"Qué bien se ve hoy, chef", le dice a lo lejos una mujer de la producción de Master Chef a Ennio Carota, mientras el cocinero -sin la chaqueta ni la humita ni los anteojos con los que acostumbra a salir en TV- posa para un fotógrafo antes de entrar a grabar otro episodio del reality show de Canal 13.
El italiano esboza una sonrisa, como agradecido por el piropo y vuelve a concentrarse en la fotografía. No es la primera vez que un medio demanda tomarle una esta semana -ni será la última- y se ve cómodo, disfrutando incluso. También le piden fotos en la calle. Selfies, más que nada. "Cada día te sientes más observado, pero uno se acostumbra", dice de buen ánimo.
Más tarde, Carota está instalado en el set del programa y vestido para la TV. Ahora sí: chaqueta, humita y anteojos, además de un trabajado peinado. Es casi como si interpretara a un personaje, aunque él matiza esa aseveración: "Se exageran ciertos rasgos que tú ya tienes".
Donde no matiza es al momento de hablar de lo demandante que es el trabajo de chef, el oficio de moda. "Tienes que tener claro que el sacrificio es total. Uno trabaja cuando los otros descansan. De noche se trabaja hasta tarde. Se trabaja los sábados. Se trabaja en las fiestas… Y entonces como que uno no tiene vida".
Carota habla con la autoridad que le da no la TV sino la cocina, donde ha estado toda su vida: en Italia, de chico, trabajando con su padre, luego viajando por distintos continentes y en los últimos veinte años en Argentina y Chile. Aquí abrió el restorán Pastamore el año pasado en Vitacura y allí parte rápidamente tras finalizar la grabación para dirigir la cocina. Un lugar donde por estos días es imposible encontrar mesa a menos que se haya reservado con dos o tres días de anticipación.
"Lo que se ve en la pantalla incluso diría que no refleja la realidad. La realidad de la cocina es mucho más dura", responde interrogado a la pregunta sobre la severidad con la que él y sus colegas jurados tratan a los participantes del reality, cocineros amateurs que aspiran a un premio. "Es un reality. Es entretenimiento. La realidad está en la cocina. Una profesión que no permite errores. De sacrificio, de estar todo el día metido ahí, dándole. Un trabajo donde si no tienes el timing ni entiendes perfectamente cómo funciona no puedes pertenecer a un equipo porque estorbas. Porque la cocina son muchas cosas, no es solamente saber cocinar. Es tener sentido común, es tener la rapidez, las soluciones para enfrentar determinadas situaciones".
El chef belga Mathieu Michel -ex Opera, ex Cumarú, dos restoranes de alta cocina- tiene bastante clara su visión respecto al oficio: "Es horrible. Son muchísimas horas diarias. Mal pagadas. Siempre estás parado. No es tan bonito como todo el mundo piensa. Hay una visión superromántica del cocinero, ahora más con los programas de televisión, pero somos pocos los que llegamos a una vida un poquito más cómoda", afirma desde la apacible terraza de la tienda Miele en Vitacura. Está a punto de comenzar la exclusiva "comida clandestina" -formato muy de moda de cenas cerradas, a las que se llega por invitación o redes sociales- donde es anfitrión y cocinero, parte de su nueva vida independiente, distinta a cuando trabajaba para restaurantes.
"Los que hacen la pega son los cocineros que están ahí todo el rato al choque, aunque todos pasamos por lo mismo. El sacrificio es mucho. Pierdes mucho de tus amistades y de tu familia. Mucha presión. Es muy estresante. Muchos de nosotros pareciera que tenemos diez años más", añade.
Se nota que Michel está aliviado de estar fuera del ajetreo diario de un restorán grande. "En estas comidas te puedes acercar mucho más al público", dice, cuando restan sólo minutos para que lleguen alrededor de 30 personas a probar camarones ahumados con melisa y limón y otras preparaciones.
El belga pronto abrirá una heladería en Isidora Goyenechea (El toldo azul) y a fines de febrero tendrá su propio restorán. "Sólo de noche, una cosa de 20 o 30 personas, donde la gente se sienta en dos mesas y la comida es la que hay. No quiero más estar estresado y tener que lidiar con una organización de 100 trabajadores, donde tienes que estar pendiente de mil y una cosas. Un restorán chico es como recibir a la gente en tu casa. Buen vino, buena comida y listo. Tengo 34 años y no he hecho nada más que trabajar. Hace cinco años que no tomo vacaciones. Entonces igual uno dice, ya, hay más en la vida, hay que equilibrar un poco".
