Una de las frases hechas con mayor encanto de la jerga de los políticos profesionales es aquella a la que recurren, sobre todo en momentos de crisis, para demorar una decisión: "Hay que consultarles a las bases", dicen. La frase es invocada como una señal de responsabilidad con los militantes anónimos que han depositado su confianza en ellos y que no deben quedar fuera de una mesa de negociaciones compleja. Porque, claro, un partido político no es lo mismo que un club o una mera herramienta de acumular poder. Es mucho más que eso, de ahí el valor que tendría la opinión de los adherentes comunes, aquellos sin cargos en el Estado, ni lugar en la directiva, aquellos que supuestamente sostienen la existencia del partido.

"Hay que consultarles a las bases" suena, a la vez, como un "ábrete sésamo" misterioso; nunca se entiende bien cómo se supone que se hace la consulta -¿amplias asambleas?, ¿convenciones?, ¿un par de llamadas?- ni cuál es el método para decidir -¿mano alzada?, ¿votación?, ¿tincada?-. Sin embargo, la frase tiene el efecto automático de recordarnos que detrás de un logo y una sigla hay mucha gente con ideales y valores que deben ser respetados. Un salón repleto de militantes que no alcanzamos a ver, pero que, con aplomo, nos aseguraban que existía.

Hasta hace unos meses había partidos políticos que declaraban, sin pestañear, una convocatoria amplia que en algunos casos superaba las cien mil personas. Solían invocarlos con el genérico de "el mundo". Había un mundo socialista, un mundo democratacristiano, uno gremialista y un planetoide de derecha liberal colonizado por Renovación Nacional. Existía un universo PPD, poroso y polimorfo, cuya principal cualidad era la de la adaptación a los cambios de directorios empresariales, y un asteroide comunista que seguía orbitando a pesar de los numerosos bombardeos sufridos en su historia. Todos eran, supuestamente, cuerpos habitados densamente. En sus registros internos ninguno de ellos declaraba menos de 30 mil militantes, algunos incluso más de cien mil. Los últimos meses, sin embargo, ha quedado en evidencia que eso no era real. Hemos visto que partidos que aseguraban militancias contundentes están desesperadamente buscando 18 mil firmas para poder sobrevivir. Peor que eso, en lugar de ofrecer explicaciones sobre la burbuja de mentira sostenida durante años, lo que hacen es presionar porque las condiciones impuestas por el Servicio Electoral cambien.

El llamado proceso de refichaje exigido por el Servicio Electoral reveló que el conjunto de partidos había descuidado tanto su vínculo con las bases, que acabaron por desentenderse de ellas o, más bien, relacionarse con una dimensión política fantasmagórica: la de las "sensibilidades". A ellas acudían de tanto en tanto. El ejercicio era exaltar sensibilidades de manera intermitente para su propia conveniencia, preferentemente en época de elecciones. Por otro lado, la excusa de capturar el llamado voto de centro -una especie de talismán del que se habla profusamente cada cuatro años- acabó por desdibujar las identidades hasta un nivel absurdo: socialistas con profundas convicciones neoliberales; liberales con discursos de fanáticos religiosos; democratacristianos defendiendo intereses que habrían hecho vomitar a los fundadores de la falange. Cada cual a su manera ha demostrado que los principios anunciados en la fachada de sus tiendas no son más que declaraciones de buenas intenciones que, de ser necesario, pueden negociarse. Sus líderes se volvieron expertos en crear épicas instantáneas de imposturas pasajeras.

Durante los últimos 30 años, los partidos mutaron hasta convertirse en una especie de híbrido, algo que podría describir como organizaciones de estimulación electoral periódica de ciudadanos, con mensajes de ocasión y promesas que, a falta de un horizonte amplio de ideas, exhibían la virtud de ser concretas e inmediatas. Una artillería de lemas para el cartel de campaña financiado por SQM, Penta o las pesqueras que aparecían en temporada de candidaturas y luego se guardaban hasta la próxima elección. Esta suerte de evolución los hizo independientes de las bases, que a la larga se transformaron en lastres. De poco les importó la sostenida disminución de ciudadanos que acudían a las urnas y el incremento de las protestas callejeras. No valía la pena volver a escuchar a la gente. Más que una advertencia lo juzgaron como una oportunidad para seguir haciendo lo mismo.

La estrategia fue funcional mientras nadie se enterara de aquello que ocurría tras la fachada y en tanto la burbuja de las militancias de humo se mantuviera flotando. Ahora la desesperación por buscar adherentes los tiene en la calle, rogando por la atención de los transeúntes, en pequeñas tienditas de campaña con alegres colores, similares a las que ofertan créditos de consumo y seguros automotrices. Un hábitat -el de la compra y venta- que les debe resultar familiar.