Enfrentar los Juegos Olímpicos de Río para mí es un desafío espiritual, es el reto más grande que un deportista se puede proponer. Es lo más alto que uno puede llegar, es la montaña más grande que uno puede escalar.

Ese "vencerse a uno mismo" viene de la mano de todo el trabajo de equipo que hay junto a mí. Es hermoso ver cómo un grupo de personas deja todo de lado buscando un mismo sueño (principalmente Dulce -mi entrenadora- y yo). Un sueño que nos une y que nos empuja al mismo lugar.

Ser atleta es 100% amor, 100% pasión, 100% dedicación, 100% desinterés. Hay momentos de soledad, de injusticia, de tristeza, mucho dolor y cansancio, de muchas más caídas de las que se imaginan, y mucho más sacrifico del que puedo ser capaz de plasmar en palabras.

A pesar de eso, el querer y el amor es tan fuerte que te empuja con toda la fuerza a seguir luchando para llegar de la mejor forma posible sin importar los obstáculos que se pongan en el camino. En busca de la perfección, de ir más allá de los límites, de romper todo tipos de barreras físicas y psicológicas.

Esa sensación de que nada de lo que pueda pasar será suficiente para que me rinda o que me dé por vencida. De que me voy a llegar a Río de la mejor forma, de que uno se entrega en cuerpo y alma para llegar ese día siendo la mejor versión de uno mismo.

En el lanzamiento de la bala uno compite contra la cinta métrica: eres tú, el foso, la bala y todo el terreno libre para que lances lo más lejos que puedas. Eso me encanta. Que lo que haga -gane o pierda- en esos dos o tres segundos que me demoro en hacer un lanzamiento, va a demostrar toda una vida de entrega y de trabajo. Es arriesgado, es emocionante, ¡es una locura!

Lo que soy ahora es lo mismo que seré después de competir en Río y todos los días que me quedan de vida. Una luchadora.

Por eso, agradezco a los que sufren conmigo cuando me caigo, a los que me apoyan siempre y a los que se alegran también en los momentos lindos de éxitos.