ELLA tiene 100 años. El, 102. Y a la familia que armaron juntos, los demás le decían "la escuelita". Cuando se casaron ella tenía 15 años. El, 17. Fue el 24 de septiembre de 1932. Ella llegó vestida de negro y con su trabajo en una farmacia. El, también de negro, y con su trabajo en una paquetería. Se llaman Elcira Morales y Humberto Barahona, llevan 80 años juntos y son el matrimonio que más años lleva casado en Chile, de acuerdo a los datos del Registro Civil.

"Mi marido ha sido callado y bueno todo el tiempo, es de los que no habla. Nunca me molestó que no lo hiciera. A mí tampoco me gusta hablar. Contestar lo que me preguntan nomás. Y decir lo que siento". En la relación, ella fue la voz cantante. Lo es hasta hoy. En su casa en La Florida, en el sector de San José de la Estrella, ella, sentada en un sofá rojo y tapada con una manta también roja, habla por los dos. El la mira desde su silla de ruedas y va cambiando de expresión -de asentimiento a sonrisa, y al revés- según lo que va diciendo Elcira. Pero no dice nada. Las enfermedades lo han ido silenciando más aún.

Son padres de 12 hijos (hubo un 13, Leonardo, pero murió a los seis meses), abuelos de 30 nietos, bisabuelos de 34 bisnietos y tatarabuelos de cinco. Pero eso es ahora. Porque cuando tenían 10, ni siquiera sospecharon su vida.

Todo partió en la calle Vera, una vía de casas bajas y veredas estrechas en Recoleta que desemboca frente al Cerro Blanco. "Cuando yo salía de la casa, él me veía y salía. Yo le decía a mi mamá 'hasta luego' y él ya estaba afuera esperándome", cuenta Elcira. Así, primero se hicieron amigos. Después, cuando llegó la hora de partir trabajando, ella consiguió entrar al laboratorio Recalcine preparando inyecciones y él a una fábrica de guantes. Salían en horarios parecidos, se juntaban después del trabajo y se iban a conversar al Parque Forestal.

Elcira era hija de un ecuatoriano traído a Chile por un general del Ejército para que se hiciera cargo de sus caballerizas. Humberto tenía sólo a su mamá y sin un oficio no era precisamente un buen partido. Pero, así es la vida, y a los 15 años le pidió matrimonio. "Me sorprendí y pensé: ¿cómo nos vamos a mantener? Tenía miedo de no tener plata. En la casa con mis papás no me faltaba nada, estaba tranquila; si me casaba iba a tener que vivir con mi suegra y era medio escaso", dice Elcira. Por eso mismo, su padre se oponía al matrimonio, pero Humberto insistió. Estudió dactilografía, dejó la industria de los guantes (reducida a su mínima expresión por la crisis del 29) e inició un nuevo empleo en una paquetería de calle Rosas. No era mucho, pero ayudaba.

El mismo año en que Franklin Delano Roosevelt era elegido Presidente de Estados Unidos, nacían Johnny Cash y Víctor Jara, y la República Socialista de Marmaduque duraba sólo 12 días en el país, se casaron. ¿Por qué se casó si todo pintaba para mal? Ella lo piensa, mira al punto indeterminado donde miran los viejos cuando entienden que, a veces, menos es más y responde seca: "Porque quise tener una casa".

El matrimonio no fue convencional. Carlos Machado, un tío ecuatoriano de Elcira, había muerto hacía algunos días y no estaban las cosas como para celebraciones. "Mi papá dijo: una comida y nada más. Y vestida de negro", recuerda. Así que de ese color se casó por el civil y la Iglesia. El también. La Luna de miel fue en Cauquenes.

Ella quería una casa. Pero se demoró mucho más de lo que pensaba en conseguirla. De hecho, el primer año vivieron en una pieza de la casa de su suegra, en calle Unión, también a orillas del Cerro Blanco, en Recoleta.

