La otra vocación del cura Walker

Al capellán del Hogar de Cristo, Pablo Walker, aquel que dijo que se debían despenalizar las drogas, lo mueve otra pasión, además de la religiosa. Desde niño el dibujo le abrió puertas, primero para validarse ante los pares, después para expresar sus ideas políticas y cuando ya estaba en el camino de ser cura, lo vio como una manera de evangelizar. La tensión que le provoca el arte, en todo caso, no ha sido un camino fácil.




Si el dormitorio de un hombre puede resumir su vida, esto es lo que hay en el del capellán del Hogar de Cristo, Pablo Walker (47): una cama cuya cabecera está pegada al muro al igual que la piecera; en la pared aledaña, tres fotos: una es de "El Tragedia", un cliente habitual de las hospederías del Hogar de Cristo quien ya murió, y otras dos de cuando el cura era más joven y participaba de las misiones de su colegio, el San Ignacio de El Bosque; sobre la pared que él mira al recostarse, en un costado, un pañuelo ya desteñido que usaba cuando era parte de la patrulla scout Castores de la Tropa Cruz del Bosque. Al lado, un par de pinturas al óleo. Son retratos, que este lunes cuando entramos a indagar entre sus recuerdos, el sacerdote jesuita Pablo Walker Cruchaga trata de cubrir mientras dice: "No se los vayan a mostrar a Matthey". Porque Enrique Matthey fue su profesor de pintura en la Universidad de Chile, donde el cura cursó algunos ramos en los años 2009 y 2010. Allí, el pintor no sólo dirigió sus pincelazos. También le dio una de esas lecciones que golpean el ego, cuando la única vez que se detuvo ante el atril de Walker fue porque el cura se lo exigió. El director del Departamento de Artes Visuales sólo se paraba ante un trabajo cuando el alumno realizaba algo genial o una brutalidad. "Conmigo siempre pasaba de largo", recuerda el sacerdote.

-Dime algo, yo vine por algo hasta acá- le recriminó el cura, quien había logrado tras años de insistencia que la Compañía de Jesús lo dejara retomar un camino artístico que había iniciado una década atrás de manera formal.

-¿Tú aprendiste a dibujar con Pepo? -le preguntó el pintor con algo de desdén. -¿Qué ves delante tuyo?

-Hay una mesa, una manzana…- alcanzó a articular Walker.

-¡No! Ahí hay un sistema de relación de volúmenes, de planos y de líneas. Si tú vas a venir a dibujar manzanas y mesas que ya conoces, mejor quédate en tu casa- fue la respuesta del maestro.

Cuando hoy Matthey habla de Walker, le llama "Pablito", porque con el cura terminaron amigos. El director de Artes Visuales cuenta que cuando las responsabilidades de su amigo se lo permiten lo recibe a cenar en su casa y que sus recuerdos de él en la clase de pintura son de un alumno que recibió con gran humildad las críticas, y que era de un rigor sobresaliente: "Tenía mucha disciplina, mucha aplicación". También recuerda que pese a la diferencia etaria y de intereses con sus compañeros de  segundo año, Walker se convirtió en el alma mater del curso.

Una anécdota retrata mejor el ascendente. Tras el primer año que estuvo en la Chile, sus compañeros dijeron: "Que el cura se ponga con el asado de fin de curso". Y él aceptó, pero les rayó la cancha: "Nosotros celebramos misa a las 5". Los jóvenes aceptaron. Así, el programa para los estudiantes de Artes Visuales de la Universidad de Chile fue: misa, asado, anticuchos y partido Chile-Colombia. Tanto Walker como Matthey se ríen cuando recuerdan la historia. Como mínimo, fue excéntrica.

En el cuarto de Walker, cuya ventana da hacia calle Santa Teresa en la Población La Palma de Estación Central, y donde vive con otros siete hombres entre vicarios, capellanes y aspirantes a cura, también guarda dos fotos familiares. En una está su padre, el ingeniero Patricio Walker. En la otra, su madre, la poetisa a quien Pablo Neruda -en una de sus conocidas galanterías- le dijo, cuando ella llegó hasta Isla Negra en busca del prólogo para su libro Raudal, "Rosa Cruchaga, te he esperado 10 años". De su foto, se lee que ella era hermosa. Y de la historia de infancia que relata el cura Walker se lee que ella era el alma lúdica, la que ponía la creatividad, la innovación, el riesgo. Del padre vino la estructura y el orden, dice él. La vida de esa pareja, a la que él visita los domingos por la noche tarde y se acuesta con ellos a comer pescado con ensalada y a mirar el programa de televisión Tolerancia Cero, la sintetiza así: "Para mi papá la vida sin mi mamá habría sido un poquito aburrida. Para mi mamá, sin él, habría sido inviable".

