliz y satisfactoria vida como una mujer que no es madre.