Acada paso la tierra seca se parte en terrones cada vez más pequeños. A pesar de la aridez, el verde de las hierbas comienza a cubrir el suelo. "La primavera en Irak", dice el padre Jorge Jahola mirando la punta de sus pies rodeadas de brotes. Ese será el único momento del día en el que el padre se permitirá posar sus ojos en otra cosa que no sea la destrucción que lo rodea. "Es muy bella está estación", dice y ya apura el paso. Es mediodía y todavía queda mucho por hacer antes que se ponga el sol.
El ruido de unos pájaros y el motor de algunos camiones que pasan a la distancia son los únicos ruidos que acompañan el caminar del padre Jorge en Qaraqosh, una ciudad cristiana en la meseta de Nínive, Irak.
En agosto de 2014 los 50.000 habitantes huyeron con lo que tenían puesto mientras los combatientes del Estado Islámico se apoderaban de la ciudad. La mayoría de los cristianos encontró refugio en el Kurdistán iraquí y otros dejaron el país.
En octubre de 2016, el Ejército iraquí recuperó Qaraqosh. Cinco meses después de la liberación la ciudad sigue vacía. Ningún habitante volvió. Para ser más claro, nadie pudo volver porque las 6.800 casas fueron destruidas, incendiadas o saqueadas.
"Ni una sola quedó intacta", dice el padre Jorge, levantando el dedo índice de la mano derecha mientras trata de esbozar una sonrisa para disimular. Intentará esa sonrisa durante todo el día. "Hay tres categorías de destrucción: total, parcial o incendiada".
Las categorías las creó el mismo sacerdote cuando decidió documentar los destrozos hechos durante más de los dos años que la ciudad estuvo bajo el control yihadista. El padre dividió la ciudad en 10 zonas y con un grupo de voluntarios de su parroquia fotografió cada inmueble de Qaraqosh, anotando qué tipo de destrucción sufrió cada uno.
"Todo pertenece a la historia, también las casas. Y la historia cambia. Por eso hacemos una fotografía de toda la ciudad. Guardamos este instante del tiempo para el futuro", dice el cura. "Debemos transmitir la situación de Qaraqosh a las próximas generaciones. Es una obligación moral."
El inventario servirá también, explica el religioso, para presentarlo ante la comunidad internacional y a los donantes. "Para poder pedir lo que se necesita", dice el sacerdote que además de las casas deberá reparar seis de las 10 iglesias que hay en Qaraqosh, entre las católicas y ortodoxas. Las otras cuatro fueron destruidas. Todavía no sabe cuánto costará reconstruir la ciudad, pero piensa que serán más de US$ 100 millones.
Con un sombrero pescador y una parka para protegerlo del frío matinal, el padre camina con rapidez por las calles desiertas. Atrás, casi corriendo para mantener el paso, lo sigue Noor, de 20 años, cámara en mano. Esta mañana de febrero ambos volvieron a recorrer los 80 kilómetros que separan Qaraqosh de Erbil, la capital del Kurdistán iraquí, donde la mayoría de los cristianos encontraron refugio, para corregir algunos errores del inventario.
Noor anota algunos datos sobre una casa de la zona F y se ofusca cuando tiene que volver a corregir la nota porque el lápiz se movió cuando el suelo tembló. Cerca de la ciudad la artillería del Ejército bombardea las posiciones del Estado Islámico en Mosul, a poco más de 30 kilómetros.
Cada tiro sacude Qaraqosh y espanta a los pájaros, pero no perturba el trabajo de algunos cristianos que vienen durante el día desde Erbil para visitar sus casas y tratar de recuperar algo.
"Se llevaron hasta nuestras cuatro colmenas", dice Adib Benham Tamous mientras camina por lo que queda de su propiedad. Todas las habitaciones fueron vaciadas. Su hermano, que vivía enfrente, tuvo menos suerte y al robo de los saqueadores le agregaron un incendio que arrasó con su casa. Apenas sobrevivió un ventilador de techo con sus aspas dobladas hacia abajo. Noor lo fotografía.
A unas cuadras Hussein Ahmed, de 18 años, intenta abrir la atascada puerta del armario de su habitación. Tiene que forzarla varias veces, pero al final cede. "¡Acá está!", dice con una voz que denota que la pubertad todavía no terminó su trabajo. Entre sus manos sostiene un oso de peluche blanco, con un corazón que dice "I love you". "Me lo regaló mi papá cuando tenía 11 años", dice Hussein. Es la primera vez que vuelve a su casa, iluminada por los rayos del sol que entran gracias a un enorme orificio en el techo creado por un mortero.
La familia Ahmed es una de las pocas que no profesan el cristianismo en Qaraqosh. Pertenecen a la minoría kakai, una religión que se inspira en el zoroastrismo y el en islam chiita y que también fueron perseguidos por los yihadistas.
"En 2006 vivíamos en Mosul y nos tuvimos que escapar acá, a Qaraqosh. En 2014 estuvimos obligados a abandonar otra vez nuestra casa e ir a Erbil," dice Hussein. "Hoy no sabemos si vamos a volver, o si nos iremos a Bagdad, o nos quedaremos en el Kurdistán", agrega sin olvidar mencionar la posibilidad de irse del país como lo hizo uno de sus hermanos que vive en Ucrania.
Otros hermanos que emigraron al exterior son los del cura Jorge. Sus dos hermanas huyeron a Francia y su hermano mayor, Samir, a Jordania.
"La va a dejar así para siempre. Quiere que sea un testimonio del mal que han hecho otros", dice el padre parado frente a las ruinas de lo que fue la casa de su hermano, un diseñador de interiores que construyó su propio hogar. La biblioteca fue convertida en cenizas, las paredes cubiertas de negro por el fuego y las pocas pertenencias que no fueron robadas cubren el suelo hechas pedazos. "Va a ser difícil perdonar", dice el padre mientras camina con cuidado pisando cerámicas y vidrios rotos que antes habrán sido algún adorno.
"Me ofendieron y yo no ofendí a nadie. (…) Dios maldiga al Estado Islámico y a todos los que lo apoyaron. Dios, no deje piedra sobre piedra de la gente que tomaron los bienes de otros", lee una pancarta que su hermano dejó en el balcón luego de visitar su casa y antes de regresar a Jordania. "No creo que vuelva acá", dice Jorge y explica que su hermano tenía muchos amigos en los pueblos musulmanes de alrededor, de quienes, se sospecha, participaron en los saqueos.
El sol ya comienza a esconderse en el horizonte, allá dónde está Mosul. El sacerdote enciende el motor de su coche. Hay que irse de Qaraqosh. Las rutas bombardeadas, los toques de quedas y los numerosos puestos de control hacen que el camino sea más complicado que lo normal. Antes de partir el padre Jorge toma del baúl una sotana y se la coloca. "Es más fácil pasar por los controles cuando saben que eres cura", dice y se ríe porque sabe que tiene razón. En tiempo récord pasa uno a uno los controles del Ejército, la policía y de las milicias kurdas.
Pero el tiempo no está de su lado cuando piensa en el futuro de su comunidad en Irak. "Hay que esperar para saber qué hay qué hacer", dice y vuelve a sonreír mientras mira Qaraqosh perderse en el espejo retrovisor.