El secretario general de la OEA, Luis Almagro, ha enviado al presidente actual del Consejo Permanente un informe demoledor contra la dictadura de Nicolás Maduro que pide elecciones libres y, en caso de no haber una respuesta positiva en el lapso de 30 días, la suspensión de Venezuela, al amparo del artículo 21 de la Carta Democrática Interamericana, como miembro de dicho organismo.

Este documento de 75 páginas debería ser leído en los colegios y universidades de América Latina para entender lo grave que es la abolición del estado de derecho y la democracia liberal, y la causa del dantesco padecimiento que sufre Venezuela, del que dan cuenta, todos los días, las noticias. También hay otra razón por la cual este texto debería ser leído por los futuros líderes de la región. Tiene que ver con la conciencia de que lo que pasa allí puede suceder aquí, de que ningún país está libre de caer en la tentación totalitaria (según la frase de Jean-François Revel) y, por tanto, de que todos los latinoamericanos tienen el deber de ayudar a prevenir, o revertir cuando sea tarde para lo anterior, las dictaduras.

Almagro, convertido desde la OEA en uno de los líderes más respetables de la región, lanzó un órdago en mayo del año pasado tanto a Caracas como a su propia organización al emitir un informe que denunciaba la "alteración del orden constitucional" y el "orden democrático", y al invocar la Carta Democrática Interamericana, que prevé mecanismos de sanción contra el gobierno que destruya la democracia liberal. El Consejo Permanente lo debatió tres semanas más tarde sin tomar una decisión y Venezuela rechazó los buenos oficios de la OEA para encontrar una salida.

El ofrecimiento de buenos oficios no era un gesto vacío de contenido, sino el inicio de un proceso previsto por la propia OEA: el artículo 20 faculta a esta organización a realizar gestiones diplomáticas y, en caso de resultar infructuosas, pide que el Consejo Permanente convoque a una asamblea general para tomar medidas. El siguiente artículo, el 21, detalla el procedimiento para suspender al país que haya violado el orden democrático.

Almagro actuó con mucha paciencia. Hubiera podido volver a la carga de inmediato, en vista de que Caracas rechazó -con un lenguaje y actitud de cernícalo- su oferta de gestiones diplomáticas. Pero prefirió darle una oportunidad a un diálogo convocado por los ex presidentes José Luis Rodríguez Zapatero, Leonel Fernández y Martín Torrijos, obligado por respeto a las buenas formas y quizá por la división de opiniones sobre Venezuela entre los miembros de la OEA. Fracasada la primera fase de ese diálogo, dio también oportunidad a la segunda, que contaba nada menos que con el aval de la Santa Sede y la implicación personal del secretario de Estado del Vaticano. El destino de esa segunda fase del diálogo fue el que cabía esperar: la nada.

Mientras tanto, Maduro lograba dejar atrás 2016 sin la realización del referéndum revocatorio que pedía la oposición y contaba con el número de firmas necesarias tras la primera instancia del proceso. Al hacerlo, garantizaba su perpetuidad en el poder, pues una convocatoria de elecciones anticipadas sólo era posible si el referéndum se realizaba ese año y el gobierno lo perdía. Iniciado el 2017, el propósito dilatorio del diálogo se conseguía. Ya habría tiempo para preparar el fraude de 2019 (o la suspensión de esas elecciones, recurso empleado por el régimen chavista recientemente para evitar las elecciones de gobernadores).

Almagro ha dejado pasar casi 10 meses para demostrar a la propia OEA, es decir al hemisferio, dos cosas: que su informe original y su invocación del artículo 20 no partían de un prejuicio ideológico personal (recordemos que, como ex canciller uruguayo bajo el gobierno del Frente Amplio, viene de la izquierda moderada), y que el diálogo es una farsa a la que Maduro recurre para desmovilizar a la oposición y a la comunidad internacional.

Comprobado todo eso, Almagro ha enviado ahora este nuevo informe, actualización del anterior, exigiendo elecciones libres y, en caso de respuesta negativa, la suspensión de Venezuela.

Acompañan a Almagro, además de los instrumentos jurídicos ampliamente conocidos y la razón, precedentes como la exclusión de Cuba en 1962 y la suspensión de Honduras en 2009. Pero quizá mucho más importante que esos precedentes sea el antecedente de la Doctrina Betancourt, la famosa declaración de principios con la que Rómulo Betancourt inició la gestión de su segundo gobierno, en 1959.

Betancourt había presidido una junta revolucionaria en la segunda mitad de los años 40 y ya entonces había esbozado la necesidad de establecer un "cordón profiláctico" contra las dictaduras. Eso lo llevó a romper con la España de Franco y la República Dominicana de Rafael L. Trujillo. Pero fue en su segundo gobierno, al reestrenarse la democracia tras la dictadura de Pérez Jiménez, cuando el líder venezolano dio forma más cabal y consistente a sus ideas. Su doctrina de política exterior nació en su discurso de toma de posesión, el 13 de febrero de 1959, y fue expresada de esta impecable manera:

"Solicitaremos cooperación de otros gobiernos democráticos de América para pedir, unidos, que la Organización de Estados Americanos excluya de su seno a los gobiernos dictatoriales porque no sólo afrentan la dignidad de América, sino también porque el artículo 1 de la Carta de Bogotá, acta constitutiva de la OEA, establece que sólo pueden formar parte de este organismo los gobiernos de origen respetable nacidos de la expresión popular, a través de la única fuente legítima de poder que son las elecciones libremente realizadas. Regímenes que no respeten los derechos humanos, que conculquen las libertades de sus ciudadanos y los tiranicen con respaldo de las políticas totalitarias, deben ser sometidos a riguroso cordón sanitario y erradicados mediante la acción pacífica colectiva de la comunidad jurídica internacional."