Esa familia donde crecieron cinco hijos era de "cuño católico". A la poetisa no sólo la provocaban los sonetos, también la fe y por ello siempre dictó clases de religión. "Pero como le gustaba el riesgo, ella tenía que ir al colegio donde le era más difícil: hacía religión en el Manuel de Salas", cuenta el cura. Los niños Walker-Cruchaga eran de misa dominical y para Pablo, aunque a veces esa iglesia le parecía "demasiado formal, exigente o de repente con olor a naftalina, había algo en la fe de mis papás que, aunque eran súper tradicionales, a mí me lo hacía creíble".

Tal vez por eso, y tal vez un poco porque la ascendencia religiosa alcanza a un Alberto Hurtado Cruchaga por el lado de un tatarabuelo, que de esa familia de cinco hijos no salió sólo un sacerdote, sino dos. Jerónimo, el segundo de los hombres, decidió ingresar al seminario cuando Pablo Walker iba en 8° básico. "El era de una fe y una devoción súper cultivada, que decidiera ser cura fue un ejemplo, en términos de credibilidad. En el sentido de 'yo te creo'". Pese a ello, para el niño de 13 años, la decisión de su hermano lo atemorizó y alejó de la idea de ser él mismo cura: "Algunos dicen que 'Jero' es más parecido a mi papá y que yo salí más a mi mamá. Como éramos bien distintos, yo dije: 'Bueno, ninguna posibilidad de que yo pueda ser cura'". Hoy 'Jero' es diocesano y construyó a pulso la parroquia San Alberto Hurtado de Quilicura. "Es un hombre de una abnegación y capacidad de sacrificio por los más pobres… él tenía una hospedería para personas en situación de calle donde recibía a los viejos que a veces el Hogar de Cristo no recibía y los iba a buscar él mismo en su camioneta", cuenta su hermano.

Cuando 'Jero' se fue de la casa para ser sacerdote, Pablo tenía 13 años y su talento con el dibujo había sido descubierto hacía poco por una profesora del colegio en un concurso de habilidades cuando él dibujó con tiza sobre el pavimento. Ese reconocimiento dio un vuelco a la vida del niño Walker, quien desde su arribo al colegio a los 10 años lo había pasado mal. De una primera infancia vivida en Madrid, se había traído un acento en el hablar por el que se burlaban de él y la imposibilidad de entender los garabatos que sus compañeros proferían en los recreos. Se sentía excluido.

El arte le abrió esa primera puerta: mientras los cachorros alfa lo hacían a combos o con bromas para hombrecitos, Pablo Walker consiguió un poco de popularidad diseñando en sus cuadernos los escenarios para peñas folclóricas, afiches, anuario.

En el librero de su cuarto de paredes blancas guarda el cuaderno que usó entre 1979 y 1983. Entre sus páginas se refleja el cambio de intereses.

-A esto me dedicaba yo, me soñaba un Darwin.

En las primeras páginas aparecen aves dibujadas a lápiz carbón con gran detalle. Bajo un pájaro que muestra las vísceras, se lee: "Aspectos de los restos de una gaviota después de haber sido devorada por un Peuco". Eran los años en que él gozaba con diseccionar y embalsamar animales muertos. Los años en que soñaba que cuando grande sería un biólogo trotamundos que viajaría sobre un jeep acompañado de su mujer a fotografiar gorilas en Africa.

En las páginas siguientes aparecen los diseños de escenarios y, más adelante, ya a principios de los 80, un humor político que él traducía en irónicas viñetas, como esa donde en tinta china aparece un despistado personaje con la lectura: "¿Desaparecidos? Va, yo no veo ninguno" o un juego del ahorcado, donde las letras a llenar completan la frase "Nueva Constitución". Era 1980. Tal vez por esas ironías, Pablo Walker se firmaba como: Caústico.

