La punta de la hebra fue una niña muerta que acabó conduciéndonos a una madeja abandonada en un pozo de desechos. La muerte de Lissette Villa en un hogar del Sename en 2016 obligó a que las autoridades respondieran unas preguntas para las que parecían no estar preparadas: ¿Cómo murió? Primero contestaron que fue por una rabieta, luego que por un medicamento equivocado, con el correr de los meses se habló de maltrato, de abuso y de tortura. Entonces surgió otra duda para la que las autoridades tampoco estaban listas: ¿Cuántos niños han muerto? Entonces fuimos testigos de una contabilidad chapucera y despiadada. Hablaron de niños como si se hablara de ganado.
En un momento lograron dar con una cifra, nos enteramos de que hubo 1.313 muertos en 10 años. Habían muerto ahorcados, quemados, asfixiados, atropellados y muchos otros sin una clara causa de muerte. Ahora leo en el informe de la comisión de la Cámara de Diputados que la falta de precisión era posible, porque el sistema no exigía detalles. Me entero que el engranaje burocrático parece estar diseñado para acallar los reclamos, ahogar las denuncias, proteger a fundaciones y hogares de menores de investigaciones que puedan desembocar en acciones legales. Todo indica que maltratar, abusar, torturar y matar allí dentro es un asunto fácil. Leo sobre niños heridos, con el cuerpo cubierto de hongos y la cabeza llena de piojos. Leo cifras de adolescentes explotadas sexualmente y el caso de un chico que fue violado en siete ocasiones, sin que nadie buscara culpables. Leo que los informes y procedimientos de las instituciones que el Sename subvenciona suelen estar manipulados, que no hay seguimiento, que no hay registro pormenorizado de lo que ocurre con los muchachos que pasan por ellas y que hasta hace algún tiempo ni siquiera se sabía a cuántos niños y adolescentes atendían. Leo la historia de una mujer que en su juventud debía recorrer a pie una hora entre la escuela y el hogar en el que estaba interna y que sólo sobrevivía con una comida al día; me entero de un adulto que de niño debía soportar que una monja lo golpeara y lo obligara a usar un nombre que no era el suyo, porque a ella no le gustaba el que le habían dado sus padres. Leo que hay niños que viven con VIH, pero sin tratamiento, y constato que hasta hace un año no existía ni siquiera la obligación para que los centros del Sename denunciaran la muerte de los niños y niñas que atendían.
Un sistema de protección que no es más que un escaparate, una vitrina que en el fondo esconde una casa de espantos.
Esta semana, sin embargo, lo que vimos fue eficiencia y celeridad. Hubo un despliegue del gobierno para rechazar el informe de la comisión de la Cámara de Diputados que detallaba el escándalo; un ministro célebre por sus ironías y metáforas desafortunadas, desplegando todo su encanto para dar vuelta una votación; fuimos testigos de cómo las instituciones funcionan para proteger a ciertos elegidos a costa de la verdad; notamos cómo los dirigentes de un partido político que por décadas tuvo en el Sename un coto de empleos, guardaron un silencio que ojalá sea por vergüenza; escuchamos al ministro de Justicia, ni más ni menos, explicar que lo que ocurría dentro de la casa de los espantos no era un asunto de derechos humanos, que no nos fuéramos a equivocar; vimos cómo el ministro de Hacienda vapuleaba el informe y degradaba el asunto a una discusión entre escolares inmaduros.
También hemos sido testigos del modo en que la derecha ha visto en la desgracia una oportunidad, buscando entre los jirones de miseria una presa que sirva de chivo expiatorio para un escándalo que también les compete. Alardean preocupación, cuando al mismo tiempo buscan incluir a los mismos niños pobres en su política de control de identidad y aumentar las subvenciones para los hogares privados gravemente cuestionados en su funcionamiento.
La muerte de Lissette Villa nos ha mostrado de qué estamos hechos. Su triste historia no fue más que reflejo de nuestra propia imagen, haciéndonos señas desde la oscuridad de un foso al que nadie se atreve a bajar. Allí dentro están los cadáveres de las víctimas de nuestra orgullosa solidaridad hecha de jingles y lentejuelas; son los castigados por un destino que, por fortuna, no fue el nuestro; los niños, niñas y adolescentes sepultados por la historia y por nuestras conciencias.