Antes de empezar el banquete que será este almuerzo, sobre la mesa ponen un frasco de vidrio, bien tapado, que en su interior tiene hielo y una ramita de romero que se ha ido quemando ahí mismo. Por eso, dentro, hay puro humo. Enseguida traen un jarabe de romero, pepino, gin amazónico y jugo de limón. La orden es vaciarlo en el frasco humeante. Luego, beberlo con calma.

-Se llama fucking cocktail- dice Pablo, el mozo, entre risas. Lo bautizó así un cliente que, tras probarlo, lanzó esa frase al aire.

Es mediodía de jueves en el restaurante Gustu. Afuera hay sol, y en este sector de La Paz todo es más tranquilo que en su caótico centro. Estamos al sur de la ciudad, a media hora en taxi del epicentro turístico de calles empinadas y souvenirs. En este momento, sentado en una de las codiciadas mesas de este local, toda la atención está puesta en la gastronomía.

Gustu, que en quechua significa sabor, ha sido elegido un par de veces el mejor restaurante del Cono Sur y desde 2014 está incluido en la lista "Latin America's 50 Best Restaurants". Es considerado por publicaciones expertas como el mejor de Bolivia. Pero lo interesante, más allá de los premios, es su misión: ser la punta de lanza en reivindicar la cocina boliviana con un nuevo aire. Armar un movimiento gastronómico en Bolivia, que involucre a otros y que le muestre al mundo que en este país hay buenos productos y buenas manos para prepararlos. Que la comida boliviana existe. Que la fama no sólo debe llevársela un vecino tan reputado en estas lides como es Perú.

"Aquí sólo se usan productos plantados, crecidos y procesados por manos bolivianas en territorio boliviano", dice Sumaya Prado, encargada de comunicaciones de Gustu, en lo que suena una declaración de principios. Acto seguido, así al pasar, desliza que en Bolivia hay tres mil tipos de papas y más de dos mil de ajíes.

Muchos de esos productos -como el diminuto y muy picante ulupica, un ají que parece una arveja- los vería después en las ferias callejeras de La Paz. Muchos también empezarán a llegar a mi mesa este mediodía de jueves.

Un vasito de singani

La idea de Gustu es de Claus Meyer, el chef danés detrás del restaurante Noma, en Copenhague, elegido varias oportunidades el mejor del planeta. Hace unos años decidió replicar esa experiencia en otros países, como una forma de ayudar a gente vulnerable involucrándolos con un proyecto local de calidad. Por eso pensó en lugares que, a pesar de la pobreza, tuvieran estabilidad y cultura gastronómica. Pensó en Nepal. Pensó en Bolivia. Pero eligió Bolivia. En abril de 2013 inauguró Gustu.

Entrar a este restaurante es una explosión de color y texturas. La decoración incluye textiles del altiplano, cueros que vienen de valle y madera de la Amazonía. Las lámparas representan las polleras de las cholitas, pero con los tonos audaces de los aguayos. La cortina que rodea la escalera al segundo piso está fabricada con tullmas: esos lazos con que las cholitas se amarran sus trenzas en la espalda, y que aquí -por las dimensiones del lugar- tienen 10 metros de largo.

Detrás de la barra saluda Bertil Tottemberg, uno de los pocos daneses que forman parte de los 65 trabajadores de Gustu. Prácticamente todos son bolivianos. Tottemberg está a cargo del bar; y es un tipo largo y rubio que se pasea entre botellas que sólo contienen brebajes hechos en Bolivia. Nunca uno se habría imaginado que este país es tan fecundo en esto. Pero sí. Hay 120 tipos de vino: de Tarija, de Cochabamba, de Chuquisaca, de Santa Cruz. Hay 29 tipos de cervezas artesanales. Hay 30 tipos de singani, que se hace con uva moscatel y de manera curiosa. Se fabrica primero como vino y después se convierte en destilado.

Ya sentado en la mesa, después del fucking cocktail, pruebo un vasito de singani. Me recuerda al pisco, pero es más suave y aromático. En Bolivia lo mezclan con bebidas blancas. También lo hacen sour. Pero cuando es fino, como el que pruebo, se disfruta solo.

