Sentados en el living de su casa, el matrimonio de Verónica Aravena (40) y Jaime Pasache (50) comparten con sus hijos Jesús (3) y Antonio (33).

- "Los monitos están malos. No suenan", dice Jesús frente al televisor en silencio. Luego se da vuelta y mira a los tres adultos. Se ríe.

- "Él sabe toda la verdad. ¿Cierto hijo? Cuéntanos en qué guatita estuviste", le preguntan al menor.

- "En la de la mamá Carmen", responde tímidamente.

- "¿Y quiénes son tus papás que te cuidan?".

En ese momento, Jesús apunta a Jaime y luego vuelve a apuntar, pero esta vez a Antonio.

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Una estatua del sacerdote Luis Orione recibe en la entrada del hogar Pequeño Cottolengo, en Cerrillos. El terreno de 10 hectáreas alberga a más 330 personas con distintos grados de discapacidad, física o intelectual. Gran parte de ellos han sido abandonados, incluso en la puerta del lugar y otros son derivados por tribunales de familia en calidad de protección.

La edad promedio de los residentes es de 40 años, ya que la mayoría crece, vive y muere ahí. Hoy, el más joven tiene ocho años y el mayor, 84. "Acá se vive una realidad súper dura, porque la sociedad los abandona, nos los entrega y prácticamente nos dice 'no los muestres, escóndelos en el patio trasero, porque nadie los quiere ver'", asegura Cristián Glenz, director de la institución. "Somos los únicos que recibimos a los que no son aceptados en ningún otro lado", agrega.

En Chile, según el Servicio Nacional de Discapacidad (Senadis), cerca de 230 mil personas sufren de algún tipo de discapacidad intelectual y, de ellas, hay alrededor de 11 mil personas que tienen condiciones severas y profundas, como es el caso de la mayoría de los residentes del Pequeño Cottolengo. "Entre nuestras tres sedes tenemos cerca de 600 personas con esos niveles. Me pregunto dónde estará el resto", dice Glenz.

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Antonio nació el 15 de mayo de 1984 con hipoxia (falta de oxígeno) y llegó al Pequeño Cottolengo con 10 meses, cuando personal de Carabineros lo encontró en la calle. Para poder inscribirlo en el Registro Civil, la institución policial tuvo que reconocerlo.

Él sufre de una discapacidad intelectual leve, lo que le ha permitido asumir más responsabilidades dentro del hogar e incluso trabajar. Hasta los 25 años nunca había salido a la calle, pero una terapeuta ocupacional le enseñó cómo andar en micro y metro, hasta que logró desenvolverse solo por la ciudad y se unió a la Fundación Tacal, que capacita e integra laboralmente a jóvenes en situación de discapacidad.

Pero adentro de un hogar como el Pequeño Cottolengo se viven situaciones complicadas y Antonio es el protagonista de una que a la institución le ha costado resolver.

Él se enamoró de Carmen, una joven que también sufre de discapacidad intelectual, pero en mayor grado. A pesar de que en la institución las relaciones amorosas entre las personas que viven ahí son atípicas, ambos rompieron los esquemas, se emparejaron y comenzaron a decir que eran pololos.

Miriam Castillo, sicóloga del Pequeño Cottolengo, explica que "ellos tienen derecho a enamorarse", y agrega que en la institución se respeta la decisión de los residentes de tener una relación, incluso se les aplica un plan de sicoeducación: "Les explicamos desde qué significa estar enamorados, cómo se dan cuenta de que lo están y cómo enfrentarse a eso, acompañándolos durante ese proceso", dice.

Un día, mientras se le realizaba un control médico a Carmen, el personal se dio cuenta de que ella estaba embarazada. "Nos causó una gran conmoción, porque era primera vez que ocurría una situación así", comenta Glenz.

Como el hogar tiene la tuición legal de sus integrantes, a todas las mujeres se les da anticonceptivos, a menos de que alguna se niegue a tomarlos. Pero en el caso de Carmen, el método falló. "Los chicos son bastante respetuosos y conocen sobre sexualidad. En la escuela se les enseña sobre reconocimiento del cuerpo humano y sobre lo que es y no es privado. En el caso de Antonio y Carmen, siempre existió una relación de amor y de consentimiento por ambas partes en estar juntos", explica la sicóloga.

Cuando Carmen se enteró de que sería mamá, lo entendió, al igual que Antonio, quien quiso buscar un trabajo para poder mantener a su futuro hijo, aunque reconoció que necesitarían ayuda para cuidarlo, ya que ambos no podrían hacerlo solos.

El hogar, por su parte, les entregó la ayuda e información necesaria para que enfrentaran lo que venía y realizó un test de ADN para descartar que hubiera una situación de abuso.