Ya en esos años, ingresó también a la patrulla de scout aumentado su socialización y su sentido de la aventura. Para él, las salidas con la compañía tuvieron, además, un sentido religioso: "Apareció la presencia de Dios ya no encerrado en un formato, sino un Dios que está en un cerro precioso, en una fogata en la noche, en una niña que es regia. Un Dios inspirando todas las cosas y que quiere ser descubierto ahí. Eso para mí fue súper importante". En paralelo, el colegio le mostró el mundo de la pobreza en esos trabajos de verano que los ignacianos deben realizar en fábricas. A él le tocó vivir a pocas cuadras de la casa que hoy habita, en el hogar de Don Artemio.

Ese fortalecimiento religioso, sin embargo, no se traducía en visualizarse como sacerdote. Pues si antes las diferencias con su hermano 'Jero' lo llevaron a pensar que él no estaba hecho de esa madera, en la adolescencia y juventud, dice él, esa convicción se la ratificaron las mujeres. Walker cuenta que hasta antes de entrar a la Compañía de Jesús tuvo cuatro pololas. Fueron relaciones cortas, dice, pero profundas. "Duraba poco…una vez una niña me dijo: 'Tú no pudiste pasar adelante en el pololeo, porque caminabas muy rápido'", cuenta mientras lanza una carcajada.

En los últimos años de colegio apareció esa "tensión intensa", que seguiría hasta el segundo año de Derecho en la Católica, en que se batía entre la vida religiosa y la vida con una mujer. "Hubo por lo menos cuatros años en los que yo no me podía ver a mí mismo sin estar pensando en una mujer. Era: o estoy pololeando o voy a pololear con una".

Ya en el Campus Oriente de la UC, donde también se apasionó con la vida política e intentó ser electo en una lista no gremialista de su carrera, se hizo de un amigo de Derecho con el que fabricó marionetas de hilo que movían en un teatro itinerante. Las leyes no eran su foco.  La tensión estaba entre las mujeres, el arte y la vida sacerdotal. Ahí vino un último pololeo, la decisión de dejar Derecho y postular a la Compañía de Jesús. No se lo contó a nadie de su familia y dio solo los  primeros pasos. En una de las entrevistas, tuvo el siguiente diálogo con un cura maltés:

-Sí, si tú puedes entrar a la compañía, pero tú vas a sufrir mucho.

-¿Por qué?

-Por ser artista -escuchó como respuesta.

A Pablo Walker le quedó como un enigma eso del sufrimiento, algo que, quizás, vendría a comprender años más tarde.

En su interior, ese proceso de consulta y admisión no le fue apacible. "No se me hizo fácil, porque yo sentía mucha duda respecto de mí. Yo soy un tipo dudoso, no soy un hiperseguro. Recibía mucho eco como diciendo: te vas a enamorar, vas a estar de vuelta aquí en dos semanas".

Pero los jesuitas lo aceptaron. No sólo eso. Le exigieron no abandonar su pasión artística.

-Tú puedes entrar de cura con ciertas reglas: tienes que entrar con tus marionetas de hilo - le dijeron.

Esos ocho objetos de su creación y un gato al que trató de ingresar de contrabando fue lo único con lo que llegó al seminario. Al gato lo tuvo que enviar de vuelta al exterior.

Más allá del simbolismo y la comprensión que el sintió, Walker pensaba que el arte quedaría postergado. Pero no fue así. Primero le pidieron que montara unas obras con las marionetas, después ilustrar un libro. Eso lo conflictuaba. "Para mí era un cacho, yo entré para ser cura, para ser ordenado. Y, cuando me pongo a dibujar,  la imaginación se me va para cualquier lado y el tiempo se me va para cualquier lado. Entonces, no es funcional a ciertas cosas. Pero eran los mismos jesuitas los que me decían: Tú tienes que trabajar con esta materia".

