La conversación con John McEnroe (Wiesbaden, Alemania; 58 años) transcurre a finales del año pasado, cuando todavía no se había levantado la polvareda por su afirmación sobre Serena Williams, a la que sitúa como la 700 del mundo si compitiera con hombres. Justo antes de que el periodista tome asiento, el protagonista se incorpora de la silla con la mirada hacia otro lado, intentando disimular, como si no se hubiese percatado de la presencia de su interlocutor.

"Estoy cansado, quiero irme al hotel", le dice a la persona que organiza el encuentro. El sol aprieta en Marbella y el estadounidense acaba de aterrizar en la Costa del Sol para disputar la Senior Masters Cup, después de hacer una escala previa en Barcelona, el destino intermedio de su vuelo desde Nueva York. El ex tenista, ese jugador que rompió todos los moldes y puso en jaque al establishment de su deporte, accede la charla con algunas reticencias y pide un café con leche.

Cerca de convertirse en un sexagenario, el aspecto físico de McEnroe suscita sentimientos contrapuestos. Conserva su look de siempre, el aire de tipo malote y despreocupado que ha transmitido toda la vida: camiseta básica, tejanos y el modelo de zapatillas –desgastadas, como dice el manual trendy– que popularizaron los Ramones. También luce una visera juvenil que al retirársela descubre una buena cantidad de pelo canoso, aunque nada que ver con aquella melena rizada y pomposa que peinaba cuando desquiciaba a casi todo el personal en las pistas. El paso del tiempo ha sido benevolente con él, fino, delgado y en buena forma todavía, pero las arrugas ya se han apoderado de su rostro y por sus cejas asoman algunas hebras gruesas e incontrolables, como preámbulo al cambio de una etapa vital.

Habla con un acento puramente neoyorquino, muy yankee, aunque por sus venas también fluye sangre irlandesa. La casualidad quiso que naciera en una base militar de la Alemania Federal, adonde había sido destinado su padre, miembro de las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos, pero a su regreso a casa se crio y creció en las calles de Douglaston (Queens), al costado derecho de Manhattan. Enseguida, con apenas siete años, comenzó a empuñar una raqueta. Su habilidad era muy superior a la de sus hermanos Mark y Patrick –este último, su compañero actual en los torneos de leyendas– y superada la adolescencia tradujo su destreza en su medio de vida. Desde entonces, McEnroe ha estado ligado siempre al tenis, un deporte que encierra una alta dosis de dependencia para todos aquellos que lo han practicado de forma profesional.

¿Por qué?

Obviamente, es una parte importante de mi vida. He conseguido una buena mezcla porque entreno, juego, hago de comentarista y también tengo una academia para enseñar a los chicos. Digamos que me ha dado mucho, pero no todo. También me ha interesado siempre ver otras cosas que hay por ahí, más allá del tenis.

Son muchos años, a todas horas. ¿Ha llegado a odiarlo alguna vez?

Creo que siempre hay veces, en cualquier trabajo, que no te gusta y lo odias. Dicen que el odio es una forma de amor. Es amor-odio. Cuando va bien, es fantástico, pero otras veces sales a la pista, empiezas a jugar y nada entra. Entonces te preguntas por qué haces esto… Y, claro, no te gusta tanto.

Siempre al ataque, abordando la red y voleando con la zurda, de derecha o revés, Big Mac –así se le conoce en su mundillo– conquistó 77 trofeos individuales y 70 en dobles. Ganó siete Grand Slams y protagonizó feroces rivalidades con Björn Borg, Jimmy Connors e Ivan Lendl. Con su estética, su juego descarnado –discreto desde la línea de fondo– y su actitud rebelde –insultos, raquetas rotas, desmanes continuos…– generó una marca que hoy día perdura y le convirtió en uno de los grandes. En cierta manera, McEnroe era un anarquista, un elemento discordante en medio de un entorno puro y educado como el tenis.

¿Se considera a sí mismo un poco antisistema?

No, de eso nada. No creo que yo sea políticamente incorrecto. No lo sé, creo que el tenis es demasiado rígido. Actuaba así porque muchas cosas me aburrían e intentaba hacerlo todo más interesante. Donde yo crecí esto era normal. En Nueva York es muy habitual que la gente se grite todo el día. No es nada extraordinario.

Habla ahora el McEnroe ciudadano, el hombre que pasea por el Soho neoyorquino y que acude frecuentemente al Madison Square Garden para los partidos de los Knicks, el hombre que públicamente siempre se ha identificado con el Partido Demócrata, aunque en las últimas elecciones de su país su candidata no le convenciera, ni mucho menos.

¿Qué opina de los políticos, en general?

