Hay que admitir que la contundencia del triunfo de Sebastián Piñera en la votación de segunda vuelta cambió el estado del aire en el país. Una victoria sólida siempre ofrece mejores condiciones para la partida de un nuevo gobierno, pero aquí no se trata de eso, que es más o menos obvio, sino del ambiente de asombro y desorientación que se apoderó del espacio público tras los resultados de la primera vuelta. Fue un ambiente crispado y en su mayor parte posverdadero, porque se nutrió, sobre todo, de caricaturas y groserías intelectuales.
La votación de segunda vuelta devolvió las aguas a sus grandes cauces (no confundir con coaliciones), extinguió las ráfagas de confrontación y le permitió al país confirmar la decisión que ya había anunciado en la primera: que no quería más gobierno de la Nueva Mayoría. La interpretación excesiva que hizo la Presidenta en noviembre ("mayoría por los cambios") puede haber inducido a cierta confusión, pero al final quedó como lo que siempre fue: una manera de salvar algo del mobiliario, más que un intento serio por sumar a sus huestes a quienes son sus opositores.
Si esa interpretación se hubiese transferido a la realidad, por un acto que habría que llamar mágico, la confusión sería mucho peor y el desconcierto, mucho más fundado. La buena estrella que siempre ha presidido la carrera profesional y política de Alejandro Guillier siguió actuando en la noche del 17 de diciembre, porque tal como los compañeros lo dejaron completamente solo en las horas de la derrota, se habrían convertido en una turbamulta incontenible y protagónica si las horas hubiesen sido de victoria. El comportamiento de la Nueva Mayoría con su candidato, desde el primero hasta el último minuto, ha sido quizás la demostración más rotunda de que no podía seguir en el gobierno. Ya no tenía vigor ni siquiera para mostrar un poco de lealtad. No tenía nada.
Tampoco se trata de que haya triunfado una mayoría "contra los cambios". Esta es la clase de obviedades que machaca el cerebro de los jóvenes. No hay ninguna sociedad que no quiera cambios, y no existe ningún programa político que proponga la inmovilidad. Pero un programa político tampoco es una simple lista de promesas, sino, en lo esencial, una interpretación sobre la dirección que quiere seguir la sociedad.
La interpretación que Piñera ofreció en la primera vuelta era claramente insuficiente, no sólo en su alcance propio, sino también en su incapacidad de seducir a esa inmensa masa de votos "frívolos" que en noviembre se dedicó a simpatizar, dar señales, juguetear con varios futuros improbables y darles a los candidatos un único minuto de gloria. Piñera no pudo superar ese ambiente liviano y de jolgorio carnavalesco, que no decidió la elección presidencial, pero sí dejó un Parlamento bastante impredecible.
Para la segunda vuelta modificó profundamente su interpretación, la adaptó según una considerable cantidad de variables -no sólo Ossandón, no sólo Kast: bastante más que lo de ambos- y logró acumular votos de los más diversos sectores, incluyendo un mínimo de 13% del Frente Amplio (y, según como se hagan los cálculos, hasta más de un 20%). No hay ningún otro modo de explicar el 54,57% con que concluyó una elección que muchos se empeñaban en vaticinar reñida, a pesar de que existía una abundante evidencia en contrario.
Está bien: una de las diversiones que proporcionan las elecciones es que cada quien puede imaginar lo que quiera, hasta el momento en que el conteo de votos implanta la pedestre realidad. La inmensa imaginación que se desplegó en estas elecciones puede no tener precedente, precisamente porque el resultado final había sido determinado, al menos en una gran parte, con mucha anterioridad.
Esto no resta ningún mérito a la movilización que realizó la derecha, también sin precedentes y con el igualmente insospechado efecto de que hubiese más votantes en la segunda vuelta. Estas cosas son muy notables y es evidente que movieron el aire. Pero no están en el espacio de los grandes números, donde gobiernan otras leyes. Y allí, Piñera sólo podía perder si sufría un retroceso, lo que a su turno sólo era posible si se obstinaba en ser el mismo de antes.
Desde que realizó los ajustes de segunda vuelta, Piñera ha venido dando indicios de que intenta construir un muy sofisticado diagnóstico del estado social. Para allá parecen caminar sus ideas de la "unidad" y el "diálogo", palabras que pueden ser muy complicadas para quienes han estado pensando en darle guerra a su segundo mandato. El gobierno de la Presidenta Bachelet también parece haber comprendido el alcance del giro, y ha estado produciendo una transferencia del poder que no se había visto nunca antes, con ministros y subsecretarios que visitan al presidente in pectore para informarle del estado de sus sectores mucho antes de que exista siquiera el ambiente de un nuevo gabinete.
Menuda paradoja. Desde hace un año o más, una mayoría del país sabía que iba a ocurrir el grueso de lo que sucedió, o sea, que Piñera sería presidente de nuevo, que la Nueva Mayoría se iría para la casa y que la vida de cada uno seguiría siendo mejor que la del conjunto, según ese oxímoron que vienen repitiendo por tanto tiempo las encuestas. Y con todo eso, ahora resulta que el nuevo gobierno sí podría ser una sorpresa.