Mientras seguía con los estudios de Teología, Walker se rebelaba a ratos ante la tentación que le provocaba el arte. Por años, dice él, intentó ponerle un freno. "Me repetía, quiero ser cura, quiero perseverar, no me pidan más. Pero, mis acompañantes espirituales siempre me preguntaban: ¿Y qué pasó con el arte?". Hasta que en un momento, llegó a la conclusión de que ese camino podía ser un aporte en su misión evangelizadora. "Empiezo a visualizar que como Iglesia necesitamos otros códigos. Estamos atrapados en un lenguaje que hace que las personas ya sepan lo que vamos a decir, y que desde el arte, que tiene una línea directa con el corazón humano y alto nivel de credibilidad, se podía hacer algo".

Al terminar su formación teológica, a Walker le tocó elegir su especialización. Ya más liberado, escogió irse a París a estudiar Filosofía del Arte.  Junto a la teoría, decidió ensuciarse las manos. Tomó clases de pintura por la noche en "un taller chiquitito en la plaza de Vosges. Fueron de los años más lindos de mi vida", recuerda.

Su tesis se llamó: Implicancias filosóficas de la creación de arte sagrado contemporáneo.  Traducción: 1) Si tras el Renacimiento y unas experiencias posteriores, con menor frecuencia, la relación entre arte y fe se distanció, y 2) si la función del arte mutó desde el mostrar algo que ya conocemos a ilustrar lo que no se conoce,  o sea, ofrecer al espectador la experiencia de descubrir lo que aún desconoce. Entonces; 3) la pregunta que Walker quiso responder es: ¿Qué tiene que pasar para que una obra de arte contemporáneo sea, en registro de lo que la Iglesia entiende, arte sagrado?

Walker le dio una versión visual a la respuesta a esa pregunta casi 10 años más tarde. Fue en una obra monumental de 7 metros de alto por 6 de ancho. O, por lo menos, eso fue lo que intentó.

Pero, antes de ello, la Compañía de Jesús lo devolvió a la realidad de que los sacerdotes jesuitas deben estar disponibles para las otras obras de la institución. Al tercer año en París, cuando el cura pidió continuar estudios más formales en Artes Visuales, la respuesta fue: está bien, pero no ahora, te necesitamos en otra cosa.

Volvió a Chile. Lo ordenan sacerdote y lo envían por ocho años a la pastoral vocacional y después por otros más a una casa de formación de curas. Fue ahí donde su misión le ayudó a re-acercarse al arte, pues él debía abrirles la mente a los jóvenes mediante la poesía, la literatura, el teatro y las artes. A ellos los acercó a unos talleres, después los tomó él, después unos cursos libres en la universidad hasta que le vuelve a preguntar a la compañía si puede destinar unos años solo a estudiar Artes Visuales. Y así llega el 2009 cuando Enrique Matthey le dice que no pinte lo evidente.

Pero, en paralelo a la tarea pastoral, el cura Walker comenzó a andar otra ruta en la Compañía de Jesús. Una que lo lleva hasta esa entrevista del lunes 25 de noviembre en La Tercera, en que dijo: "Necesitamos despenalizar el consumo de drogas".

Cuando estaba en el trabajo de acompañar a los candidatos a cura "lo sufrí un poco, porque no tenía una comunidad estable y me arrimo a La Legua, a Mariano Puga". Se ofrece a ayudarle. Después sigue con Gerard Ouisse, el actual sacerdote del lugar. Entre otras cosas, de esa experiencia se empapa de dos cosas: la manera de hacer misa, más cercana a la audiencia, y el acercamiento a la narcocultura. "Gerardo quería visualizar cómo ayudar a las personas que consumen droga, a las que paran la olla con eso, y a los que se dedican a ser narcotraficantes y que hacen daño a la comunidad. Cómo ayudamos, cómo consideramos que esas personas son parte de tu rebaño", dice Walker. De ahí sale el concepto "algo más digno que la droga" y las Marchas por la Paz con los vecinos. Después de un tiempo, Walker busca una capilla propia para aplicar ese trabajo y llega hasta la Paulo VI en Pudahuel. Allí donde el domingo pasado, mientras daba misa, hasta la capilla se filtraba el retumbar del regeatón mientras en las afueras se vendía pasta base.

