El miércoles pasado, Ingrid Betancourt cumplió seis años de su nueva vida. Liberada tras 2.323 días en cautiverio, junto a otros prisioneros de la guerrilla de las Farc en una operación espectacular del gobierno colombiano, la que fuera candidata a la presidencia de ese país parece ahora una mujer extraordinariamente libre.
A sus 53 años, estudia Teología en Oxford y ha escrito una novela, La línea azul, de momento sólo disponible en francés, en cuya promoción está estos días comprometida. En conversación telefónica con El País, dice verse curada después de todo lo ocurrido y, sobre todo, se siente libre, porque su concepto de la libertad es de una profundidad casi mística.
En el perdón ha encontrado también su paz interior y un motivo de orgullo sobre sus compatriotas, que han iniciado, dice, un proyecto colectivo de perdón que demuestra su madurez.
París es ahora el punto de referencia de Ingrid Betancourt; casi siempre lo fue. En esta ciudad que es la suya viven su madre, su hija y sus sobrinos. Es su familia, comenta, la que le ha ayudado a curarse definitivamente de las heridas del largo cautiverio (seis años) y todas las controversias que le han perseguido. Pero Oxford, en Reino Unido, se ha convertido en su refugio, en el lugar donde "se repliega a leer, a meditar y a escribir".
Que se haya lanzado a la ficción es uno de los síntomas de que Ingrid Betancourt, la más mediática cautiva de las Farc aun a su pesar, está curada, aunque todavía le quede alguna cicatriz. Publicó un libro testimonial sobre su secuestro, Incluso el silencio tiene fin, pero ya no quiere seguir hablando de su experiencia. "La novela me ofrecía esa posibilidad y quería compartir la reflexión sobre el destino y sobre la libertad, que no consiste en cambiar lo que nos acontece, sino en escoger la manera de afrontar, reaccionar, reflexionar, sobre lo que no podemos cambiar en nuestras vidas".
En La línea azul, Betancourt desarrolla una historia de amor, la de Julia y Theo, se interna en el horror de la persecución política de la dictadura argentina y la tortura y lo hace con una gran fuerza narrativa, a través de un cierto realismo mágico. Julia puede ver el futuro. "Es la influencia latinoamericana y la necesidad de aportar a la novela la dimensión de lo metafísico, de lo espiritual", explica.
Betancourt ha escrito esta historia en francés, un idioma en el que se siente protegida, frente al español, lengua en la que asegura estar más cohibida. Pero Julia también es una criatura de mayo del 68, como ella misma, cuando era una joven burguesa idealista que quería cambiar el mundo. Hoy cree que sigue siendo posible.
La ficción no es, en definitiva, una huida. En la actualidad, se ha convertido en "una experiencia lúdica", un placer que le ha enseñado cómo entrar en otra dimensión de uno mismo e internarse por territorios ignotos de sí misma.
Ha participado recientemente en la política colombiana; sobre todo, después de la primera vuelta electoral. "Me parecía que había que defender el cambio que significa la paz. La guerra no es el cambio. En ella vivimos desde hace más de 60 años", explica sin disimular su satisfacción por la reciente victoria de Juan Manuel Santos a la Presidencia y, sobre todo, por la madurez de los colombianos, que han elegido el camino más complejo, el de la reconciliación y la negociación frente al exterminio del enemigo. "Cualquiera podría encontrarse algún día sentado en un bus junto a su verdugo y los colombianos han preferido eso que sumar más niños, mujeres y hombres muertos".
Pero el territorio que más explora ahora Ingrid Betancourt es el del pensamiento. Durante su cautiverio leyó la Biblia y de su lectura, dice, le asaltaron muchas preguntas. Estudiar esta ciencia no se le ocurrió nunca antes del secuestro. "Ni remotamente", añade. Ahora, con su estancia en Oxford y la Teología, en la que se quiere doctorar, quiere acceder a "una reflexión racional sobre algo que es irracional. La relación con Dios a través de la fe".
Es probable que esta mujer tarde muchos años en conseguir liberarse de la imagen pública que proyecta. Hija de embajador, con doble nacionalidad colombiana y francesa, posee la Legión de Honor de la República y el premio Príncipe de Asturias de la Concordia. Es una ciudadana a la que no parece costarle mucho trabajo pagar sus facturas y esa facultad le ha costado disgustos con su propio país, donde llegó a pedir una millonaria indemnización por su secuestro, a la que enseguida renunció. Mantiene, dice, una relación "compleja" con Colombia. Le quedan dos años de estudio, dos años de inmersión en las enseñanzas de los maestros teólogos, a través de las cuales intenta "entender la revelación".
Detrás de su estampa de mujer sencilla, pero elitista, cosmopolita y cultivada, hay un empeño titánico.