Eran las seis de la tarde del 28 de noviembre de 1956 en el Melbourne Cricket Ground y Marlene Ahrens había podido dormir, por suerte, su tradicional siesta de tres minutos antes de emprender el camino hacia el estadio. Su compañera de habitación, Lilo Mund, víctima del pánico escénico (que frustró su participación en el torneo), se lo había puesto difícil, pero la atleta había terminado por ceder a su breve sueño precompetitivo. Y ahora se encontraba en plena cancha, sintiendo bajo sus pies la textura blanda de la pista, castigada por las lluvias torrenciales de los días anteriores.
Ya había hecho añicos, en su segundo intento, el récord sudamericano femenino (49,36 metros), pero aún le restaban dos lanzamientos para dar por concluida su participación en la 16ª edición de los Juegos Olímpicos. La 14ª, en rigor, pues el estallido de la Segunda Guerra Mundial había echado por tierra la celebración en Helsinki, en 1940, y Londres, cuatro años más tarde. Vestía camiseta blanca, la número 607, pantalón azul y no sentía sobre sus hombros responsabilidad alguna. Había venido a divertirse. Fue probablemente entonces, le faltaban sólo dos tentativas, cuando se percató de que la checoslovaca Dana Zátopková, defensora del cetro olímpico, estaba empleando en sus lanzamientos una jabalina diferente al resto de las competidoras.
"Lo que pasa es que las jabalinas llegan nuevas a la pista y las reparten entre las que van a lanzar. Y de repente me fijé que ella lanzaba siempre con una que tenía la empuñadura como sucia. Entonces me preocupé, después que lanzó, de recuperar esa jabalina. Ella, con más experiencia que yo, había llevado pez castilla y había refregado el mango para que no estuviera resbaloso", recuerda ahora, seis decenios después de aquella tarde, Marlene Ahrens (83), caminando por la cancha del Club de Polo y Equitación San Cristóbal.
Fue en su cuarto intento, el primero realizado con la jabalina de Zátopková, cuando el milagro se produjo. El proyectil impulsado por Ahrens -tras tomar 13 pasos de carrera en lugar de los nueve que acostumbraba- surcó el cielo australiano antes de clavarse en la tierra a 50 metros y 38 centímetros de distancia. Un lanzamiento de plata superado sólo por el de la soviética Inese Jaunzeme, que terminó subiéndose a lo más alto del podio con una mejor marca de 53,86.
"No sé cuánto serían ahora esas marcas, porque entonces estaba estipulado el largo, el peso específico y el grosor de la empuñadura. Luego empezaron a hacerlas de metal y huecas, y les dieron más diámetro. Al lanzar, no vibraban en el aire y planeaban mejor. Y con eso se ganó mucha distancia, como el 20 por ciento. Pero las jabalinas de metal las recuerdo iguales que ésta", agrega hoy la musa del olimpismo chileno, mientras palpa, con manos temblorosas, la silueta del implemento.
Nacida el 27 de julio de 1933 en Concepción como la menor de los cuatro hijos del matrimonio compuesto por Hermann Ahrens y Gertudris Kind, la vida de Marlene, bautizada así en honor de la actriz y cantante alemana Marlene Dietrich ("mis papás habían ido al cine a ver El Ángel azul y decidieron ponerme así") no habría sido la misma sin el deporte. No en vano la rubísima atleta había practicado ya hockey, gimnasia, voléibol, natación y saltos ornamentales antes de convertirse, a la edad de 23 años, en la primera y hasta hoy única deportista chilena en lograr una presea en unos Juegos.
En Melbourne 1956, de hecho, Ahrens fue la única mujer de la delegación chilena en participar. "No me acuerdo demasiado. Uno iba a la cancha y listo, iba a hacer su pega. Yo no esperaba conseguir una medalla en Melbourne, no esperaba nada", confiesa con modestia la ex atleta, mientras toma asiento en la terraza del club, instantes antes de que dé comienzo su diaria práctica de equitación.
La intervención del marido
Fue su marido, Jorge Ebensperger, el responsable de que la polifacética deportista probase suerte en el lanzamiento de jabalina: "Mi marido y yo pertenecíamos al equipo de hockey del Manquehue. Entonces, terminada la temporada, fuimos a pasar un día a Cachagua. Y ahí en la orilla alguien se puso a lanzar piedras. Y yo también. Y mi marido se dio cuenta de que yo lanzaba tanto o más que los otros hombres que eran deportistas. Al volver a Santiago, habló con el entrenador del Manquehue y le dijo: 'oye, aquí hay una lanzadora innata'. Y tuvo buen ojo".
