La hija de Joan Didion, Quintana, ha muerto a los 39 años. El esposo de Didion, el escritor John Gregory Dunne, ha muerto dos años antes. Imposible imaginar una desolación mayor y, sin embargo, en Noches azules la autora (la víctima de esta seguidilla de tragedias, la única sobreviviente de un clan que se desintegra) es capaz de narrar más allá del desamparo y vislumbrar la orilla del abismo.

Joan Didion (Sacramento, 1934) es novelista y compañera de generación de lo más selecto de aquello que llaman Nuevo Periodismo norteamericano: Gay Talese, Hunter S. Thompson, Tom Wolfe; sin embargo, ella se mantuvo en un discreto segundo plano, quizás porque combinó sus novelas y ensayos con la escritura de guiones, quizás porque se sumió en una sociedad autoral simbiótica con su marido. Fue con el National Book Award que Didion obtuvo, en 2005, por El año del pensamiento mágico -crónica autobiográfica sobre la muerte de su esposo- y su traducción al español, que avanzó al primer plano, tanto en EE.UU. como en Hispanoamérica.

Noches azules puede leerse como la continuación de El año del pensamiento mágico. Pero es mucho más. En este libro, la escritora profundiza en el dolor que le provoca la muerte de su hija Quintana Roo (un nombre sui generis, concebido durante un viaje por México con su esposo), hecho que ocurre justamente en medio de su gira de promoción del libro con el que se empinó en la lista de bestsellers. Quintana ha estado en coma por mucho tiempo, el suficiente para que su madre mastique una serie de cuestionamientos a su propio rol, a sus capacidades de contención y a los bemoles de toda crianza. "Cuando comencé a escribir estas páginas, señala, yo creía que iban a tratar de los hijos, de los que tenemos y de los que desearíamos tener, de las formas en que dependemos del hecho de que nuestros hijos dependan de nosotros, de las formas en que los animamos a que sigan siendo niños…". Pero a medida que la escritura avanzaba, se dio cuenta de que el tema era otro. El miedo. El miedo a tres certezas: el envejecimiento, la enfermedad y la muerte.

"En cuanto nació ella, ya nunca dejé de tener miedo", escribe. Y lo que sigue es una crónica cruda y severa en que el foco de las críticas es ella misma. A modo de ejemplo, cuenta que ha adoptado a un "bebé precioso" (Quintana) justo cuando con John planean viajar a Vietnam, y cuenta a los lectores aquel propósito como una muestra de lo poco preparada que estaba para ser madre. Ella no desiste del viaje, prepara vestidos de lino para ella y el "bebé precioso" y aunque finalmente no emprenden vuelo, aquellas frivolidades le sirven para la autocrítica feroz.

Didion escribe con una autorreferencia brutal y es dueña de una prosa seca, irónica y, a la vez, profundamente luminosa. Hay párrafos enteros dedicados a reírse de sí misma y eso salva al lector de la congoja. No es posible sostener una pesadilla completa con los ojos abiertos, pero la pesadilla de Didion no es distinta a la de todas las madres del mundo: esas que descubren que ya no serán las mismas (que ya no estarán completas) sin esos niños que les ha tocado, bien o mal, proteger y educar.

Y aunque Noches azules es, de algún modo, un ensayo sobre la maternidad y la pérdida, su verdadera inspiración es esa otra orilla del abismo, ese momento crepuscular en que la noche se anuncia en una luz azul prolongada, esa metáfora del fin. Aquello que Didion describe en una sola frase: "La verdad es que no me he adaptado de ninguna manera a la vejez".