No hay quién lo ponga en duda: la próxima elección presidencial se decidirá no en la orgánica de los partidos, tampoco en la sala de mando de la ingeniería electoral y mucho menos en las funciones comisarias que ejercen las redes sociales. Todo eso es adjetivo. El partido de fondo se jugará en la capacidad de las distintas candidaturas de interpretar las aspiraciones y problemas que actualmente tiene la clase media.

Si eso es cierto, la verdad es que cuesta entender por qué las candidaturas del oficialismo siguen hablando de listas parlamentarias, de firmas, de juntas nacionales, de pactos y subpactos, de comandos y generalísimos, de pareos y deserciones, y no de los temas donde realmente se jugará la elección. Hay algo de suicidio político en esta falta de sintonía, ya no fina, sino también gruesa. Porque si hay algo de lo cual la ciudadanía tiene verdadera aversión es a los acomodos y conflictos internos a nivel de candidaturas y partidos. No los resiste ni los perdona. Al revés: los castiga.

Sin embargo, desde que fuera elegida abanderada de su partido, Carolina Goic -en concreto- no ha hablado de otra cosa que de instancias partidarias y procedimientos. Que la junta, que la lista, que no piensa bajarse, que la primera vuelta y que la segunda... El discurso de Guillier, que es candidato desde hace meses y que dice que la suya es una candidatura ciudadana, no es muy distinto: que todavía falta, que las firmas ya están, que piensa presentarlas pronto, que está dispuesto a debatir donde sea, pero no antes de su inscripción oficial, y así suma y sigue. Entremedio están sus ires y venires sobre las primarias y sobre Lagos, sus divagaciones sobre los partidos y la ciudadanía, su exhortación al asado y la siesta, su nulidad respecto de los votos radicales en la Cámara para el aborto, su confianza en un liderazgo que, de tan horizontal que es, termina no siendo la negación misma del liderazgo.

Y a todo esto la centroizquierda sigue descuidando a ese sector de la ciudadanía que fue decisivo para traer de vuelta de Michelle Bachelet a La Moneda. Una clase media con poca historia y muchas vulnerabilidades, muy individualista, desconfiada con razón, relativamente nueva en la economía del consumo, tan orgullosa de sus logros meritocráticos como sensible al tema de los abusos del mercado, y para la cual el actual gobierno fue una tremenda desilusión. Lo fue por muchos conceptos: porque instaló la idea de que el crecimiento económico no era tan importante, porque descuidó el empleo, porque se olvidó de la salud privada y porque los ministros dijeron que esta gente estaba enviando a sus niños a los colegios equivocados y que el dinero que estaba gastando en educación podía guardárselo dado que ahora iba a ser el Estado el que decidiría las matrículas a través de una tómbola.

Se podría entender -aunque cueste- que el gobierno no haya reaccionado a estas decepciones por consideraciones de orgullo, de ataduras ideológicas o, por último, porque el programa ya estaba jugado en ese sentido. Lo que no se puede entender es que de ellas tampoco se hayan hecho cargo ni Alejandro Guillier ni Carolina Goic con una mirada más acogedora y receptiva. Después de todo, esta sensación de desamparo de la clase media no es de ahora. Viene de hace años y es raro, porque ni siquiera la Concertación advirtió el fenómeno, siendo que fue bajo gobiernos suyos que nació, se expandió e irrumpió este grupo social. Se pueden tener muchas reservas acerca de lo que representó en su momento Adolfo Zaldívar, que fue un zorro de la política y un maestro en eso de decir una cosa por otra, pero tenía toda la razón del mundo cuando hace 10 años repetía una y otra vez que era necesario hacerle correcciones al modelo, porque algunas cosas en él no estaban funcionando para la clase media en una dirección que fuera sustentable en el tiempo.

Tal cual: el 2011 se comprobó que no era sustentable. Desde entonces ha corrido agua bajo los puentes, pero, en lo profundo, ese Chile emergente sigue en el aire. Puede ser un síntoma de lo descalibrada que está la política en Chile el que los sectores medios tengan bastante más interlocución con la industria del retail que con los partidos o con el sistema político.

No es una genialidad estratégica -sino una fruta que se cae de madura- que el comando de Piñera esté intentando salir al encuentro de ese sector. Tal como se ha ordenado la escena política ahora último, en la actualidad la derecha está en mejores condiciones que el centro y la izquierda para entender y descifrar a esa nueva clase media. Todavía no está claro el alcance de la red de clase media protegida que ha planteado, y es obvio que si no contempla beneficios tangibles y objetivos, más que ayudarlo, podría terminar perjudicándolo. Pero está claro que en esa dirección tiene que ir, no solo con propuestas que sean verosímiles sino también con interlocutores que sean válidos. La derecha necesita en estas materias dar más testimonios que los que se le exigen a la izquierda, entre otras cosas por sus sesgos elitistas y porque la desconfianza que genera el exitismo del sector entre la gente de esfuerzo ha sido históricamente muy profunda.

Quienes andan buscando con regla y compás en el mapa político del país dónde está centro debieran suspender ya la tarea. Cómo no verlo. Descontados los muy pobres y los muy ricos, explica el grueso de la actual estructura de la sociedad chilena.