Días atrás, en entrevista con Blätter für Deutsche und Internationale Politik, el legendario sociólogo alemán Jürgen Habermas hablaba del "nuevo desorden global" y llamaba a la izquierda europea a preguntarse por qué el populismo de derecha está ganándose el favor de los desaventajados "para seguir el camino errado del aislamiento nacional". Y habló de otras cosas, incluyendo "la movilización del resentimiento" que observaba en EEUU y que estaría "dando rienda suelta a las dislocaciones sociales". Todas coincidentes en describir un bote que se agita más de lo acostumbrado.

En 2016 un fantasma recorre Europa y buena parte del resto del mundo. Un fenómeno de múltiples caras que repite el patrón de mirar hacia adentro, de buscar a las tribus y de levantar muros, como bien ilustró la última edición de The New Yorker (o como ilustra un posteo reciente de la documentalista chilena Carmen Luz Parot desde el Festival de Documentales de Amsterdam, constatando el creciente desinterés de las televisoras por adquirir producciones extranjeras).

Un escenario que ve campear a líderes de ocasión -uno de ellos jamás escogido antes para ningún cargo de votación popular- que empatizan con millones atacando a las élites, denunciando el establishment político-cultural, ninguneando el valor de la evidencia empírica y del trabajo intelectual, prometiendo empleo, control migratorio y renovada grandeza. Una forma que ha asumido este discurso ha sido la de tomar distancia del resto del mundo. Y hacer de la palabra globalización, por qué no, una mala palabra incluso para aquellos que parecían surfear alegremente esa ola.

Victorias recientes, como las del Brexit y de Donald Trump, ¿qué tanto pueden atribuirse a un extendido sentimiento de rechazo a la globalización? La pregunta supone hacerse cargo de un concepto jabonoso, que a fuerza de imponerse parece hoy decir poco o decir lo que cada uno quiera que diga. Un término que Trump desacreditó, sin mencionarlo, en su primer debate con Hillary Clinton, cuando culpó a los tratados de comercio por la cesantía de millones de estadounidenses (frente a lo cual

Clinton llamaba a "mirar la situación global", diciendo que EEUU debe negociar tratados justos e inteligentes con el 95% de la humanidad que no son EEUU).

"Globalifobia" y después

Parafraseando el título inglés de El malestar en la cultura, de Sigmund Freud, Globalization and its discontents es el nombre de al menos una decena de volúmenes paridos desde fines del siglo XX. Uno de ellos fue el de Saskia Sassen, profesora de Columbia que había acuñado la expresión "ciudad global". Cuatro años después, a poco de obtener el Nobel de Economía, Joseph Stiglitz hizo lo propio con un libro homónimo donde volvía a atacar a los "fundamentalistas del libre mercado". Aún para entonces la "globalifobia" -o "altermundialismo"- era más bien patrimonio de las izquierdas.

"Lo que pasa es que el modelo que quedó parado tras la caída del Muro de Berlín estuvo dominado por el famoso Consenso de Washington, que en realidad nunca existió", plantea el cientista político Robert Funk, del Instituto de Asuntos Públicos de la Universidad de Chile. "Y en América Latina la izquierda veía esto como algo impuesto, donde a los países de la región no les quedaba otra porque se encontraban en procesos de democratización, necesitaban acceso a crédito internacional, a mercados, y por lo tanto tenían que jugar ese juego".

Hoy, agrega Funk, "la globalización significa distintas cosas para distinta gente. Y si uno mira la demografía de quienes votaron por el Brexit y por Trump (mayores de edad, blancos, más hombres que mujeres), lo que los cruza es el tema racial, en EEUU, y la inmigración en Gran Bretaña. Es decir, el temor al otro. Para ellos, la globalización significa eso: abrirse al mundo, aceptar a cualquiera. Pero la globalización no significa necesariamente lo que ellos creen". De ahí que sólo algunos aspectos aparejados a la libre circulación planetaria de bienes, capitales y personas vengan al caso.

La idea de globalización que parece estar en crisis, propone por su parte el sociólogo Daniel Chernilo, "es más bien la idea del libre comercio, de disminución de barreras arancelarias y firma de tratados, no una idea más compleja que involucre tecnologías e intercambios culturales". Añade este profesor de pensamiento social y político en la U. de Loughborough (Gran Bretaña) que "desde los 90 sabíamos que la globalización no significa menos nacionalismo, sino una transformación del nacionalismo" y que desde entonces se ven también expresiones antiglobales "para proteger identidades nacionales, religiosas y culturales o para proteger a los trabajadores".

Por otro lado, para Chernilo "la gente está reaccionando al fenómeno terrible de la desigualdad al interior de estos países y, dado que las élites políticas y económicas no pueden culparse a sí mismas, resulta más fácil echarles la culpa a los migrantes, pero las cifras no muestran que las causas de la crisis económica radiquen en los migrantes ni tampoco que éste agrave las crisis". En este punto, su análisis se emparenta con el del economista y ex investigador del Banco Mundial Branko Milanovic, que publicó este año Global inequality. A New Approach for the Age of Globalization.

Esta última mirada no es compartida en lo esencial por Funk, para quien no es la globalización sino los recortes sociales y la reducción de impuestos lo que explica, por ejemplo, el brusco aumento de la desigualdad en EEUU en los años de Ronald Reagan (1981-1989), antes de que se hablara, propiamente, de la "era global". Y "curiosamente Trump, que habla contra la globalización", concluye el cientista político, "habla al mismo tiempo de seguir reduciendo impuestos a la gente rica, que es precisamente el modelo de Reagan".

En cuanto a Washington, la historiadora Rosario Rodríguez Lewald evoca sus períodos de aislacionismo y sus apetitos hegemónicos para ampliar la perspectiva. La académica del Instituto de Historia de la UC recuerda, aparte de las entradas tardías a las guerras mundiales y la necesidad de generar alianzas en tiempos de Guerra Fría, la política unilateral neoconservadora que George Bush padre definió en 1991 al dar a conocer su estrategia de "seguridad global" para la década siguiente, "basándose en las teorías de grupos neoconservadores, en Samuel Huntington, en Francis Fukuyama y en Zbigniew Brzezinski". Allí se define un nuevo orden basado en la cooperación entre las tres zonas más desarrolladas del mundo: Norteamérica, Europa (liderada por Alemania) y Japón, bajo la dirección política y militar de EEUU. Se exige, igualmente, la reformulación de la estrategia y del ámbito de acción de organizaciones de defensa como la OTAN.

¿Qué irá a ser de esta otra globalización con Donald Trump, quien planteó en campaña que los países que quieran "protección" de EEUU deberán pagar por ella? En la proyección de Rodríguez Lewald, seguir con el unilateralismo, pero desde la vereda del país "que no se siente respetado": renegociando tratados comerciales y "demostrando convicción, es decir, fuerza", cada vez que haga falta.