Betancourt no sólo cumplió su propia doctrina rompiendo con varias dictaduras (a las anteriormente mencionadas, que seguían vigentes, se añadían los casos de Argentina, Guatemala, Perú, Ecuador, Honduras y Haití), sino que exhortó a la OEA a adoptar sanciones contra ellas. Pocos meses después de asumir el mando, presentó un proyecto de convención que en ciertos sentidos era anticipatorio de la Carta Democrática Interamericana que se firmaría en el Perú en 2001 y que hoy invoca el secretario general de cara a Venezuela. Ese proyecto fue presentado en la V Reunión de Cancilleres de la OEA en Chile. El discurso con el que la Doctrina Betancourt justificaba esta propuesta pedía a la OEA que se "arbitren fórmulas capaces de conciliar el principio de no intervención con la obligación moral y jurídica del sistema regional de tender un cordón sanitario de riguroso aislamiento en torno a los gobiernos despóticos".

Betancourt era un hombre acosado por los dictadores: Trujillo trató de matarlo y Castro le envió guerrillas para derrocarlo. También era un líder enfrentado a la actitud pusilánime de otros demócratas que preferían hacer la vista gorda, creyendo que apaciguar a los tiranos era la manera de evitarse problemas con ellos. Y, sin embargo, perseveró y hoy América Latina lo recuerda como una voz moral de extraordinario prestigio. Si la región hubiera tenido en estos años a líderes con un cierto sentido de la Doctrina Betancourt, o los antecesores de Almagro hubiesen entendido lo que estaba en juego, Caracas lo habría tenido mucho más difícil a la hora de mofarse de la comunidad internacional y de su propio pueblo.

Pues bien: Almagro, no sé si conscientemente, ha retomado algo del espíritu de Betancourt. ¿Qué son los artículos 20 y 21 de la Carta Interamericana de la OEA que le invoca hoy si no lo mismo que pedía el presidente venezolano hace medio siglo? Soy de las personas a las que consta el espíritu de esa carta, pues ella fue el resultado de una reflexión profunda en los países del hemisferio a propósito de la dictadura de Alberto Fujimori, que había contado con el beneplácito, primero, y la pasividad, después, de buena parte de la región. En las reuniones a las que me tocó asistir, junto con otras personas relacionadas con el movimiento democrático, para discutir el rol que debía jugar la OEA a la luz de lo sucedido en el Perú, nunca hubo duda de que el futuro pasaba por una actuación más decidida y, si era necesario, por dotar de nuevos instrumentos jurídicos a la organización a fin de acometer su tarea de vigilancia democrática.

No eran indispensables, por cierto, esos nuevos instrumentos, pues ya la OEA preveía sanciones (ver, por ejemplo, el artículo 9 de la carta fundacional de la organización). Pero se creyó necesario reforzar el mandato de la OEA a la luz del nuevo tipo de dictadura surgida en América Latina, que no nacía de un "derrocamiento" a la vieja usanza (esa es la palabra que emplea, precisamente, la carta original) sino de la transformación de un gobierno emanado de las urnas en una dictadura. Después de todo, ese mismo había sido el caso de Fujimori, que inspiró la Carta Democrática Interamericana en 2001.

Almagro está cumpliendo con su deber más importante al decir en el informe que acaba de ver la luz que Venezuela "viola todos los artículos de la Carta Democrática Interamericana"; que no se puede seguir permitiendo que "la premisa del diálogo siga siendo utilizada como cortina de humo para perpetuar y legitimar el poder autoritario", y que la inacción de la organización que lidera, es decir la inacción de los gobiernos hemisféricos, "es sinónimo de omisión en proteger la democracia y los derechos humanos en Venezuela".

El contexto latinoamericano ha cambiado y cada vez la posición de Almagro -o de lo que quizá podamos pronto llamar la "Doctrina Almagro"- cuenta con más simpatía. El Presidente del Perú, Pedro Pablo Kuczynski, por ejemplo, ha dejado en claro su postura ante la deriva totalitaria de Venezuela. Como es costumbre, Maduro lo ha insultado reiteradamente, provocando la llamada del embajador peruano a consultas por parte de Lima. Pero sus agresiones ya no intimidan demasiado. El argentino Mauricio Macri, con respaldo del brasileño Michel Temer, fue el artífice de la suspensión de Venezuela del Mercosur y, ahora, el nuevo inquilino de Itamaratí ha afirmado que Venezuela es una dictadura.

El descalabro del socialismo del siglo XXI ha ido modificando la composición de fuerzas al interior de la OEA no sólo porque la información espeluznante que llega de allí cada vez hace más difícil ignorar los reclamos del secretario general: también porque, en la medida en que los gobiernos que forman parte de ese club, o están próximos a él, van saliendo del escenario, se va restableciendo una mínima sensatez en la política exterior de algunos países.

Los inicios de la Doctrina Almagro son un aldabonazo en la conciencia de América Latina.