Jennifer Doudna vive atormentada por una pesadilla que tuvo hace algunos meses. En el sueño, esta profesora de química y biología celular de la Universidad de Berkeley recibía la visita de otro investigador que quería presentarle a un amigo muy influyente para que le explicara el funcionamiento de la técnica que la académica desarrolló y que ha sido calificada como “el mayor descubrimiento del siglo en biotecnología”.
La científica aceptaba amablemente describir el método que, según varios medios especializados, podría conseguirle el Nobel dentro de poco. Lo que ahora no la deja dormir tranquila es lo que venía después, cuando entraba a una habitación a contar de qué se trata su invento: “Ahí estaba Hitler. Tenía cara de cerdo y tomaba notas. Me decía que quería entender los usos e implicancias de esta impresionante tecnología. Desperté sudando helado”, le contó Doudna a la revista New Yorker y luego explicó por qué la imagen la persigue hasta hoy: “Supongamos que alguien como Hitler tuviera acceso a esto… Apenas puedo imaginar el tipo de usos horrible que le daría”.
La técnica que tanto le preocupa -y que al mismo tiempo es vista como uno de los mayores avances de la medicina- se llama CRISPR/Cas9. Un nombre bastante críptico pero que, básicamente, se refiere a una nueva herramienta capaz de corregir y editar el genoma de cualquier célula, ya sea animal, vegetal o humana. Una especie de bisturí biológico que permite cambiar, borrar o reemplazar genes de una forma muy precisa y controlada. Gracias a este avance, hoy los científicos tienen la habilidad sin precedentes de modificar a voluntad el genoma de un organismo, tal como lo hace un escritor cuando cambia palabras o corrige faltas de ortografía en un procesador de texto.
Ante este potencial, centros de investigación de todo el mundo han iniciado una frenética carrera por identificar aplicaciones. ¿Sus principales sujetos de prueba? Ratones -cuyo genoma es similar al nuestro- y cultivos de células no reproductivas donadas por humanos. Un ejemplo es el Instituto del Cáncer Dana Farber y el Hospital de Niños de Boston, cuyos expertos revelaron en septiembre que lograron corregir en laboratorio los errores genéticos de células humanas que son responsables de la anemia depanocrítica, que puede causar ceguera e insuficiencia cardíaca. En 2014, investigadores de la Universidad de Texas repararon en laboratorio la distrofia muscular en roedores, mientras que en 2013 especialistas de la Universidad ETH en Suiza corrigieron en células humanas las alteraciones que provocan la fibrosis quística, enfermedad pulmonar cuyos pacientes tienen una esperanza de vida de 37 años.
La lista sigue: hace dos años expertos de la Academia China de Ciencias reemplazaron en ratones la mutación que causa las cataratas oculares, y en julio científicos de la Universidad de California en San Francisco revelaron que habían usado la técnica para destruir los receptores que el VIH usa para infiltrarse en nuestro sistema inmune. “El siglo todavía es joven, pero hasta ahora este método ha probado ser la mayor invención o descubrimiento en biotecnología debido a su amplio rango de acción”, afirma Hank Greely, director del Centro de Ley y Biociencias de la Universidad de Stanford. Y las aplicaciones no sólo se dan en el campo médico, sino que también pueden ayudar a combatir hambrunas o a crear una nueva generación de combustibles limpios.
Un futuro complejo
Pero sobre la gran promesa de CRISPR/Cas9 se cierne una sombra que explica el interés de expertos en ética como Greely y la pesadilla hitleriana de Doudna. Se trata de la posibilidad de que la técnica sirva para reescribir genes directamente en embriones humanos con fines no terapéuticos: “El miedo es que sea un camino hacia un futuro repleto de superpersonas y bebés de diseño para quienes puedan costearlos. ¿Quiere un hijo con ojos azules y pelo rubio? ¿Por qué no crear un grupo de personas altamente inteligentes que sean los líderes del mañana?”, planteó la revista Technology Review del MIT en marzo.