Fueron tiempos difíciles para los Barahona-Morales. El seguía en la paquetería y ella había empezado a trabajar en una botica frente al teatro Recoleta. "Los dos ganábamos una miseria: 20 pesos semanales", recuerda. En esas circunstancias nació Andrés, el primero de los 13. Era mayo de 1933 y ella abandonó su trabajo para dedicarse al hijo y la casa. Después llegaron Jaime (1934) y Elcira (1938).

Con una situación económica precaria, empiezan a buscar formas para reunir más dinero. "Un día un amigo nos invitó al campo y vimos toda la abundancia que había allá. Entonces le dije a Humberto, 'vámonos al campo, viejo'. Y él me dijo 'ya está, vámonos'". Entonces, vendieron lo poco que tenían y arrendaron una pieza en Buin, en el sector de Cancha Rayada. Allá, además, él encontró muy luego otro trabajo. El padre de Elcira le consiguió un empleo como dactilógrafo en el Ministerio de Defensa, iniciando una carrera como suboficial de Ejército.

Los nuevos recursos permitieron a la familia arrendar una parcela en el apartado caserío de Villaseca. Ahí, Elcira criaba pollos, patos y gansos, además de cuidar a sus hijos, que -de paso- caminaban más de cinco kilómetros para ir al colegio. Humberto estaba en Santiago y viajaba cuando tenía libre.

Había que hacer algo más para estar mejor. Y la solución llegó sola. Con su experiencia en las inyecciones, ella comenzó a ayudar a las personas del sector con vacunas y curaciones. "La gente me tomó cariño y como tenían árboles frutales, me vendían toda la fruta barata y yo acá, en Santiago, la vendía cara", recuerda. En Buin nacieron Enrique y Ester. Y ya eran cinco.

En eso estaban cuando llega la primera crisis familiar: Humberto cae hospitalizado por una pulmonía que empeoró y empeoró, hasta que los doctores del Hospital Militar lo desahuciaron. "El cura ya le había dado el sacramento de muerto, lo taparon bien tapado y los médicos me decían 'señora, no hay caso'. Pero yo me tomé de los pies de la cama y le pedí a la Virgen del Carmen que lo ayudara. Y empezó a respirar, llamaron a los doctores y vivió. Y ahí está", recuerda Elcira, quien ese día prometió que desde ese minuto se comenzaría a vestir de café. Hasta el día de hoy lo cumple.

Humberto superó la enfermedad y todo pareció asentarse nuevamente. Pero llegó el invierno y una lluvia que colapsó la acequia del vecino: los Barahona-Morales se inundaron. "Se murieron 200 gallinas, sólo quedaron vivos los patos y los gansos", recuerda Jaime, el segundo hijo, de esa noche. El agua llegó hasta las piezas y hubo que subir la cuna de Ester a una mesa para que no se mojara. De la inundación quedó también la pulmonía de Elcira, que se agravó por su embarazo. Al poco tiempo nació Guadalupe, bautizada en honor a la monja mexicana que cuidó a Elcira durante el tiempo que estuvo enferma.

De vuelta a la cuidad

Entonces volvieron a Santiago, donde el Ejército les entregó una casa fiscal en el sector Franklin. Y tuvieron que partir de nuevo. Pero para Elcira, el tema no era dramático: quería que sus hijos estudiaran y para eso, volver era la mejor opción. Para eso, además, había ahorrado algo de lo que había ganado con las frutas. En esa casa nació Antonio. Y ya eran siete.

La de Franklin era una casa más bien chica, por eso llegó el momento de tomar una decisión importante: había que comprar la primera casa de la familia. La elegida fue una de la calle El Roble, cerca de plaza Chacabuco, en barrio Independencia. Era grande, con todo lo necesario para recibir al matrimonio, la cantidad creciente de hijos y la madre de Elcira, que a esas alturas vivía con ellos.

¿Cómo lo hacían para mantenerse? "Ella siempre decía que había que encalillarse nomás. 'No te preocupes, si de alguna manera lo vamos a poder pagar', le decía a mi papá. Y él se desesperaba porque sabía lo que ganaba y decía que con esa plata no alcanzaba para nada", recuerda Héctor, uno de los hijos. Pero la casa no fue un error: en ella pasaron los siguientes 20 años.

