Ese domingo, el 17 de julio de 2011, me volví temprano de la casa de mi pololo en Conchalí porque tenía que estudiar y tomé el metro en Santa Ana hacia Maipú. Entré al último vagón y me apoyé al lado de la puerta frente a un joven de polera y pantalón blanco que, como yo, venía escuchando música. Dos estaciones antes de llegar se subió un tipo de chaquetón largo, sombrero y bolso, que se puso de pie entre nosotros. No me llamó la atención ni se comportaba raro.
Al entrar a la última estación, Plaza de Maipú, siempre se corta la luz unos segundos por el fin del trayecto. Justo en ese momento todo se volvió como una película. Apenas volvió la luz y antes de que se abrieran las puertas el tipo del sombrero sacó una pistola del bolsillo y disparó. No pensé nada, tiré mis cosas al suelo y me agaché. Sentí un fuerte dolor en la espalda y creí que me había golpeado. Ahí vi al joven de blanco lleno de sangre, entero manchado por la cantidad de balas que había recibido.
Como el tirador seguía frente a nosotros, me puse bajo los asientos. No sé cómo entré en ese espacio. Escuchaba disparos tras disparo y un hombre alto cayó a mi lado. No pude ayudarlo porque sabía que si salía, me mataba. De repente hubo silencio. Vi los pies del tirador caminando alrededor del cuerpo, muy cerca mío. "Ya los mató a todos y ahora viene por mí", pensé.
En ese momento las puertas del vagón se abrieron y se bajó. Seguí escondida, tenía mucho miedo, no sabía qué hacer. Una joven entró al vagón, me sacó y me preguntó si estaba bien. Le dije que me dolía mucho entre el cuello y el hombro y ahí las dos nos dimos cuenta de que estaba llena de sangre porque había recibido un disparo. Por suerte la bala entró y salió. Ella me tomó el pelo, me desvistió, limpió la herida y me ayudó a salir del carro. Nunca supe quién era pero estoy muy agradecida.
Mientras deambulaba, volvía a ver al tirador. Había mucha gente y todos caminaban como si nada, porque nadie se había dado cuenta de lo que había pasado. "Él es, él nos disparó", grité y otros también hicieron lo mismo, pero la mayoría sólo miró. Siguió caminando entre la gente hasta que salió.
Las puertas de la estación se cerraron, llegaron los Carabineros y ambulancias. Me llevaron al hospital donde estuve varias horas y vi cuando llegaron los dos cuerpos de las personas asesinadas, entre ellas, el hombre que cayó a mi lado.
Sentí mucha rabia porque nadie me decía qué había pasado ni por qué. Tampoco dejaban entrar a mi familia, que estaba afuera. "Fue un tiroteo, le dispararon a varias personas y a ti, pero no te preocupes porque el tipo se mató", me dijo una señora del aseo. "Esto nunca había pasado en Chile, así que afuera hay muchos periodistas", me preparó el doctor. Fueron las únicas dos explicaciones que recibí.
Después de constatar que estaba bien me llevaron a la comisaría donde tuve que contar una y otra vez lo sucedido con un dibujo de los carros del metro e imágenes de armas que nunca había visto.
Al llegar a mi casa sentí calma, aunque afuera había muchos periodistas. Llamaban y tocaban el timbre. Tuvimos que pedir un resguardo para que nos dejaran tranquilos porque el acoso se mantuvo por días, me seguían cuando salía e incluso, una periodista entró a mi casa haciéndose pasar por personal del Metro. Tuve que cerrar todas mis cuentas en las redes sociales y cambiar mi celular porque publicaban mis fotos en los diarios o televisión. Esta es la primera vez que cuento la historia porque siento que la prensa no fue respetuosa.
Mientras tanto, yo sólo quería dormir y olvidar lo sucedido, pero cerraba los ojos e imaginaba el momento del balazo y veía al joven de blanco ensangrentado. No dormí en una semana y pensé que me volvería loca. Mi mamá habló con la gente del Metro, ellos gestionaron y pagaron todos los tratamientos, el mío y el de los otros afectados, en la Mutual de Seguridad. Estuve dos meses con licencia médica y un año en terapia sicológica con pastillas para dormir y no sentir miedo.
Semanas después volví a subirme al metro junto a mi pololo. "Este es tu medio de transporte y no hay otro. Lo que ocurrió no volverá a suceder", me dijo. De a poco fui retomando mi rutina, pero cada vez que veía a un tipo con las características del tirador, sentía mareos y ganas de vomitar y en mi mente todos se parecían a él. Muchas veces me bajé y sigo haciéndolo cada vez que siento esa presión porque mi sicóloga me dijo que no es necesario vivir esa inseguridad. Esto nunca se me va a olvidar y tengo que aprender a controlar la sensación con que quedas de que cualquiera te puede dañar.
La balacera en el Monticello me ha hecho recordar el episodio. Aún me pregunto por qué me pasó y no lo sé. Me hubiese gustado que el tirador no se suicidara para entender más qué pasó por su mente.
Lo más parecido a esa respuesta la tuve un año después, mientras celebraba mi cumpleaños. Entre los invitados estaba mi vecina con un nuevo pololo, que en un momento se me acercó y me dijo: "El tipo que te disparó era mi tío". Quedé en shock, me puse a llorar y le hice mil preguntas. Me contó que su familia nunca se había dado cuenta de algo extraño, que pensaron que estaba triste por la muerte de su mamá y porque había perdido su trabajo, pero que la relación estaba perdida hace tiempo.
Tras eso no quise preguntar más porque me hace mal. Dejé de leer los reportajes y de ver el video de la cámara de seguridad de ese día. Encontrarme con ese familiar fue para cerrar el ciclo y descansar. Hoy vivo el día a día como si fuera el último. Nunca sabes si sales a la calle y te matan. Lo mejor es hacer lo que a uno le gusta y tratar de ser mejor persona. Ya no tomo pastillas para dormir, pero aún mi subconsciente me recuerda lo vivido con sueños extraños donde me persiguen, disparan y muero.