Para Antonio, este hijo era por primera vez lo más cercano que tendría a una familia.

- ¿Qué sentiste cuando te enteraste de que serías papá?

- Mucho nervio y felicidad.

- ¿Tú escogiste su nombre?

- Sí, siempre me gustó Jesús.

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En el Pequeño Cottolengo, cuando hay visitas la mayoría sonríe y saluda con entusiasmo, porque la llegada de gente que viene de afuera no es frecuente. A muchos de los residentes los trajeron chicos y sus familias paulatinamente dejaron de ir. De los residentes que tienen contacto con las suyas, solo un tercio recibe visitas semanalmente, al resto lo vienen a ver más esporádicamente. "Una visita mensual es como no venir. Existen personas que viajan cientos de kilómetros todas las semanas y los que viven acá en Santiago vienen una vez al año. Eso no es estar en contacto", dice Glenz.

Un equipo trata de contactar a los familiares de los que han sido abandonados, para crear instancias para retomar los lazos y promover que egresen y puedan volver con sus parientes, tal como ocurrió el año pasado, cuando un residente volvió a vivir con su madre biológica después de 33 años.

-¿Qué tan común son esos egresos?

- Una vez al año, dice Glenz.

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Durante los últimos meses del embarazo de Carmen, Antonio se preparó para recibir a Jesús. Aprendió a cambiar pañales y la acompañó a los controles médicos. Era el primer nacimiento de una pareja del lugar.

En 2005, la estilista Verónica Aravena pisó por primera vez el Pequeño Cottolengo. Llegó porque una clienta le pidió que les cortara el pelo a los residentes. "Ahí te topas con una realidad que no es conocida para la sociedad. La mayoría están abandonados, pero son muy afectuosos, te abrazan y te dan amor, a pesar de que nunca lo han tenido", dice.

Después de esa primera vez, Verónica sintió que tenía un compromiso con la gente del Pequeño Cottolengo, y empezó a ir más seguido, junto a Jaime Pasache, su marido. Después de un tiempo, y tras una serie de pruebas sicológicas, ambos apadrinaron a una joven, a la que visitaban y podían sacar a pasear.

Verónica también conoció a Carmen y la acompañó durante su embarazo. "Yo también soy mamá de dos hijos y sabía que ella tendría carencias, así que traté de ayudarla en lo que más pude", dice.

A pesar de que había nerviosismo en el entorno, el parto fue sencillo y el 31 de agosto del 2013, Jesús Antonio nació sano y pesó 3,1 kilos.

Pero la llegada del menor era, por otra parte, una situación complicada para el Pequeño Cottolengo: no podía quedarse dentro del hogar, ya que se volvería un niño institucionalizado. Le realizaron pruebas sicológicas a sus padres para ver la factibilidad de que ellos fueran sus tutores legales y estos mostraron que si bien él estaba capacitado, Carmen no podía hacerse cargo del niño.

Frente a esta situación, el Pequeño Cottolengo no tuvo más opción que comenzar el proceso de darlo en adopción, pero decidió solicitarle al Tribunal de Familia que Antonio y Carmen pudieran mantener contacto con su hijo y con la familia adoptiva en todo momento, sin tener que esperar a que Jesús cumpliera 18 años para conocerlos. Como un hecho inédito y excepcional, la corte lo aceptó. "Fue una decisión bastante innovadora, porque muchas veces los tribunales dicen: 'Si los padres tienen discapacidad, el niño se va en adopción y listo', vulnerando los derechos fundamentales de las personas", dice Daniel Villarroel, abogado de la Corporación de la Asistencia Judicial que trabajó en el caso, y luego agrega que se basó "en los derechos que tienen ellos frente a formar familia y a procrear en conformidad a lo que estimen pertinente".

En una de las visitas al hogar, Verónica escuchó hablar a una enfermera sobre la situación de Jesús. "Sentí un gran dolor al saber que Antonio y Carmen no podrían disfrutar a su hijo. Lloré todo el camino de vuelta a mi casa, pensando en cómo podríamos ayudarlos", recuerda Aravena, quien ese mismo día sentó a Jaime y a sus dos hijos, de 18 y 16 años, y les comentó la situación. "¿A ustedes les gustaría que adoptáramos a...?'", preguntó, y antes de que alcanzara a terminar todos dijeron que sí.

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"Acepté porque soy papá y sé que uno quiere estar con sus hijos. Sería injusto que ellos estén sin su guagua porque tienen una situación de discapacidad. Tienen derecho a estar con Jesús", cuenta Jaime.

A los tres meses del nacimiento del menor, el matrimonio finalmente conoció al nuevo futuro integrante de su familia. "La primera vez que lo vi estaba solo en su coche, entonces sentí que necesitaba estímulo y amor, eso que solo las mamás les dan a sus hijos", recuerda Verónica.