Incluso, hay varios medios y científicos que temen que algunos investigadores empiecen a “jugar a ser Dios” e intenten reformular la especie humana. La raíz del problema es que mientras los cambios en las células no reproductivas de una persona no se traspasan a su descendencia, si se altera el código genético en las células germinales –espermatozoides y óvulos- las modificaciones sí se transmitirían de generación en generación y podrían dar pie, al menos en teoría, a escenarios propios de la ciencia ficción. Ejércitos de supersoldados inmunes a las armas químicas, atletas que no se cansarán y astronautas intervenidos para que puedan resistir la falta de gravedad son sólo algunas posibilidades.
Pero eso no es todo. Hace algunos meses, George Church, profesor de genética en Harvard y el MIT, usó la técnica para insertar genes de mamuts en células de elefantes. Fue un experimento muy primario que podría llevar a intentar revivir esos animales, pero Church ya especula que la misma técnica podría aplicarse incluso para recrear a los Neanderthal. Después de todo, al menos el 20 por ciento del ADN de esos parientes del hombre, extintos hace 30 mil años, persiste en los humanos modernos.
“Todo esto acrecienta la posibilidad, más realista que nunca, de que los científicos puedan reescribir el código básico de la vida, con consecuencias que nunca podremos anticipar. Hace tiempo que el miedo de un mundo repleto de humanos fabricados se volvió parte del debate sobre el progreso científico, pero desde que J. Robert Oppenheimer se dio cuenta de que la bomba atómica que él construyó para proteger al mundo podría destruirlo que los investigadores no estaban tan recelosos”, planteó New Yorker en un artículo sobre CRISPR/Cas9.
Este debate ha llevado a los expertos a hacerse preguntas muy complejas, que no tienen una respuesta sencilla. “Tal vez no sólo sea posible eliminar a los débiles, sino que inculcar rasgos ‘deseables’ como la belleza o una sexualidad ‘correcta’, los cuales tienen componentes genéticos significativos. Nadie lamentaría la eliminación de la hemofilia, pero ¿qué pasa con el síndrome de Down o el autismo? ¿La gente con Down está ‘enferma’ o en el espectro de lo que es ser humano? Cualquiera con una pizca de humanidad diría lo último. Un mundo libre de enfermedades genéticas puede parecer el cielo, pero podría ser un lugar totalmente distinto”, reflexiona el analista científico Michael Hanlon en una columna publicada por The Telegraph y que lleva el ominoso título “Una vez que empezamos a editar nuestros genes, ¿dónde nos detenemos?”.
Doudna afirma que todavía faltan años para poder editar ADN de forma segura en un embrión, pero admite que las expectativas están creciendo. La propia investigadora ya ha recibido muchos emails de mujeres jóvenes que portan la mutación BRCA, responsable del cáncer de mama, y que le han preguntado si la técnica podría remover por completo la alteración del código genético de sus hijos. “En cierto punto tienes que preguntarte: ¿Qué pasaría si pudiéramos erradicar ese riesgo del genoma de una persona y de todas sus futuras generaciones? ¿Cuándo un riesgo tiene más importancia que otro?”, señaló a The New York Times.
Por eso, la investigadora impulsó la realización durante esta semana de la Conferencia Internacional Sobre Edición Genética en Humanos, que reunió en Washington a más de 200 científicos de todo el mundo. Hank Greely señala que la reunión no se centró tanto en los aspectos más científicos de CRISPR/Cas9 sino que en sus implicancias éticas y en su hipotético uso “para fabricar bebés”. Un tema central es cómo regular la investigación con esta nueva herramienta, el que también se abordará en la Cumbre Crispr que parte el lunes en Londres.
La urgencia de la discusión se activó en abril, cuando expertos de la universidad china Sun Yat-sen revelaron que habían hecho un experimento con embriones humanos. El informe describe cómo los científicos intentaron reparar en 86 de ellos el gen de la beta-talasemia, una rara alteración sanguínea que suele ser fatal. Aunque eran embriones no viables que nunca iban a nacer, las alarmas se encendieron e incluso Junjiu Huang, líder del estudio, dijo que las revistas Nature y Science, dos de las más reputadas en el ámbito científico, se negaron a publicar los resultados por razones de ética.
La comunidad científica también reaccionó y 18 investigadores, entre los que estaban Doudna, Church y Greely, publicaron una carta en Science en la que propusieron que por el momento no se hagan experimentos con CRISPR/Cas9 en la modificación de embriones, óvulos y espermatozoides. Una de sus preocupaciones es que las legislaciones de algunos países son menos estrictas que las de Estados Unidos o Europa. Por ejemplo, en China e India existen lineamientos generales que no prohíben legalmente su uso clínico.
