Hace cuatro años, Rebecca Hannigan, una estudiante de ciencias ambientales de la Universidad de Sewanee, en Tennessee, Estados Unidos, participaba en una investigación de campo en la isla de St. Catherine cuando vio a David Haskell, uno de los profesores de biología de su universidad, parado solo bajo una palmera y con una grabadora en la mano. "Le hablaba al aparato y luego lo levantaba y lo acercaba al árbol, como si lo estuviera entrevistando y esperara una respuesta. Era bastante raro", dice en un artículo publicado a fines de marzo por la revista de vida al aire libre Outside.

Lo que Hannigan no sabía en ese entonces era que Haskell estaba realizando un experimento para su nuevo libro Las canciones de los árboles: historias de los grandes conectores de la naturaleza, que se publicó a comienzos de abril y que según una crítica aparecida en National Geographic, "nos recuerda que no estamos solos y que nunca lo hemos estado". En su génesis, el proyecto del autor era tan inusual como ambicioso: visitar reiteradamente una docena de árboles alrededor del mundo para grabar sus sonidos, mostrar cómo esos registros operan de manera similar al canto de los pájaros y explorar las conexiones de cada especimen con los hongos, bacterias, animales y humanos que los rodean.

Además de la palmera de St. Catherine, el selecto grupo de árboles que Haskell "entrevistó" durante dos años incluye un peral de flor que crece en pleno Manhattan, un olivo que se alza en la Puerta de Damasco en la ciudad vieja de Jerusalén y un enorme ceibo en la selva ecuatoriana, y que requiere dos días de viaje en bus y en bote para poder visitarlo. También hay un pino bonsái de 350 años que sobrevivió al bombardeo atómico de Hiroshima en Japón y que hoy vive en Washington. Haskell, de 48 años, afirma que, tal como los aficionados a las aves logran identificar un pájaro por su trino particular, los sonidos que producen esos árboles se pueden reconocer con algo de práctica.

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La selva donde crece el ceibo en Ecuador.[/caption]

En el libro, el investigador señala que factores como la lluvia y el viento ayudan en ese rastreo, ya que, dependiendo del tamaño y formas de hojas y troncos, cada especie tiene una acústica especial. Por ejemplo, una potente brisa en un risco de Ontario hace que un abeto balsámico "sisee como si una lija de acero puliera una mesa". Otro vendaval hace que el olivo de Jerusalén cruja como "una escoba de paja". Si un niño golpea con su puño el tronco del ceibo, el árbol actúa como un parlante "subwoofer" que envía "un llamado botánico y profundo" más potente que cualquier voz humana.

"La canción de un árbol nace de la experiencia de escuchar y de entender los orígenes de ese sonido en la biología de ese árbol, lo que también se mezcla con la respuesta emocional de cada humano. Los principales componentes de una canción son el viento, la lluvia, los insectos que viven sobre y dentro del árbol, las voces humanas a su alrededor y los sonidos en su interior, como los clics ultrasónicos que produce el xilema, que es el tejido que conduce el agua", explica Haskell a Tendencias.

Su nueva obra es, al menos en espíritu, una expansión de su debut literario titulado En un metro de bosque, y en el que el investigador narra los cambios que vio en un mismo metro cuadrado del bosque en Tennessee que visitó diariamente durante un año. El libro fue tan exitoso que en 2013 fue finalista del premio Pulitzer y fue traducido a nueve idiomas. E.O. Wilson, profesor emérito de la Universidad de Harvard y autoridad mundial en el estudio de las hormigas, lo calificó como "un nuevo género de escritura, localizado entre la ciencia y la poesía, en el cual lo invisible aparece, lo pequeño se vuelve grande y la inmensa complejidad y hermosura de la vida se revela claramente".

