En pleno corazón de la Antártica yacen los restos de una antigua ballenera noruega que aún conserva muebles, ropa y recuerdos de las 200 personas que hace más de un siglo habitaron este remoto territorio bañado por un intenso frío y una soledad estremecedora.
Botas despedazadas, cajas de avena y restos de sillas y mesas de principios de siglo XX son algunos de los objetos que fueron abandonados en Bahía Balleneros, una caleta yerma que hoy permanece indiferente al paso del tiempo, tal y como si se tratara de una Pompeya antártica.
Las vetustas instalaciones se encuentran en la parte interior de Isla Decepción, una pequeña ínsula volcánica en forma de herradura que flota al noroeste de la península antártica, a 62 grados de latitud sur.
Se dice que fueron los intrépidos cazadores de focas quienes descubrieron este refugio escondido a principios del siglo XIX, cuando los mercados occidentales pagaban grandes cantidades por el denso pelaje de estos mamíferos marinos.
Pero no fue hasta 1911 cuando en una de las laderas de la gran caldera volcánica se levantó el primer asentamiento humano permanente, dedicado al procesamiento de aceite de ballena.
La compañía ballenera noruega Hvalfangerselskabet Hektor A/S consiguió una concesión de las autoridades británicas -que en ese entonces controlaban ese territorio- para establecer una estación terrestre que procesara los cadáveres de los cetáceos, de los que se obtenía un preciado aceite que se utilizaba como combustible para lámparas.
Los barcos factoría que hasta ese momento fondeaban en Isla Decepción utilizaban sólo algunas partes de los cetáceos y arrojaban el resto por la borda. La nueva planta terrestre permitía aprovechar los remanentes, que se hervían en unas grandes calderas.
Hasta esas latitudes se trasladaron más de 200 rudos trabajadores quienes, por turnos, habitaron humildes cabañas de madera por más de 20 años.
Ellos fueron los encargados de construir diversas calderas, cuatro gigantescos tanques para almacenar el aceite, una carpintería, una fábrica de guano, un embarcadero y un pequeño ferrocarril manual.
La colonia contaba, además, con dormitorios, una cocina, un pequeño hospital, una estación de radio y un criadero de ganado.
La carne y las entrañas de las ballenas se hervían en unas ollas a presión mediante para obtener el valioso aceite. En tanto, los desechos de los huesos eran machacados para hacer fertilizante.
A las faenas de la planta terrestre se sumaron las de 12 factorías flotantes y 27 barcos balleneros. Sólo entre 1912 y 1913 se estima que se procesaron 5.000 ballenas.
En poco más de 20 años su lucrativa y devastadora actividad acabó casi por exterminar todas las ballenas del archipiélago de las islas Shetland del Sur.
La estación terrestre se cerró definitivamente en abril de 1931, a causa de la desaparición de las ballenas en esa zona y el impacto de la recesión económica. Desde entonces, la caleta permanece deshabitada.
Las decaídas casas de los trabajadores, los inmensos depósitos metálicos carcomidos por el óxido, las decrépitas calderas y algunos restos de embarcaciones conforman hoy un paisaje postapocalíptico, que da cuenta de las duras condiciones de vida y el esforzado trabajo de los antiguos expedicionarios.
A un lado de las instalaciones, en un terreno pedregoso y desértico, se encuentra el cementerio de la colonia, en el que están enterrados 38 noruegos, tres suecos, un chileno, un ruso, un bretón y otra persona más de origen desconocido.
En 1969 una erupción volcánica ocultó las tumbas bajo una capa de grava y fango. Hoy, solamente dos cruces de madera ajada se recortan sobre la arena negra.
"Tømmerm Hans A. Gulliksen 4/1-1871 - 7/4-1929" reza una de ellas. De él la historia tan sólo menciona que fue un carpintero nacido en el sur de Noruega.
Su sepultura, marcada con piedras de distintos colores, recuerda a los visitantes que un día estas vastas soledades se escuchaba el griterío de los cazadores de ballenas y el chirrío de las calderas de vapor.