No fue un error, sí, pero fue complicado. Todos los meses Humberto le entregaba a su mujer el sueldo de suboficial para que ella decidiera cómo utilizarlo. Ella, mientras tanto, aumentaba su propio superávit estructural: 50% se destinaba a los gastos familiares y la otra mitad iba a parar debajo del colchón, para ahorro. Este modelo resistía gracias a ciertos sacrificios. "Como tuve que trabajar en una y otra cosa, me miraban en menos. 'Tu marido no te da para comer', me decían. Pero a mí me gustaba trabajar. En esa época trabajaban pocas mujeres", recuerda Elcira, que intentaba hacer magia comprando, semanalmente, las frutas y verduras al por mayor en La Vega, vendiendo sábanas y ropa en hospitales y hoteles para hacer unos pesos de más y atreviéndose a invertir los ahorros en terrenos que después liquidaba.

La casa de a poco se fue llenando. Entre 1947 y 1958 nacieron Eduardo, Sebastián, Héctor, Carlos, Mauricio y Leonardo. Este último murió al poco tiempo de nacer. Ya eran 12.

Y con 12 niños, el régimen doméstico era estricto. Como Humberto pasaba mucho tiempo en el ministerio, la disciplina la imponía Elcira ayudada por Andrés, el mayor y el encargado de cuidar a sus hermanos cuando los padres no estaban, y por Elcirita, quien cosía la ropa que usaban con géneros que compraba su mamá. "En la casa cada uno hacía algo. Tocaba encerar, lavar ollas o barrer. Mi mamá nunca tuvo empleada, no alcanzaba", recuerda Sebastián.

En ese período comienzan los primeros hijos a dejar la casa. "A ella le daba pena, pero lo entendía. Nos miraba y decía 'el casado, casa quiere'. Es lo único que decía, no era de dar consejos", dice Jaime, quien cuenta que su papá tampoco se caracterizaba por las lecciones de vida. De hecho, sólo tenía una: "Tienen que estudiar para no ser como yo y tener que trabajar tanto", recuerda el hijo.

Pero que se fueran algunos, no significó mayores cambios en la vida de ellos dos. "¿Qué que me gustaba hacer con Humberto? Nada. Eran muchos hijos. No me acuerdo de las últimas palabras bonitas que me dijo mi marido. El no era romántico, no era para estar diciendo palabras. Nunca", dice Elcira un poco riéndose de la visión actual del matrimonio.

¿Peleas entre ellos? Había como en todas las parejas, aunque nunca pasaban a mayores. "Yo lo dejaba y le decía 'piénsalo bien, piénsalo'. Cómo le iba a decir 'separémonos', ¿y los niños? Yo lo dejaba pensando si lo que él proponía era bueno o malo", agrega.

Y la mirada de los hijos es la misma. Sus padres no peleaban. O, al menos, no que ellos supieran. Porque, de acuerdo a Sebastián (el hijo número 9), los problemas no se trataban en familia; se resolvían en la noche, entre ellos dos, cuando se quedaban comiendo después de mandar a los niños a acostarse.

Pero con menos bocas que alimentar, la situación económica de los Barahona-Morales se afianzó, lo que les permitió ganar algunos tiempos de esparcimiento. Empezaron a tener salidas familiares al cine, el parque o al circo Bufalo Bill, en Alameda, al que llegaban todos en la micro La Pila-Recoleta. No era fácil acarrear a toda "la escuelita", como los apodaban en el barrio, pero Elcira dice que siempre se las arreglaban para que se pudiera. "Hoy las mamás tienen dos o tres hijos nada más y a los niños les dan de todo. Por una parte es mejor, porque si tienen muchos hijos no pueden mantenerlos. Yo tenía que hacerlo como podía. Trabajaba, me ayudaban y ocupaba lo que ganaba mi marido, no era el gran sueldo, pero se pagaban las cosas", reflexiona.