El investigador nació en Londres y cuando era pequeño solía pasar horas mirando un estanque en su patio. Cuando tenía tres años sus padres –un físico y una bióloga- se mudaron con la familia a París. Ahí su interés en la biología creció –a los seis años escribió un cuento sobre la reproducción de las ranas- hasta desatarse por completo cuando llegó a Sewanee. Esa universidad abarca más de cinco mil hectáreas compuestas en un 91 por ciento por bosque nativo, y por eso Haskell suele salir de su oficina y, en minutos, está rodeado de árboles.

Haskell cuenta que la idea para Las canciones de los árboles se le ocurrió mientras enseñaba ornitología: "Todo empezó con los pájaros. Mientras aprendía sus canciones y compartía este conocimiento con mis alumnos, me fui volviendo cada vez más consciente de la rica vida acústica de los árboles". Para él, salir al terreno, prestarle atención a lo que escucha en vez de lo que ve y recopilar los sonidos del bosque es casi como meditar y por eso usa una libreta de notas y sus propios oídos. La grabadora digital opera sólo un respaldo.

Si se considera que los humanos son una especie netamente visual, dice el biólogo, apagar ese sentido por algunas horas permite descubrir un mundo totalmente nuevo: "Los estudiantes disfrutan los viajes de campo porque marcan una ruptura con la habitual vida electrónica, además de darles una probada del mundo silvestre y despertar sus oídos. Esto es importante porque así nos sintonizamos con el lugar en que vivimos. Cuando escuchamos a otras especies les prestamos atención, ya sea a los pájaros al otro lado de nuestras ventanas o los árboles de la calle. Eso nos hace sentir que pertenecemos a un sitio".

Trabajo en terreno

La producción del libro requirió decenas de horas de contemplación de día y noche, bajo la lluvia, la nieve y el calor. Algunas sesiones fueron dolorosas y tensas. En cada visita al enorme ceibo ecuatoriano, Haskell tenía que subir el equivalente a diez pisos a través de escaleras de metal para poder estudiar el tronco. Durante uno de esos ascensos, sintió en su cuello un potente ardor provocado por una hormiga bala, el insecto con la picadura más dolorosa del mundo: la agonía que provoca su aguijón es 30 veces superior al de una avispa y de ahí nace su apodo.

Confundido y adolorido, Haskell le lanzó un manotazo a la hormiga pero esta atacó sus dedos con sus poderosas mandíbulas y le arrancó un pedazo. Durante casi una hora no sintió nada desde el cuello hasta la punta de los dedos. En otra visita al olivo de Jerusalén vio que en las ramas colgaban equipos médicos y chalecos fluorescentes de seguridad. Sus dueños eran doctores palestinos que se preparaban para las violentas manifestaciones del Nakba, o "día de la catástrofe" que recuerda la fundación de Israel. Desde las ramas del árbol, el científico observó cómo las fuerzas de seguridad disolvían las protestas y encerraban a varias personas en un camión blindado.

Incluso, un día Haskell visitó la palmera de St. Catherine tras una tormenta y no la encontró. "Hoy descubrí que el árbol se había caído. Cada ola humedece las raíces expuestas y el agua marina ahoga las hojas que, hace unos pocos días, se erguían sobre un tronco de nueve metros, exuberantes y vigorosas", escribe en su libro. El biólogo afirma que los sonidos que más le sorprendieron fueron los del peral de flor en Manhattan y los que creaba el ceibo ecuatoriano, que los aborígenes Waorani llaman el "árbol de la vida": "Cada uno me enseñó las muchas maneras en que las vidas humanas están conectadas con los árboles. He escuchado que los bosques de Chile son famosos por su belleza y diversidad. Sería maravilloso escucharlos".

Por ahora, Haskell sigue visitando regularmente a algunos de sus "entrevistados", como el peral que está en la esquina de la Calle 86 y Broadway en Manhattan. Sin embargo, ese no es el predilecto: "Mi favorito siempre es el que estoy escuchando en el momento. Cambia día a día. Si tuviera que describir la canción de un árbol a alguien, lo mejor sería llevar a esa persona al exterior y esperar a que una andanada de viento mueva las hojas. Entonces la escucharía".