Primero fue la necesidad. En 2004, Fabiola Salinas era una viuda con dos hijos, que buscaba un puesto como profesora en un colegio de La Legua. Hasta entonces sólo hacía reemplazos, pero pretendía algo más estable. Era fin de año y ofreció a la dirección del establecimiento -el colegio Juan XXIII- un grupo folclórico en el que ella participaba como número artístico para las fiestas. El grupo no era de la comuna. "Al principio aceptaron venir, pero a última hora se arrepintieron, les dio miedo entrar a La Legua".
Fabiola se asustó. Pensó que si no cumplía su promesa, su permanencia como profesora corría peligro. Rápidamente, elaboró un plan alternativo. "Armé con mi hija y unos sobrinos un baile. Fue un éxito".
Así empezó Raipillán, en noviembre de 2004. Por necesidad. Un par de meses más tarde tenía a 18 jóvenes bailando. En diciembre de 2005 eran 40. Hoy son 210, repartidos en nueve grupos de baile y la organización social con mayor convocatoria de La Legua: desde niños de tres años, hasta jóvenes de 20.
La historia de Raipillán, sus rutinas, métodos y logros sólo tienen registro completo en la memoria de Fabiola Salinas. Ella -49 años, profesora de Lenguaje- repasa la historia con algunas dudas.
¿Cuál fue la primera invitación para bailar fuera de La Legua?, pregunto. Aquí Fabiola duda entre Lampa y Melipilla. Aunque lo que le parece más importante es que esa primera vez vinieron a buscar a los bailarines en furgones. "Eso los hizo sentir valorados".
Raipillán no es un grupo profesional ni pretende serlo. Nunca han competido ni lo buscan. Muchos de sus integrantes no tienen ni siquiera el físico que suelen tener los bailarines. La musculatura es variable, el peso también: no hay una estatura ni un peso común entre ellos. Guillermo Castro, uno de los bailarines del elenco principal, destaca aun cuando perdió parte de su brazo en un accidente. "Al principio, no quería bailar, pensaba que era de hombres afeminados. Hoy es mi pasión".
"Ellos bailan simplemente por bailar", explica Fabiola.
-¿Qué condiciones exigen a los postulantes?
- Tienen que estudiar. Les exigimos tener más de un 5 como promedio.
- ¿No hay un control sobre la droga o la violencia?
Fabiola Salinas sonríe, abre los brazos y dice, indicando con las manos: "El control es que vengan hasta aquí". Lo que señala con ese gesto es a un grupo de jóvenes, los del primer elenco, que ensayan en el salón de la parroquia San Cayetano. Un espacio rectangular, lo suficientemente amplio para servir de comedor al mediodía y de pista de baile por la tarde. De la cueca, al tango; del tango, a la fantasía polinésica; de Oceanía, a los bailes nortinos.
El repertorio de Raipillán es tan amplio como la curiosidad de Fabiola: "Estudio, me meto a internet y busco bailes. Tenemos un cuadro de bailes nacionales y extranjeros: jarabe tapatío, polca mexicana, joropo venezolano, chacarera argentina, vals peruano. Ahora ensayamos un baile coreano con abanicos".
-¿De dónde sacan la música?
-Yo misma la bajo.
El ensayo concluye con música de fondo de Inti Illimani. En un momento, Fabiola fija la vista en el grupo: los varones del elenco tienen que elevar a sus parejas. "Algunas niñas están un poco gorditas, así es que los lifting me preocupan", explica. Cuando las bailarinas son alzadas sin problemas, sonríe.
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Cada baile tiene su traje, y cada traje es hecho a medida por las costureras que trabajan para Raipillán. Han acumulado más de 200 en la pequeña pieza que sirve de sala de costuras, en la parte trasera de la misma parroquia. La encargada de confeccionarlos es María Ubilla, madre de Fabiola. Hay vestidos de huaso, de indígena altiplánico, de pascuenses, fantasías latinoamericanas. Telas brillantes, bordados coloridos, accesorios exuberantes, tocados de todo tipo, que los muchachos y muchachas visten con orgullo.