Cuando era chef en restoranes -cargo que implica no sólo ser el autor de los platos, sino también jefe de la cocina- su rutina comenzaba temprano y lo primero que debía hacer era cerciorarse de que no faltara nadie. "Es superusual que te falle una persona. Se da porque hay mucho cansancio y también mucho copete y mucha fiesta", explica. Tras eso, revisar productos, tener reuniones, preparar el almuerzo y servirlo. "Y después tienes como otro día más, que es toda la noche. Es como tener dos días en uno. Es fuerte".
Quien en general sigue viviendo esa dinámica es Alfredo Gutiérrez, chef del Liguria. Llegó hace 15 años a la cocina del bar capitalino y pasó por periodos muy demandantes, como cuando entraba a las siete y cuarto de la mañana y no se iba hasta las dos la mañana. Incluso trabajó el día después de su matrimonio. Pero confiesa que estos tres últimos años han sido algo más tranquilos, una suerte de recompensa.
Gutiérrez, que entró como ayudante de cocina y a los dos años fue ungido como chef por Marcelo Cicali, el dueño, cultiva un perfil menos mediático que muchos de sus colegas. De hecho, declinó invitaciones a participar en los dos realities de cocina que hubo este semestre, Master Chef y Top Chef, aunque eso no quita que esté muy atento al nuevo estatus que ha adquirido la cocina en Chile.
Lo nota en cosas como que antes tenía que esforzarse en encontrar practicantes mientras que hoy está empapelado en solicitudes y currículums. "Se siente el efecto de que está entrando mucha gente por moda", dice. Hay algunos que han durado menos de un día trabajando en su cocina. "Media hora, incluso. Gente que ha entrado a las siete de la tarde cuando está lleno y dice no, esto no es para mí. La presión es enorme. Los tiempos. La gente siempre quiere comer ahora ya. La presión de los garzones. Estás con muchísima temperatura. Te duchas y sigues con olor a comida".
Otra historia son las quemaduras y heridas, pan de cada día para quienes trabajan con calor y cuchillos. Menos conocidas y más disimulables son las várices que algunos cocineros generan por la combinación de calor y el estar todo el tiempo de pie.
"Si a mí un amigo me dice que su hijo quiere estudiar cocina, le digo mándalo dos días conmigo y después no va a querer nunca más estudiar", dice Mathieu Michel. "Esto te tiene que gustar mucho".
Los sueldos en este rubro no son muy altos. Un ayudante de cocina puede ganar hasta 350 mil pesos. Un maestro de cocina, hasta 500. Y el cargo de chef, que en restoranes importantes se subdivide (sous chef, chef, chef ejecutivo), parte en unos 800 mil y puede llegar a cinco millones, sólo en el caso de unos pocos estelares. El tema es que hay que pasar etapas y no todos alcanzan ese rango, ni aunque traigan el mejor diploma. "No puedo darle a alguien un cargo intermedio si no ha sido antes ayudante de cocina", aclara Alfredo Gutiérrez.
EL VÉRTIGO DE ABRIR
El chef Juan Pablo Mellado abrió justo hace una semana el restorán Las Cabras, en Providencia. Un lugar que reivindica la comida de fuente de soda, una de sus obsesiones y, para él, parte del ADN de la gastronomía chilena. Su apertura coincide con el fin de una etapa de siete años en el instituto Culinary. "A los alumnos me encargaba de decirles el nivel de pega que implica, pero no toman conciencia de eso hasta que les toca su primera práctica, luego de un año. Y después de la primera práctica hay un porcentaje de deserción, de gente que no vuelve por el hecho de que es una pega sacrificada".
También autor del libro Hecho en Chile, presidente de la agrupación Pebre y asesor del reality Top Chef, Mellado aclara que, en todo caso, las cosas están mejorando. "Antes se usaba mucho el horario cortado, partido, que consiste en llegar a las diez, salir a las cuatro, volver a las siete e irte a la una de la mañana. O sea, sin vida. Con estas tres horas libres entremedio que no te sirven para nada. Hace ya unos años se está viendo menos eso. El tema de las horas y los días está más regulado. Eso sí la carga de trabajo de esas horas sigue siendo mucha".
Mellado, que vivió el rigor de los fogones varios años en España (incluyendo el famosísimo Bulli, de Ferran Adrià), confiesa que veía con recelo su regreso a la cocina luego de años con un horario que le permitía tener una vida. "Pero me moría de ganas de estar cocinando", dice. "¿Qué recuerdo como más intenso del trabajo en la cocina? Eso de tener que estar de pie todo el día. Una locura".