En 1958 la familia sigue progresando y compra un terreno en Cartagena. Como siempre partieron de a poco, los primeros tres veranos dormían en carpas militares, después por fin edificaron la casa de veraneo.

El sueño del barrio alto

Después de 20 años en El Roble, a principio de los 70, concretan el plan de llegar al sector oriente. Para eso venden las propiedades de Recoleta, Cartagena y Gran Avenida. La más contenta era Elcira. "Con la casa de Vitacura, ella consiguió lo que siempre quiso: llegar al barrio alto y sentirse parte de esa sociedad", dice Sebastián, al recordar la casa de calle Corinto, cerca del actual Estadio Croata.

Fue ahí donde la madre de los Barahona-Morales vivió lo que para ella fue el momento más feliz de su vida: la celebración de los 50 años de casados, cuando renovaron sus votos con Humberto en una ceremonia con sus hijos, familiares y amigos. "En ese momento pensé que toda la vida iba a ser así: alegre y bien unida. Ese día sentí que cumplí mi trabajo como madre al verlos a todos grandes", recuerda.

Habían cumplido medio siglo juntos. Y todavía les quedaban, al menos, tres décadas más. "Hay que avenirse nomás y perdonar las cosas que el marido haga. Yo perdoné todo. Nunca le dije ni le saqué en cara nada, así uno se amarga más. Perdonaba y ahí quedaba, no se volvía a hablar", aconseja la anciana sobre cómo se pasa tantos años junto a alguien.

Pero también, a los 50 años de casados, la realidad de la familia había cambiado. Las vacaciones ya no eran en Cartagena, sino en un departamento en Viña del Mar. La mayoría de los hijos tenía sus propias familias, vivían fuera de Chile o estudiaban en la universidad. Esto suponía menos trabajo para el matrimonio, el que, a pesar del paso del tiempo, no cambiaba su rutina. Cada uno en lo suyo, pero juntos. "El, para mí, no sólo fue mi esposo, fue también como un amigo. No tenía nada que contarle, qué cosas podía decirle cuando vivíamos y estábamos juntos. Todos los días veíamos lo que hacíamos", reflexiona Elcira.

Después de un tiempo, ya definitivamente con todos los hijos independientes, vendieron la casa de Vitacura, se compraron la que tienen hoy en La Florida y la diferencia a favor la usaron para viajar. Argentina, Brasil, Venezuela, Estados Unidos y Europa. "Lo que más me llamó la atención fue Alemania, todo era de fierro, bélico. Todo era bueno, pero no bonito. ¿Qué puede ser bonito después de una guerra?", pregunta Elcira sobre el viaje que los tuvo dos meses por Europa en 1991, en el período que destaca como el que más disfrutó de su vida.

El momento del balance

Hoy, ya en su última casa, ella entiende que su vida ha llegado a un punto donde debe mirar hacia atrás. "Me siento feliz, especialmente cuando veo a todos mis hijos en buena situación. Mi marido también está contento, tiene que estarlo", dice.

"Todos nosotros nos damos cuenta de que no estaríamos donde estamos si no hubiera sido por el trabajo de ellos", explica Carlos, uno de los hermanos entre los que se cuentan ingenieros, tecnólogos médicos, dueñas de casa, comerciantes, profesores, bibliotecarios, sicólogos, viejo pascuero de mall y artistas.

Cuando se le pregunta si está enamorada de Humberto, ella se ríe y responde con otra pregunta: "No, ¿cómo voy a estar enamorada? Es una relación de cariño, de querer protegerlo". Y eso hizo este año cuando una delicada operación a la vesícula de su marido la obligó a vender un terreno que tenía para heredar a sus hijos y cuando tuvo que enfrentar la muerte de sus hijos Andrés (de cáncer) y Enrique (de una pancreatitis).

Ya son las 20 horas y Elcira no quiere seguir hablando. Pero antes de irse responde la última pregunta:

-¿Qué pasará cuando Humberto ya no esté?

- Espero que antes de eso llegue la muerte.