Como los jesuitas lo autorizaron a retomar los estudios de Arte, junto a las clases en la Chile, Walker se acerca al desarrollo de un proyecto visual que realiza Virginia Huneuss y Mario Soro, relacionado al Infierno de Dante. Ellos le plantean que tienen el desafío de presentar el Paraíso de Dante en el Museo de Bellas Artes y que les gustaría que él desarrollara un aspecto de la propuesta: el de Dios. El escultor Mario Irarrázabal era el curador. Cuando éste conoce el proyecto que Walker idea para representar la contemplación de Dios, le dice que esa es una obra por sí misma.

Antes había que desarrollarla y esto tomó tiempo. El sacerdote escuchó que la cerámica era el material adecuado para soportar su idea y se acercó a la ceramista Simone Racz en la Escuela de Artes Aplicadas. Ella le propuso que tomara unos talleres para que conociera el material. El lo hizo, dice, no sólo para saber de su ductilidad sino también para entender la dimensión del trabajo que le encargaría a Racz. Esta última recuerda: "Cuando vio que el material le daba para hacer el proyecto, hicimos un plan de trabajo: tomamos tres alumnos egresados de la escuela que trabajaron conmigo en la producción. Debíamos producir unos  700 módulos de cerámica de unos 40x40 centímetros, con el color que Pablo necesitaba y que terminaron pesando casi una tonelada". Por más de un año, el sacerdote fue a buscar esas placas de tonos color piel que Simone y su equipo producía. En el reverso, Walker imprimía las fotos que recolectó por el país. A los transeúntes, les preguntaba si llevaban en sus billeteras la foto de la persona que ellos consideraban los había acompañado en su caminata por el infierno y/o la que los llevaría hasta el paraíso.

La primera vez que el grupo, al que Pablo llamó colectivo EntreVer,  vio las placas unidas fue en el teatro del colegio en Alonso de Ovalle. Racz recuerda que todos estaban emocionados de verle la forma por primera vez a este rompecabezas del que sólo conocían las partes.

Pero fue en el Edificio de Telefónica donde Walker consiguió el objetivo que venía persiguiendo desde que trataba de responder a la pregunta de sus tesis. "Estuve tres años estudiando en París y siempre me decía: el arte sagrado contemporáneo es una obra, algo que se ve y que te hace descubrir el sentido de tu fe. No algo que ya sabías. Soñaba una obra de arte donde la gente no supiera que era arte sagrado. Sino que de a poquitito se diera cuenta".

Entre septiembre y noviembre de 2011 lo que se vio en Telefónica fue un mural, como un mosaico colgante, de 40 metros cuadrados donde en el anverso se proyectaban dos fotos de unos rostros sobre las placas a las que Simone y su equipo le habían dado los tonos piel. Dado el material cerámico y la proyección, los espectadores a ratos reconocían a sus familiares, pues eran los rostros de las fotos que ellos habían entregado, pero cuando cambiaba la proyección, el rostro era el de un desconocido. Walker dice que en ese juego de que en un rostro desconocido se resumieran todos los rostros individuales, se ilustraba la contemplación de Dios: "Si en Dios yo no reconozco todas las facciones de los que me han hecho caminar, me cambio de religión". El sacerdote gozaba cuando leía en el libro de visitas comentarios de estudiantes de literatura, que decía cosas como: "¿Y esto lo hizo un cura?"

En eso estaba, en pleno montaje cuando desde la Compañía de Jesús le piden disponibilidad. Esta vez para dirigir el Hogar de Cristo. El sabía que la responsabilidad de la institución -con cuatro mil funcionarios remunerados, cinco mil voluntarios y que atiende a unas 27 mil personas-, lo alejaría nuevamente del arte. Justo cuando cerraba el círculo que abrió en París hacía 10 años.

Matthey y Racz están seguros que como el arte no es un hobby para Walker, no lo puede desarrollar en sus pocas horas libres.

Curiosamente, los dos coinciden en que el sacerdote nunca les habló de arte sagrado. Y para Simone, ella ha ido con el tiempo descubriendo los simbolismos de ese mural.

Cuando Pablo Walker muestra el que fue su taller de pintura y que está en el segundo piso del Santuario del Padre Hurtado, cuenta que ahora lo usa uno de los beneficiarios del Hogar. "Desde que soy capellán, no estoy pintando".

-¿Y no le hace falta poder expresarse a través del arte?

-En este momento, no. Sí me ha hecho falta y espero que me vuelva a hacer falta". S

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