Andrew Wood, del Instituto de Genética y Medicina Molecular de la Universidad de Edimburgo y uno de los expositores que estarán en Londres, explica que el “uso de la técnica es tan sencillo que no necesitas entrenamiento especializado, lo cual inevitablemente pondrá la capacidad de editar el genoma en manos de sujetos poco ortodoxos que podrían operar fuera del ámbito científico tradicional”. Una opinión similar tiene Paul Knoepfler, profesor de la Escuela de Medicina de la Universidad de California en Davis y quien escribió en Slate.com que si a alguien se le ocurriera implantar embriones modificados con CRISPR en una madre sustituta “podríamos tener los primeros humanos genéticamente modificados o GMO sapiens”.
Dos factores contribuyen a aumentar la preocupación: el bajo costo de CRISPR/Cas9 –los materiales se consiguen por apenas 30 dólares - y su facilidad de uso. Un estudiante de postgrado puede dominar la técnica en una hora y producir un gen editado en un par de días. “El experimento chino fue el detonante que activó la apertura de una discusión sumamente necesaria y que debe darse entre científicos, el público en general y quienes elaboran las políticas públicas”, comenta la doctora Sarah Chan, experta en salud pública de la Universidad de Edimburgo y coautora de un extenso artículo sobre CRISPR/Cas9 en Nature.
Un largo camino
Aunque las expectativas y preocupaciones en torno a CRISPR/Cas9 son recientes, sus orígenes se remontan a fines de los 80. Fue en esa época cuando científicos de la Universidad de Osaka, en Japón, notaron inusuales secuencias repetidas de ADN en la bacteria E. Coli. En el párrafo final de su informe los investigadores escribieron que la “significancia biológica” de esas secuencias era “desconocida”.
Hace unos 15 años se pudieron descifrar los genomas completos de las bacterias y surgieron pistas sobre el rol de esas enigmáticas cadenas bautizadas como “repeticiones palindrómicas cortas agrupadas y regularmente interespaciadas” o CRISPR, por su sigla en inglés. Estas resultaron integrar un complejo sistema inmune: al enfrentarse a un nuevo virus, la bacteria copian e incorpora segmentos del ADN invasor en su genoma. Así puede reconocer a los enemigos que ya ha enfrentado.
Si ese virus reaparece, se activa un set de enzimas llamadas “proteínas asociadas a CRISPR” o Cas, que cortan con suma precisión el ADN del virus y lo inhabilitan. Para decirlo en simple, CRISPR es una especie de sensor que detecta enemigos y al encontrarse con alguno lo recorta y lo deja fuera de combate con una especie de bisturí biológico.
Hasta el 2012 se había detectado este mecanismo en varios tipos de bacterias, pero ese año Doudna y Emmanuelle Charpentier, hoy bioquímica del Instituto Max Planck, dieron un paso trascendental: lograron adaptar ese mecanismo para intervenir cualquier tipo de secuencia de ADN. Es decir, se apropiaron del bisturí para poder utilizarlo en células animales, vegetales y humanas, para así alterar sus genes.
Además de convertirlas en candidatas al Nobel, su sistema les permitió obtener el premio Príncipe de Asturias 2015 y ser incluidas por Time en su lista de las 100 personas más influyentes del mundo. Hoy las expectativas están casi desbocadas: expertos de Harvard y el MIT creen poder aplicar la técnica para silenciar el “gen de la obesidad” y en los laboratorios del Instituto Broad de Estados Unidos se recrean mutaciones genéticas ligadas a la esquizofrenia, el alzhéimer y el cáncer, con el fin de investigar su rol en esas enfermedades.
