¿Cómo te fue? Contá-contá, contá. La gente pregunta sobre el viaje, los amigos quieren saber, incluso los desconocidos. Por sana curiosidad, por malsano morbo. Porque desde que tenemos Facebook estamos acostumbrados a scrollear vidas ajenas.
¿Cómo estuvo eso? Contá, contá, contá.
Hace un par de semanas volví de un viaje con mi papá, mi mamá, mi hermana y mi hermano. La familia original. Los cinco, treinta años después del último viaje juntos. Carlos, Susana, Carolina, Cecilia y Ezequiel, según orden de aparición en el mundo.
El viaje salió bien, muy bien. ¡El viaje salió bárbaro! El sur de Italia es un destino para pasarla bien. (¿Acaso hay algún destino para pasarla mal?). Paisajes arcaicos, de campos de olivos y limones, de iglesias de piedra, de muros donde crecen alcaparras, de gente dispuesta a conversar. Y en cualquier bolichito, un mantel a cuadros rojo y blanco y un plato de pasta al dente.
Empecé por la pasta, pero quería contar del mar, la mare. El Adriático se ampliaba más allá del marco de la ventanilla del auto alquilado. Azul, profundo, luminoso. También un mar lleno de muertos, de emigrantes que no llegaron. Mientras le dábamos la vuelta al taco de la bota, a la Puglia, pensábamos qué había enfrente: Albania, Grecia, Libia. Cada tanto leíamos una reseña en voz alta, daba sueño si era después de comer. A veces surgía una anécdota familiar, de esas que se contaron cien veces, qué digo cien, mil y siempre tienen un matiz nuevo. O quizás el matiz nuevo es uno mismo, con los oídos del presente. "¿Se acuerdan de Alfredo Tisser?", preguntó mi viejo. Era nuestro vecino de abajo y, para mi papá, la única persona que lo ayudó cuando la pasó mal de laburo. Alfredo tenía ojos verdes muy redondos y grandes. Parecía que querían irse de la cara. Todas las mañanas se daba una ducha de agua fría. Trabajaba en algo relacionado con la fruta y nos solía traer de regalo una botella de jugo concentrado de manzana de Río Negro. Hace poco me pidió que lo rastreara por FB y me enteré de que había muerto unos años atrás. Casi no se lo digo.
Italia era importante. Los antiguos anfiteatros que fueron primero griegos y después romanos, las guerras del Peloponeso y el olivo tres veces milenario. Pero en
ciertos momentos Italia no importaba nada. Se convertía en un póster con un paisaje. Bonito, pero de relleno. Era la historia de la humanidad contra la propia historia. Y ganaba lo particular sobre lo general.
También surgieron cuentos viejos-nuevos que solían partir de mi mamá. "Me acuerdo cuando papá les contó a los compañeros de guardia del Hospital Pirovano que nos casábamos y después de felicitarlo le dieron un consejo: en la cama tirate pedos desde el principio".
Cada vez que salíamos de visitar una iglesia mi viejo decía: "Debe tener una mina el cura" y mi mamá le respondía: "¡Ay, gordito!". (Antes de casarse se trataban de usted y desde que se casaron, hace casi cincuenta años, se dicen "gordito" y "gordita", él también le dice "nena" y "nenita" o "¡Susana!" cuando busca algo y no lo encuentra).
Cada vez que mi hermano tenía migrañas colosales hacíamos teorías y le dábamos ideas y cátedra sobre cómo combatirlas. Pobre, creo que fuimos peores que el dolor de cabeza. Cada vez que mi hermana pedía sólo una ensalada de almuerzo mi madre sufría –en general– en silencio.
La ventanilla del auto, el Adriático azul y los nombres Albania, Grecia, Libia, países normalmente lejanos y ahora ahí enfrente, me borraban del tejido familiar y entonces se abría otro recorrido. Debería escribirles una carta de agradecimiento. El meta viaje. El viaje imaginado.
¿Qué tal el periplo? Contá, contá, contá.
El día de la partida, ya en el avión, en ese limbo de frescura antes de las 12 horas de vuelo, mi padre, que tiene 80 años y no usa WhatsApp ni redes sociales ni cajero automático, le preguntó tranquilamente a mi madre: "Gordita, ¿estás en modo avión?".
Veinte días alcanzaron para construir nuevos recuerdos, tener un par de contratiempos y dar premios al mejor hotel, restaurante, pa
seo, momento, personaje, frase. La comida ganadora fue un almuerzo en La Balconata, el único restaurante del casco histórico de Polignano al mare que mira al mar. Comí pulpo al jugo de tomate en una cazuela de barro, qué delicia. Cierro los ojos y todavía me llega la brisa del Adriático.
El viaje salió bien, muy bien. ¡El viaje salió bárbaro! No me pregunten, por favor, qué hubiera pasado si:
–en el auto alquilado mi madre no se sentaba en el medio, entre mi hermana y yo.
–la conversación tomaba rumbos más políticos.
–alguien respondía con hartazgo el día que mi papá preguntó 15 veces si esa tarde cruzábamos a Sicilia (el principio de alzhéimer puede ser demoledor para los que rodean al enfermo).
–la gallega del GPS decía una vez más "entonces vuelves tres kilómetros al oeste y…" la tarde que nos perdimos en Palermo.
Nada de esto sucedió porque somos cuidadosos o miedosos. O las dos cosas. El condicional no existe, pero si algo de eso pasaba se me ocurre una sola palabra: hecatombe. En este viaje conocí la etimología. Hecatombe viene del griego antiguo hekaton, que quiere decir cien y boüs, buey. La nombró una guía cuando nos paramos frente al anfiteatro de Siracusa. Aunque hoy se utiliza como sinónimo de catástrofe, la palabra designa el sacrificio de cien bueyes en honor a los dioses. Un drama.
Como en toda dinámica familiar, la hecatombe late agazapada entre discusiones y telarañas de viejos rencores. En este viaje, menos mal, pasó de largo.