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Verónica Aravena, Jesús y Jaime Pasache.

Verónica Aravena, Jesús y Jaime Pasache.

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Como ellos ya habían apadrinado a otra joven, el proceso de selección para la adopción fue más fácil y rápido. Verónica asegura que su lazo maternal comenzó cuando el menor se fue a su casa por ocho días, porque había una bacteria en el hogar. En esos días, ella dejó de trabajar y se dedicó al menor. "Dormí con él en mi pecho, lo estimulé y creé un apego. Había que recuperar ese tiempo perdido", dice.

El matrimonio recuerda que en la tercera noche ambos estaban acostados con Jesús, cuando Jaime lo miró y le preguntó a su señora: "¿Cómo vamos a devolver a este niñito? ¿Quién lo va a regalonear así?".

Al regresarlo, Antonio les pidió nuevamente que lo cuidaran por otra semana, ya que no había personal suficiente en el Pequeño Cottolengo porque era época de vacaciones y la situación se siguió repitiendo hasta que finalmente Jesús no volvió más a quedarse en el hogar.

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- "Antonio está en nuestra casa los martes, viernes, sábado y domingo", dice Verónica.

- "Eso era antes, ahora son los lunes", le corrige Antonio.

Hoy, Antonio divide sus días entre el Pequeño Cottolengo y la casa de Verónica y Jaime. "No puede dejar bruscamente el hogar. Toda su vida ha estado ahí", explica ella.

Mientras la familia conversa, Antonio busca su billetera, saca su carné y lo muestra: "Dice Antonio Pasache Aravena". Les sonríe a todos.

El matrimonio no sólo adoptó al menor, también reconoció y le dio sus apellidos a Antonio. Para él, su familia ya no es solo Jesús, ahora también lo son Verónica y Jaime.

"Nunca pensé que sería papá de nuevo, pero todo se fue dando de a poco. Tampoco me imaginé tener un hijo tan grande como Antonio (ríe). La relación se conformó al poco tiempo y hoy lo quiero como un hijo", dice Jaime, y luego se corrige: "Antonio es mi hijo".

Verónica cuenta que tomaron la decisión de darle sus apellidos a Antonio para integrarlo, y que ahora en la familia todos tienen una preocupación: Jesús, a quien el matrimonio los fines de semana lleva al Pequeño Cottolengo para que esté con Carmen.

Antonio ahora tiene un sueño para el futuro, que es alguna vez poder independizarse. "Pero nos ha costado encontrar un trabajo para él, porque no todas las empresas están dispuestas a adecuarse a su forma", dice Jaime.

Antonio es parte de la vida y crianza de su hijo, lo acompaña a sus controles médicos y le prepara su leche.

- "Cuidado, Tonino, no la muevas fuerte. Yo te ayudo", le dice Antonio a su hijo, quien agita su leche de frutilla.

-Antonio, ¿te gusta vivir con Verónica y Jaime?

-Sí, porque acá estoy con Tonino y los quiero mucho. No me interesa buscar a mi familia.

En ese momento, Jesús interrumpe y abraza a Antonio. Le dice: "Lo que nos gusta es jugar en la plaza. Corremos y corremos en los juegos para ver quién gana. ¿Cierto, papá?".

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Antonio y Jesús.

Antonio y Jesús.

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RECUADRO

El Pequeño Cottolengo es un organismo colaborador del Servicio Nacional de Menores (Sename), por lo que recibe una subvención por cada menor del hogar. El costo de cada niño y adulto interno es cercano al millón de pesos mensual y el Sename solo financia el 20 por ciento.

El Ministerio de Educación (Mineduc) y el Ministerio de Salud (Minsal) aportan en total otro 20 por ciento, y el 60 restante viene de donaciones privadas, colectas, fundaciones y eventos. Además, el hogar cuenta con convenios con distintas universidades que envían a alumnos de carreras como Fonoaudiología, Enfermería, Sicología, Servicio Social a realizar ahí su campo clínico, lo que disminuye el costo de contratar personal.

Los mayores de 18 años no reciben la subvención por parte del Sename y los mayores de 25 pierden el beneficio por parte del Mineduc y quedan sin financiamiento. "Las donaciones privadas son el mayor aporte que recibimos, pero eso no nos permite proyectarnos en el tiempo, ya que no son de carácter permanente", agrega Glenz.

- ¿Qué pasa en el caso de los más pequeños y adultos?

- Con los más chicos recibimos una subvención adicional para realizar intervención sicosocial, rehabilitación, neurólogos y siquiátras, en cambio, para los adultos la subvención que nos dan solo nos dice: "Manténganlos vivos, denles de comer y techo".