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Marlene Ahrens, agarrando una jabalina en el Club de Polo. Foto: Reinaldo Ubilla.[/caption]
En 1960, en Roma, Marlene Ahrens volvió a ser la única representante femenina chilena, y tal y como en Australia, la encargada de portar la bandera en la inauguración. Pero en la cancha, sin embargo, no fue capaz de emular Melbourne. Sí que habría podido hacerlo, apuntan todas las fuentes, en Tokio 64, en una época en que sus lanzamientos solían sobrepasar los 53 metros, pero fue castigada con un año de suspensión, por unas presuntas polémicas declaraciones que la protagonista ha preferido olvidar. "Me apartaron por problemas tristes y desagradables. Ya ni me acuerdo. No tiene importancia ya", manifiesta.
En 1963, una jabalina extraviada a punto estuvo de causarle un grave disgusto en el Nacional. Durante una competencia nocturna, el implemento proyectado por una inexperta lanzadora se clavó en la parte trasera de su rodilla derecha: "Por suerte, no fue del aire a la rodilla; cayó a la tierra, guateó, rebotó, y en el rebote se me enterró. Y me llevaron a la Posta de Ñuñoa y decían que había sido un milagro que no me pescara el nervio ciático ni la arteria. Fue un milagro en ese sentido. Pero bueno, son cosas que pasan".
Pero su mayor golpe de suerte, Marlene lo había vivido en enero de 1939, cuando teniendo apenas cinco años un fuerte terremoto con epicentro en Chillán redujo a escombros buena parte de las viviendas de su ciudad: "De Concepción tuvimos que venirnos a Santiago porque la casa se cayó entera. Por suerte, como era verano, no estábamos ahí para el terremoto. Mi padre estaba en el Club Alemán, nosotros en el campo con mis hermanos y mi mamá y yo habíamos ido a Santiago a ver a mi abuelita. Así que en casa no había nadie. Mi cama la encontraron por el colchón y las frazadas, pero se había hecho añicos. Le había caído una muralla encima", evoca.
Tras abandonar el atletismo en señal de protesta por su sanción, Ahrens decidió dedicarse profesionalmente al tenis y llegó a competir en la disciplina de equitación en los Panamericanos de Mar del Plata, en 1995, casi 40 años después de su inolvidable actuación en Melbourne. "Muchas personas me recuerdan por aquellos Juegos. Cuando voy al supermercado a veces se me acercan señoras y me saludan cariñosamente. Otras me miran y dicen: ahí va la Marlene Ahrens. Pero eso nomás. Y la medalla ahí está, en mi dormitorio, en la casa. Qué más le voy a hacer", se pregunta la deportista.
Pero hoy, de algún modo, no sólo se cumplen 60 años de la hazaña de Marlene Ahrens en Melbourne, sino también del inicio de una larguísima sequía en la rama femenina del deporte olímpico chileno. Ninguna chilena se ha vuelto a subir a un podio olímpico. Y hasta este año ninguna se había vuelto a colar entre las cinco mejores.
"No tengo ni idea de por qué no les ha ido bien a las deportistas chilenas. Nunca me he dedicado a pensarlo. Menos entrenamiento, no sé. La mujer chilena es poco dada al deporte", manifiesta ahora la atleta con la que comenzó todo.
Sea como fuere, los resultados hablan por sí mismos. De las 47 mujeres chilenas que han tomado parte en unos Juegos, tan solo 11 saben lo que es finalizar la competencia entre las diez primeras. Y la octava mejor marca femenina de la historia corresponde a un relevo 4x100. María Fernanda Valdés y Natalia Duco, por su parte, figuran dos veces cada una en dicho registro (ver tablas).
Un drama, el del deporte olímpico chileno en su conjunto, que Marlene Ahrens aborda con un punto de pesimismo: "Mientras los otros avanzan dos o tres metros, nosotros avanzamos uno. Y después todavía nos resbalamos medio para atrás. Menos preocupaciones, no hay incentivos, la verdad es que no sé por qué".
A las 11 de la mañana, el rutinario entrenamiento ecuestre de Marlene Ahrens comienza por fin en el Club de Polo. Y la octogenaria ex deportista se aleja con paso lento. Pero antes de marcharse, echa la vista atrás, por última vez, a aquel 28 de noviembre de 1956 convertido en leyenda. Y sentencia: "Me da igual ser la única medallista chilena. Lo llevo como que nada. No me siento el hoyo del queque por eso".
Y tal vez su confesión final, cargada de recato y modestia, restando importancia a un hito histórico para el olimpismo femenino chileno, inigualable, imposible de emular aún, sea en realidad una declaración de amor al deporte. O a los deportes, en general, a todos los que dedicó su vida. Porque cómo podría quedarse la buena de Marlene Ahrens solamente con un minuto de gloria, con un día en concreto del calendario, con un lanzamiento de plata en Australia, cuando lleva más de 80 años entregada en cuerpo y alma a hacer lo que más le gusta. "Yo, en realidad, no tuve carrera. Lo mío fue así, completamente a lo brutanteque", finaliza, sonriendo, la única medallista chilena de la historia de los Juegos, cuya jabalina, lanzada hace 60 años, todavía no ha tocado tierra.