George Church cuenta que otros usos promisorios son “el diseño de cerdos capaces de donar órganos a humanos o la creación de mosquitos resistentes a la malaria”. Precisamente, la semana pasada la Universidad de California en Irvine anunció el desarrollo de un insecto con esas características. Los usos también se extienden al sector alimentario y ambiental: en 2014 científicos chinos intervinieron el trigo para crear una variante resistente al hongo polvoriento, una de las peores plagas del mundo. Además, expertos nipones usaron la técnica para apagar los genes que controlan la maduración de los tomates, principio que se podría aplicar a otros alimentos y que aumentaría su vida útil. Incluso se cree que CRISPR/Cas9 podría ayudar a crear enzimas diseñadas para tratar aguas servidas de manera económica y para desarrollar nuevos tipos de biocombustibles.
Miguel Allende, profesor del Departamento de Biología de la Universidad de Chile y quien participó en la conferencia en Washington, cuenta que su equipo usa CRISPR/Cas9 para investigación básica en genética animal. “Nos gustaría hacer pruebas de laboratorio con salmones. Esto permitiría tener variedades de crecimiento rápido o resistentes a enfermedades. Antes de pasar al uso industrial, hay que hacer todas las pruebas de seguridad para confirmar que no hay efectos nocivos, sobre todo en el medioambiente. En cinco a 10 años podría haber evidencia suficiente”.
Pero pese a que hay científicos en todo el mundo haciendo este tipo de pruebas en los laboratorios, la gran dificultad es pasar a pruebas clínicas con pacientes. La precisión que se logra en condiciones controladas no se replica en humanos. De hecho, en la prueba china con embriones la técnica tuvo resultados no planificados y con efectos desconocidos, lo que aumentó los temores. Allende explica que lo más probable es que en el futuro no se aplique CRISPR/Cas9 en “los pacientes mismos, sino que en células extraídas de ellos, las que luego serían reimplantadas. Así podría confirmarse el efecto deseado antes de traspasar la ‘corrección’ genética”.
Pese a las dificultades, la empresa Editas –financiada en parte por Bill Gates- anunció para 2017 las primeras pruebas clínicas en humanos con células no reproductivas. Su fin es corregir un gen responsable de la amaurosis congénita de Leber, una rara enfermedad ocular que causa ceguera en los primeros meses de vida. “CRISPR es una herramienta tan útil que no hay forma de detenerla. Simplemente podemos intentar guiarla por el buen camino”, confiesa Greely.
La disputa por las patentes
Además de las discusiones en torno al potencial médico y los dilemas éticos de CRISPR/Cas9, esta técnica también ha suscitado una fuerte controversia centrada en sus patentes. Si bien la comunidad científica reconoce a Jennifer Doudna y a la investigadora francesa Emmanuelle Charpentier como las figuras claves en esta investigación, la Oficina de Patentes y Marcas Registradas le ha entregado la mayor parte de las patentes importantes a Feng Zhang, bioingeniero del Instituto Broad y del Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT).
A comienzos de 2011, más de un año antes que Doudna y Charpentier revelaran su técnica para manipular CRISPR/Cas9 en un estudio publicado en Science, Zhang se enteró de la existencia de este mecanismo en un congreso científico. El investigador empezó a estudiar la posibilidad de usar este sistema en células humanas, capacidad que demostró en un estudio publicado en enero 2013. Sin embargo, Zhang aseguró tener una ventaja sobre otras inscripciones de patentes al poseer libros de notas de laboratorio que se remontaban a 2011 y que mostraban que él ya desarrollaba un uso práctico de CRISPR/Cas9.
Como consecuencia, Zhang –uno de los fundadores de la empresa Editas que realizará las primeras pruebas clínicas en humanos en 2017- ha conseguido 13 de las 20 patentes entregadas en Estados Unidos y otras cuatro otorgadas por la Oficina de Patentes de Europa. En tanto, Doudna –quien creó su propia empresa llamada Caribou Biosciences- y Charpentier –fundadora de la compañía CRISPR Therapeutics- se han quedado prácticamente con las manos vacías a la hora de proteger su propiedad intelectual y obtener el dinero que viene de las licencias.
La controversia llegó a tal punto que provocó un enfrentamiento directo entre el poderoso MIT y la Universidad de California en Berkeley, donde trabaja Doudna. Ese campus instó a la oficina de patentes estadounidense a revisar el caso y, además, presentó una denuncia oficial por “interferencia de patentes” que, de ser acogida, forzaría a la oficina norteamericana a decidir qué institución académica posee los derechos intelectuales sobre CRISPR/Cas9.