La política en general es algo bastante disparatado. Obviamente, ser político debe ser un trabajo bastante difícil, pero para mí es algo desagradable. Me quedo con el tenis, eso está claro.

Trump está ahora al mando. ¿Qué piensa de él? En unos cuantos lugares del mundo no se le tiene excesivo cariño.

Es controvertido en todas partes. Diría que es una persona simpática, pero desde luego no debería ser presidente de EE UU. Ahí es donde trazaría una línea. De hecho, no debería ser presidente de nada; no, bueno, debería ser presidente de su empresa, porque ha conseguido convertir su nombre en una marca; en ese sentido sí es bueno. Por lo demás, me parece que el Gran Donald va un poco demasiado lejos. Le he visto muchas veces, porque vivo en Nueva York, y es todo un personaje. Ahora, por cierto, tenemos a un presidente con el pelo naranja y, si no me equivoco, es el único dirigente del mundo con el pelo naranja [risas].

Una vez comentó que esperaba que Barack Obama hubiera hecho más cambios. ¿Le decepcionó de algún modo?

Creo que había muchos obstáculos que superar. Acabé decepcionado, pero no fue culpa suya del todo. Fue culpa de otras personas que, en cierta manera, le obstaculizaron. También creo que pensó que podía trabajar con gente que en realidad no quería trabajar con él. Creo que cometió un error. Creo que, en cierta manera, le engañaron. No le iban a dejar hacer. Pensaban: oh, tenemos el primer presidente negro… pero no le dejaremos hacer nada. Es complicado.

McEnroe vive en la Gran Manzana junto a su esposa, la cantante Patty Smyth, y previamente estuvo casado ocho años (desde 1986) con la actriz Tatum O'Neal. Esta última relación fue tempestuosa por la injerencia de las drogas, en una y otra dirección. En total, el extenista tiene cinco hijos: tres del primer matrimonio (Kevin, Sean y Emily) y dos del segundo (Ava y Anna). El tenis y los contratos publicitarios le sirven a McEnroe de sustento; de hecho, fue uno de los primeros deportistas que firmó un vínculo comercial con la marca Nike.

Domina el registro televisivo –comenta partidos, ha hecho cameos en series como CSI y lo hace de fábula en un programa paródico de tenis emitido por Eurosport– y ante todo ama la música. Canta, toca la guitarra y adora el rock n' roll.

Así es, el rock es lo mío, pero un rock clásico, como yo.

"Lou Reed", se le escucha a uno de los testigos de la entrevista.

Yeaaah. Lou Reed era un hombre amable…

¿Y qué otras aficiones tiene?

El arte. Me encanta el arte. Creo que es muy interesante, porque coleccionarlo y observarlo te genera una sensación de gran satisfacción. Una parte de tu cerebro es competitiva y está relacionada con el juego, pero la otra tiende a la reflexión y el pensamiento.

¿Qué tipo de arte es su predilecto?

Me gusta todo. En España, por ejemplo, me apasiona el Museo del Prado. Creo que es uno de los mejores museos del mundo, sin duda.

El diálogo desemboca de nuevo en el deporte. Mientras sorbe café, McEnroe incide en el ayer y el hoy, en el pasado y el presente; en el atleta de antes y los iconos modernos.

Lujo, fama, marketing, medios… ¿Vive el deportista de hoy día en una realidad ficticia?

Sencillamente, creo que es una época diferente a la mía. En el deporte vives en tu propio mundo, eso es así. A veces no eres tan consciente del mundo exterior como podrías o deberías. Quizás a veces es bueno, pero a veces no es tan bueno. Ser deportista profesional es algo bastante bueno, una realidad bastante buena en la que estar, pero siempre y cuando tengas la perspectiva adecuada.

Dopaje, amaños, corrupción… ¿No cree que una parte importante del deporte está un tanto podrida?

¿Una parte importante? No lo creo, al menos en el tenis. El nuestro es un gran deporte. Es inevitable. En cualquier deporte pasan cosas que desearías que no pasasen, pero hay muchos jugadores que apenas ganan dinero. Creo que a aquellos que hacen trampas simplemente deberían suspenderlos toda su carrera, pero debemos mejorar el trabajo con esos jugadores de abajo para que tengan más oportunidades. A veces, cuando compiten en torneos pequeños, no es bueno. Si les van a pagar por perder a posta un partido, es difícil controlar eso...

Para cerrar. Mats Wilander dijo en una entrevista que él es feliz de no competir en el tenis de ahora porque no le gusta. ¿Lo comparte?

R. No, de ningún modo. Me encantaría intentar jugar contra estos tipos y entrenar durante cinco años de la forma en que lo hacen ellos para ver lo bueno que podría llegar a ser, porque sé que puedo ser mejor que ellos. Me gustaría hacer eso solo para ver lo bueno que soy.