EL CAMBIO de ciclo de la política chilena viene acompañado de percepciones ambivalentes acerca de la modernidad liberal instalada por el régimen militar y continuada, en sus trazos gruesos, por la Concertación.
El reciente informe del Pnud las ratifica: la satisfacción individual coexiste con sensación de abuso y desconfianza hacia las instituciones. Además, coincide con variaciones en la lógica de la acción colectiva y con un incipiente debate que desafía las ideas convencionales acerca del crecimiento, en un momento crucial para adoptar decisiones en materia de productividad a largo plazo. De no desatar los nudos gordianos de nuestra vulnerabilidad energética, por un lado, y por otro, de una educación de la que se espera no solamente que añada valor, sino que sea fuente de inclusión y de ciudadanía, al país le pasará el tren.
La falta de consenso en los diagnósticos alcanza también al papel de la ingeniería institucional. Unos abogan por mayor integración al mercado, impulsando reformas acotadas y graduales. Dado que casi el 60% de abstención en las elecciones municipales reflejó que la inscripción automática y el voto voluntario son una respuesta insuficiente para el cierre de la brecha de confianzas, se tiende ahora a depositar todas las esperanzas en las primarias. Para otros, es un dato más de un cuadro de desafección que destaca en América Latina por su rapidez e intensidad, y que podría revertirse de mediar cambios estructurales.
Un ejemplo es la recuperación de la educación pública. Difícilmente podrá levantarse de sus cimientos, por mucho que se lleven al límite las lógicas de un tipo de Estado (el regulador), sobre el cual nunca hemos sido consultados en democracia. En esta línea, la respuesta a la crisis de representación por la vía de una comisión bicameral para generar una nueva Constitución, impulsada por los senadores Escalona y Zaldívar, sería pan para hoy y hambre para mañana.
¿Cómo pueden ser parte de la solución los mismos que han devenido en parte del problema? Fueron subestimadas las advertencias de los académicos de anticipar las limitaciones prácticas de una transición que, quizás al inicio, exigió instituciones que restringieran la representatividad y la accountability, a fin de privilegiar la gobernabilidad. Pero la ironía es que ésta, a largo plazo, está siendo amenazada por la ausencia de los mismos elementos que se desvivieron en limitar.
Al señalar que una Asamblea Constituyente implicaría poco menos que fumar opio, porque supondría la respuesta a una a crisis institucional en clave apocalíptica, se ignora la lenta pero persistente erosión de legitimidad, tanto simbólica, como de resultados, de un andamiaje institucional imposibilitado de generar los consensos que la hora reclama.
Otros países ya vivieron disyuntivas similares. La clase política venezolana no supo ver el estatus y el rol tutelar que la política posee para el mejor desenvolvimiento del resto de las actividades humanas. ¿No será nuestra trampa, no sólo la de los ingresos medios, sino también la de la miopía y falta de audacia? Vistas así las cosas, pudiera ser preferible fumar un poco de opio a tener que lamentarlo.