Empieza el almuerzo. Sobre la mesa hay pan blanco e integral con una costra exquisita. En su justa dureza y llena de semillas. Todo se hace aquí con masa madre y no con levadura. "En Gustu, no se usa nada artificial. Todo es cien por ciento natural", dice Sumaya.

De entrada, elijo un clásico de la cocina local: sopa de maní. Sabrosa, con fideos espirales, cebolla en cuadraditos y zanahoria. Para beber, como mi cuota de alcohol está copada, pido un tradicional mocochinchi. Un pequeño durazno deshidratado en un jarabe dulce con canela, hielo y especies. Una versión osada de nuestros populares huesillos.

El cambio

Para tener buen personal que se hiciera cargo de Gustu -desde los cocineros hasta los garzones, que debían ser bolivianos-, Claus Meyer formó las escuelas gratuitas Manq'a. Allí se instruye por seis meses a jóvenes en la cocina y la alimentación saludable. Hoy existen 14 escuelas, por las que han pasado tres mil personas. El propio Meyer viaja una vez al año a La Paz para graduarlos. Varios chicos se quedan en Gustu -trabajando con chefs bolivianos con experiencia-; otros se emplean en otros lugares de comida y les suben el estándar.

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El Restaurante Gustu.

El Restaurante Gustu.[/caption]

José Luis Choque, 23 años, pasó por una de las escuelas Manq'a de El Alto, la ciudad pegada a La Paz. Dice que aprendió de productos nacionales y a cocinar con lo que hay en su país. Estuvo un tiempo atendiendo un pequeño comedor de comida saludable en El Alto para que la gente aprendiera a consumir menos carbohidratos, que son siempre excesivos en la dieta popular boliviana. Les hizo conocer otros ingredientes nativos. Hace año y medio se vino a Gustu. Lo están capacitando para ser sommelier.

Hoy, con una vida que nunca imaginó, Choque empieza a hablar como experto: "Me impresionan nuestros vinos orgánicos y biodinámicos. Hay una pequeña bodega en Cochabamba, se llama Marqués de la Viña, que es muy interesante".

Ministros en la barra

Toca el plato de fondo. Dudo. Hay tres opciones. Primero, un filete de vacuno con ensalada y racacha frita. "La racacha es un tubérculo que está entre papa y zanahoria", explica Pablo, el mesero sonriente. Luego, hay cremoso de cañahua. "La cañahua es un grano similar a la quínoa", arremete, para explicar este risotto a la boliviana. Por último, lechón al horno con ají colorado y plátano vainilla. Ése es el elegido.

La cocina principal de Gustu está en el subterráneo. Luego hay otra más pequeña en el primer piso, toda vidriada, con vistas sobre el comedor y el bar. Allí se dan los toques finales a estos platos que, además de sabrosos, son cuidados y coloridos en presentación.

El menú del almuerzo se cambia cada semana y cuesta 95 bolivianos ($ 9.000), sin incluir los tragos. Es más tradicional que el de la noche, que es más experimental y más caro. Al almuerzo también es más fácil conseguir mesa. En las noches, imposible: hay que reservar con dos semanas de anticipación. De último minuto, a lo más se puede acceder a la barra del bar. "Hasta ministros se han tenido que acomodar allí", explica Sumaya. Evo Morales no ha venido, pero se le ha hecho catering a sus eventos más importantes.

Buena parte de las decisiones aquí pasan por la chef Coral Ayoroa, jefa de cocina de Gustu. Dice que nació rodeada de gastronomía. "Mi madre era cocinera callejera en el centro; y mi padre, mesero. Yo en la cocina arranqué a los 14 años desde abajo, lavaba platos. Luego estudié gastronomía en la universidad. Trabajé, hice clases, llegué a ser directora de carrera. Hasta que conocí este proyecto de Claus Meyer. Hice una pasantía en Dinamarca y volví a Bolivia a montar esto. Soy la empleada más antigua".

Dice Coral que se siente feliz. Que esto es un sueño cumplido. Que lo único que le empaña la alegría es no poder compartirlo con sus padres, que estarían orgullosos. Su madre murió hace dos años. Su padre está extraviado en el alzhéimer.