Mellado es de los chefs reconocidos del país pero eso no quita que días antes de abrir su local se le note la ansiedad y el esfuerzo que significa abrir un restorán. "Es para ponerse nervioso, a muchos restaurantes no les va bien. Son muchas cosas que tienes que combinar. Si alguna te falla, te vas a la cresta", cuenta mientras supervisa desde la servilletas hasta las fuentes enlozadas -casi extintas- que ha reunido para su negocio.
Ennio Carota dice que a los cocineros la presión de la cocina les produce una suerte de adicción. "Nos gusta la presión y la adrenalina. Los errores más garrafales se cometen o se hacen cuando no estás bajo presión, porque pierdes la concentración. La presión te mantiene absolutamente enchufado, concentrado. Y nos gusta esa sensación de que todo está marchando perfecto, de que cada cosa sale a tiempo".
VIVIR LA NOCHE
La precisión de reloj suizo con la que los cocineros trabajan se hace añicos en el momento en que la jornada termina. "La cocina es un lugar de perdición, porque vives la noche", cuenta Carota, refiriéndose más a su pasado que a su presente, a su época trabajando en cocinas de Estados Unidos o Inglaterra.
"Para un cocinero la cocina es el infierno y la schopería, el paraíso", dice Alfredo Gutiérrez. La combustión de la jornada se apaga con algo simple y efectivo. En su caso, algo como una cerveza y un barros luco en algún boliche abierto a esa hora, como la antigua Picá del Tío Manolo, de calle Marathon, a la que fue hace unas semanas. "Cuando era más joven y me importaban menos las cosas me iba a cervecear al restorán 18, frente a la torre Entel, o a La Terraza en Plaza Italia. O cuando salíamos el sábado muy tarde, al Mercado, con cocineros de acá".
Tarde en la noche es cuando recién algunos se dan el tiempo para sentarse a comer, aunque las energías son escasas. "Tito, ¿cuántas veces a la semana comes pasta en la noche?", le pregunta Mathieu Michel a su mano derecha en la cocina, Ernesto Flores. "Como cuatro, porque es más rápido", contesta. "Cuando trabajas bajo este ritmo", prosigue Michel, "llegas a tu casa cansado y es lo más fácil: pastas con harto queso porque así no tienes que hacer ni salsa. El cocinero hipoteca su cuerpo, come todo en exceso, en malas horas", afirma. Y con conocimiento de causa, ya que años atrás llegó a pesar 40 kilos más de los que tiene ahora.
"Me alimento mal", reconoce también Carota. "Me aburro de comer en mi restorán… Yo nunca como. Pero constantemente estoy picando o probando y nunca tengo el tiempo como para sentarme y disfrutar la comida. Salvo el domingo".
MUY TEMPRANO
Por muy crepuscular que pueda ser la vida de los cocineros, al día siguiente deben presentarse temprano en el restorán y más temprano si es que van de compras. A La Vega se llega a las siete y media de la mañana, o antes, para tener los productos más frescos y alcanzar a hablar con los proveedores que llegan hasta allá a descargar sus camiones. Así lo hace tres veces a la semana el cocinero Michael Furmanski, nacido en Estados Unidos, criado en Colombia y hace ocho años instalado en Chile.
Aquí llegó a estar a la cabeza de la cocina del Hotel Intercontinental, donde otros compraban para él. Pero desde que se independizó, como consultor a negocios gastronómicos y también como propietario de uno propio, la sandwichería Miss Lucy, en Bellavista, ha vuelto a esta práctica de ir él mismo a comprar.
A pesar de que esa hora La Vega es extremadamente generosa en aromas y colores -propios de las buenas frutas y verduras- el rito de comprar tiene cierta aspereza. Hay que entrar en la dinámica de negociar precios. Algunos locatarios no le devuelven el saludo. Recorrer La Vega dos o tres veces con el carro sonando sobre un suelo no precisamente liso. Pero Furmanski está acostumbrado y lo disfruta. "No sabes trabajar de otra manera", dice respecto a la intensidad del oficio. "El sacrificio no es de uno, porque uno quiere lo que hace. El sacrificio es de la familia".
"Yo no podría hacer lo que hago si no me gustara", sostiene Carota. "No podría estar diciendo 'ah, pucha, el sábado en la noche tengo que trabajar, pucha, no puedo salir'. No, estoy feliz. Feliz de estar donde estoy, me gusta, disfruto, gozo de este oficio".
"Soy apasionado, como casi todos los que somos chefs. Yo ni en mis sueños logro desconectarme del trabajo", dice Gutiérrez, del Liguria. "Siempre estoy soñando con comida. Con aromas. Hay cosas que las he soñado y he llegado a prepararlas".
Está claro. Será un oficio muy difícil, pero aquellos que han perseverado lo aceptan como es. Como se acepta lo que se ama.