En 2005, una niña de cinco años llamada Paloma vio al grupo bailar en la calle durante la celebración de Cuasimodo, la fiesta católica en la que los sacerdotes van a darle la comunión a los enfermos en sus domicilios. Paloma decidió ser bailarina. Su madre, Jacqueline Ramírez, la apoyó. Hoy tiene 10, ha pasado la mitad de su vida en el grupo de baile y tiene la firme convicción de que será coreógrafa. La mayoría de los jóvenes que ingresan a Raipillán lo hace luego de ver una actuación llamada "pasacalles", una suerte de marcha de vecinos que sirve para marcar presencia y ganar espacios.
El pasado 5 de noviembre hicieron el último, durante un carnaval organizado por el grupo hip hop La Legua York. Bailaron los nueve elencos, incluso Paloma, que asegura ser una experta en todo tipo de ritmo. "La fiebre de baile", le dice Jacqueline Ramírez, su mamá. El hermano mayor de Paloma también baila. "Mis hijos están haciendo lo que yo no pude", dice Jacqueline. Con eso se refiere no sólo a bailar, sino también a reunirse con sus amigos en la calle, pensar que tal vez puedan llegar a estudiar.
Jacqueline Ramírez tiene 34 años, tres hijos. Su pareja es mecánico tornero y ella trabaja esporádicamente. El ingreso de la familia es de 120 mil pesos al mes. Viven en La Legua Emergencia, al surponiente de la población. En ocasiones, no pueden salir de su casa por las balaceras. "A veces nos damos la vuelta por fuera de la población para llegar a los ensayos".
En La Legua viven cerca de 17 mil personas y hay 600 condenados, sin contar los imputados, según la Fiscalía Sur. Esta situación ha aumentado el número de niños y jóvenes con alguno de sus padres en la cárcel, 360 han abandonado la escuela. La pobreza trae violencia, la violencia más pobreza.
"Ahora apareció un niñito de unos nueve años 'angustiado'. Así les decimos a quienes andan con el vicio. Le llamamos 'El Oreja'. Le pedimos que vaya a la escuela, pero no hay caso. Aquí hay niños de 10 años que andan con pistolas", explica Jacqueline.
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La única fuente de financiamiento estable que tiene Raipillán es un Fondart -del fondo regional-, que hace un año les otorgó 11 millones de pesos para la conformación de cuerpos estables. Eso alcanza para pagarles a los monitores de baile y a las costureras que hacen los trajes. El resto lo consiguen con donaciones de empresarios, principalmente con los miembros de la Fundación Desafío, una agrupación de empresarios que busca fomentar organizaciones solidarias. Con esos fondos, Raipillán beca los estudios de seis de los integrantes que salen del colegio. Estudian distintas carreras: fonoaudiología, pedagogías, asistente dental, música, diseño. Ninguno en una universidad tradicional.
El sicólogo Patricio Fernández, también legüino, ayuda a Fabiola Salinas en Raipillán.
-¿Qué piensan hacer cuando los demás bailarines egresen de educación media?
- Quisiéramos ayudar a todos. Pero no se puede.
Fabiola resume su esperanza en una frase: "Yo ando puro pidiendo". Así ha logrado financiar los viajes del grupo. Raipillán ha bailado para empresarios en Portillo y en Castillo Hidalgo, en colegios, en La Tirana, en marchas estudiantiles, licenciaturas y fiestas. En San Joaquín las presentaciones son frecuentes y convocan hasta 1.500 personas.
El 4 de julio pasado, a 35 de los integrantes de Raipillán la vida les cambió un poco: comenzaron un viaje a Europa que duró más de dos semanas. Recibieron una invitación de una organización portuguesa para presentarse en el festival de teatro de Almada, en Portugal. El contacto lo hizo el sicólogo Patricio Fernández, mientras cursaba un posgrado en España. Fabiola consiguió los fondos entre los empresarios de la Fundación Desafío. En Evora, Portugal, fueron alojados en las instalaciones de la municipalidad de un barrio de inmigrantes. "Se suponía que era un barrio pobre, pero para nosotros eso no era pobreza. Los niños estaban impresionados".