Desde las alturas

El postre. Sin poder decidir, ordeno dos. Parto con trozos de manzana asada y caramelizada sobre quínoa con leche. "Es muy popular, lo venden en la calle", dice Pablo, el informador incombustible. Sigo con una panacota de albahaca.

Se nota trabajo en cada plato. Y todo ese aprendizaje, explican aquí, debe expandirse. Por eso, la idea es que nadie se eternice aquí. Que los que llegan y aprenden puedan partir un día a difundirlo. A crear sus propios espacios de gastronomía. "Que vayan y armen lugares mejores que Gustu, eso queremos", dice Sumaya.

Varios se han atrevido. Como Sebastián Quiroga, quien fue segundo chef del Gustu y ahora tiene el centro de La Paz el mejor restaurante vegano de la ciudad. Es otro soldado más en esta batalla por levantar la cocina boliviana.

Este jueves soleado el almuerzo termina con café. Boliviano, por supuesto. Me traen una taza pequeña con un cargado y aromático café Félix Castro. "De altísima calidad, cosechado en altura", explica Pablo, el mesero que no da tregua. Entonces, mientras lo bebo, imagino este café boliviano cosechado a 2.500 metros de altura y en cómo sus pequeños granos oscuros tienen también la responsabilidad de poner a su país en el mapa mundial de la gastronomía.

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SÁNDWICH EMBLEMA

La iniciativa se llama Sumaphayata, "bien cocinado" en aimara. Se trata de rescatar la comida callejera boliviana, mejorando la manipulación de alimentos. Para que el cliente coma sin riesgos de enfermarse. El plan piloto -dirigido por la fundación Melting Pot Bolivia, también del chef Claus Meyer- partió con cinco cholitas que venden preparaciones al paso. Cada una con una especialidad típica: anticuchos de corazón de vacuno, tucumanas, choripán, ranga y el famoso sándwich de cholita. Este último a cargo de Crecencia Zurita, quien lleva 53 años en el negocio y tiene un puesto muy solicitado en la zona sur de La Paz. Allí, ahora con cuidada higiene, arma este sándwich apoteósico: dentro del tradicional pan sarnita -hecho con leche en vez de agua, y rociado con queso en la superficie antes de ir al horno- se mete pierna de cerdo asado, zanahoria y cebolla en escabeche, una rebanada de tomate, rocoto y el ingrediente clave: piel de cerdo frita y crujiente. Por 20 bolivianos ($ 1.800). La meta del plan Sumaphayata es tener 500 cholitas capacitadas en La Paz y El Alto.

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LA APUESTA DE ALI PACHA

Ali Pacha en aimara significa planta del universo. Es también un restaurante vegano en el centro de La Paz, que abrió hace un año Sebastián Quiroga. Él fue chef del Gustu y luego voló con alas propias. Pero por la misma senda: visibilizar los productos y la gastronomía bolivianos.

Esta noche de sábado, previa reserva, estoy en una de sus 11 mesas. Lo único que uno puede elegir es de cuántos pasos quiere el menú: tres, cinco o siete. Lo que llega a la mesa siempre es sorpresa. Elijo el de cinco. Cuesta 150 bolivianos ($ 14.000).

Comienza entonces el desfile de manjares. Paso uno: cebiche de betarraga, mayonesa hecha con su propia cáscara, puré de camote. Intermedio: sangani con pepino. Paso dos: papas al horno con sal, oca asada, habas cocidas y llajua, esa intensa salsa de ají rocoto. Intermedio: sangani con plátano. Paso tres: champiñones portobelo en base de leche de almendra con alcaparras, y queso de yuca. Intermedio: agua. Paso cuatro: duraznos en almíbar, salsa de toffee, crocante de quínoa, ralladura de limón. Intermedio: agua. Paso cinco: sorbete de maní con salsa de copoazú, un exquisito fruto amazónico.

"Al principio la gente criticaba que faltaba la carne y el pollo, pero se van acostumbrando", dice Antonio Gumiel, chef a cargo de la cocina y la pastelería. Adelanta que en el segundo piso van a abrir un café: Mawi. Ofrecerán comida boliviana callejera. En clave vegana, por supuesto