La trama rusa no da descanso a Donald Trump. Justo cuando el FBI confirmó que tiene una investigación abierta para determinar si el Kremlin se coordinó con el equipo del republicano para derrotar a Hillary Clinton, salió a luz que su antiguo jefe de campaña, el lobista Paul Manafort, fue contratado por la órbita de Vladimir Putin para promocionar los intereses de su gobierno en Estados Unidos. La revelación desbarata la defensa de Manafort, quien había asegurado que jamás había trabajado para los rusos, y estrecha el cerco sobre el Presidente de Estados Unidos.
Manafort es el eslabón más débil de Trump. Lobista bien conocido en Washington, en su cartera de clientes figuraron dictadores como Mobutu Sese Seko y el filipino Ferdinand Marcos.
También trabajó en 1976 en la campaña para nominar a Gerald Ford frente a Ronald Reagan. Su proximidad a Trump es de larga data y en las últimas elecciones estuvo en primera línea de combate, primero como su asesor personal, luego como ejecutor de su victoria en la Convención Republicana y finalmente como jefe de campaña. Un cargo que tuvo que abandonar en agosto, a los dos meses de ocuparlo, tras descubrirse que supuestamente había recibido US$ 12,7 millones de un partido prorruso en Ucrania.
Manafort lo negó vehementemente y rechazó cualquier vínculo con el Kremlin y sus terminales. Pero en un momento en que arreciaba el escándalo del ciberataque ruso a la sede del Partido Demócrata, Trump lo fulminó sin pestañear. Su marcha, con todo, no logró despejar las dudas y su nombre quedó desde entonces ligado a la constelación de asesores del republicano tocados por la larga mano de Putin. Un hecho que la Casa Blanca ha tratado siempre de minimizar. "Jugó un papel muy limitado y en un espacio de tiempo muy corto", ha dicho el portavoz presidencial, Sean Spicer.