En España fueron a un parque en donde la gente no botaba los desperdicios al suelo y los encargados de aseo municipal estaban bien vestidos. Fueron a la playa, donde a los pocos días de ver mujeres en toples ya no les provocó la risa nerviosa que les causó la primera vez. Con el viaje a Europa, como con las presentaciones en La Tirana, sintieron que su trabajo era apreciado, "que lo que hacían tenía un valor", repite Fabiola.
-¿Qué le decían durante el viaje?
-Estaban sorprendidos de estar en otro país. Trataban de ver y descubrir. Estaban muy impactados de la belleza. Para la gran mayoría, esta fue la única oportunidad de viajar fuera.
-¿Qué pasó a la vuelta?
-Yo me enfermé. Varios se enfermaron. Aunque allá echábamos de menos, nos costó acostumbrarnos a la vuelta. Debe haber sido el cambio de hora.
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En el living de María Ubilla, la madre de Fabiola Salinas, sobre una mesita de arrimo hay un adorno. Un chiche con aire oriental que representa un pequeño puentecito metálico y sobre él, en fila, seis elefantes avanzando en dirección surponiente. Es como si los elefantes caminaran justo hacia "abajo", que es como los vecinos de la Legua Vieja le dicen a la Legua Emergencia, el sector donde vive Paloma, su familia y varios integrantes del grupo. Son unas pocas cuadras de distancia que los legüinos viejos suelen indicar con un gesto corporal, girando la cabeza hacia un costado: para ellos, es un territorio poco propio y un poco ajeno.
Los elefantes que indican el camino hacia ese territorio están dispuestos sobre un mueble, bajo una pequeña ventana, por la que se cuela el sol de la tarde. Repentinamente, unos ruiditos surgen desde lejos:
-Son disparos, ¿los escuchas? A veces son ráfagas. Vienen de "abajo", cuando están en guerra. Esta semana han estado en guerra -dice Fabiola Salinas.
Es difícil distinguir ese ruido de otros sonidos cuando nunca se ha escuchado un disparo. La placidez de la tarde, de una casa tranquila, de un living como tantos -televisor, sillones, fotos de familia y elefantitos- no combina con la idea de ráfagas y enfrentamientos. Tampoco el entrar y salir de primos, sobrinos y amigos que llegan de visita a la casa de María Ubilla, ni los vecinos que pasean a sus guaguas en coche por la calle.
Giovanni Salinas, sobrino de Fabiola, tiene 21 años y es uno de los fundadores del grupo. Recuerda el 2005 como un año particularmente duro. Las balaceras fueron constantes y el control policial intenso. "Aunque mi calle es tranquila, no podía salir de mi casa por los balazos en la esquina. Luego vino la intervención policial. Tenía que mostrar mi identificación para ir al almacén. Yo era un niño. Cuando vas a comprar a esa edad no andas con carné de identidad".
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En los camerinos del Teatro Municipal de San Joaquín, el primer elenco de Raipillán se prepara para una presentación de rutina: un cuadro chileno con trotes nortinos, cuecas, bailes chilotes y pascuenses. Antes de salir a escena, el ambiente es alegre: llevan dos horas de ensayo, sólo falta vestir los trajes. Giovanni abrirá con un baile nortino, con música de Inti Illimani. Mientras se preparan, Guillermo Castro, otro bailarín, comenta que hace unos días su familia sufrió un robo. Hablaron con la policía y lo único que les dijeron fue que "como conocíamos el ambiente, lo mejor era que nosotros investigáramos y les contáramos a ellos". Guillermo cuenta la historia como una anécdota. Incluso se ríe. Tanto como otros 30 bailarines. Todos parecen acostumbrados a ese tipo de respuestas. Guillermo está vestido de huaso. En cosa de minutos saldrá a bailar.